La cocina del tiqui-taca
Juan Manuel Bellver reflexiona acerca del futuro de la gastronomía española después de la fama internacional que crearon restaurantes como El Bulli.
Un amigo me ha regalado hace unos días “El engaño de la gastronomía española” (Ediciones Trea), un ensayo de José Berasaluce Linares (Cádiz, 1970), historiador, periodista cultural y gastronómico afincado en Washington, que repasa con talante asaz crítico la fenomenal progresión de las cocinas públicas patrias en las últimas décadas.
En las 128 páginas de la obra, el autor –acaso imbuido por el espíritu de Althusser o de Zizek– ataca frontalmente al establishment del sector, acusándole de autocomplaciente, excluyente, mesiánico, esclavo del capitalismo y falto de ideas; sobre todo, tras la retirada de Ferran Adrià y el cierre de El Bulli para convertirse en fundación. Berasaluce pone en duda la mismísima existencia de la “cacareada revolución culinaria”, que considera un boom temporal, ajeno a la cultura y a la verdadera creatividad, con un discurso narrativo vacío y banalizado, lastrado por el marketing y el esnobismo. Parece, como diría Bruno Latour, que nunca fuimos modernos.
«Berasaluce pone en duda la mismísima existencia de la “cacareada revolución culinaria”, que considera un boom temporal, ajeno a la cultura y a la verdadera creatividad, con un discurso narrativo vacío y banalizado, lastrado por el marketing y el esnobismo»
Sin estar de acuerdo con él en su pesimista visión general ni en numerosos detalles particulares –¡los hermanos Pourcel como ejemplo de vanguardia francesa!–, no puedo ocultar cierta simpatía hacia nuestro ensayista, que se ha atrevido a meterse con todas las vacas sagradas y a poner en duda el fenómeno en su conjunto, como antes ya lo hicieron con mayor o menor gracia Santi Santamaría en “La cocina al desnudo” (Temas de Hoy, 2008), Miquel Sen en “Luces y sombras del reinado de Adrià” (La Esfera de los Libros, 2007) o Jörg Zipprick en “¡No quiero volver al restaurante!” (Foca-Akal, 2009). La disidencia, que diría Brecht, siempre es positiva para prevenir los abusos del poder, el dirigismo cultural y las triquiñuelas mercantiles. Pero resulta menos simpática cuando tiene un trasfondo oportunista.
De Berasaluce, aprecio su enfoque estructuralista del lenguaje y los signos y su visión ética del oficio. Dicho lo cual, parece demasiado fácil a estas alturas arrojar sospechas sobre el congreso internacional Madrid Fusión o la Real Academia de Gastronomía, burlarse de la ascensión al star-system de los cocineros o denunciar el talante circense de los reality shows televisivos, con Master Chef a la cabeza. El principal problema es que esas son las claves que quedarán en la retina del lector más simplista y las que están difundiendo ciertos medios de comunicación en busca de titulares fáciles.Y no es eso.
En lo que a mí respecta, empecé a escribir de gastronomía y vino en 1991, en Diario 16, gracias a la confianza que otorgó a un precoz periodista veinteañero el entonces redactor jefe del dominical, Antonio Iborra. Entonces, lejos de crear tendencia, esto era una vocación mal pagada y peor considerada. Un oficio sin el menor status profesional o social, en el que se mezclaban –tanto en el bando de los protagonistas como en el de los cronistas– artesanos concienzudos y charlatanes sin escrúpulos.
Ha sido un privilegio haber vivido de cerca (y haber podido relatar) esta fantástica aventura. Porque tengo memoria de cómo eran la alimentación y los bares y restaurantes en la España del post-franquismo, puedo afirmar que nuestro país ha experimentado en corto tiempo una increíble progresión en ese aspecto. Hoy se come aquí mejor que nunca.
De ahí que no esté de acuerdo con quienes ahora menosprecian los logros de una generación de mesoneros probablemente irrepetible. Claro que no todo es de color de rosa. Pongamos, si me permiten, las cosas en su contexto.
En 1997 El Bulli obtuvo su tercera estrella Michelin. Pocos en el mundo (y en España) habían oído hablar de este restaurante y su cocina. Dos años después, el recién fallecido Joël Robuchon visitó Cala Montjoi y vaticinó que Adrià sería el nuevo rey de los fogones. Esa misma temporada, el New York Times comparó a nuestro héroe con Salvador Dalí. En 2002, fue el jurado -entonces mayormente anglosajón- de la lista The World’s 50 Best elaborada por Restaurant Magazine quien puso el restaurante de Rosas en el trono mundial. Honores que recibiría hasta cinco veces en el periodo 2006-2009.
Como proclamaba el título de un libro de recetas recopilado al poco por José Carlos Capel y Lourdes Plana –a la sazón, fundadores de Madrid Fusión–, la “revolución de la cocina española” estaba en marcha. Y no se redujo exclusivamente al caso bulliniano, estudiado más tarde en escuelas de negocios como ESADE y difundido por la Harvard Business Publishing, sino a numerosos coetáneos y discípulos de todo el país que se beneficiaron del ruido mediático y el viento a favor.
¿Qué ha quedado de todo aquello? Sin duda, un legado inmenso y una situación ventajosa para la restauración patria, que ya no es vista fuera de nuestras fronteras con el pavor que antiguos viajeros melindrosos como Alejandro Dumas o la Baronesa de Aulnoy describieron nuestras frituras indigestas y nuestra devoción casi religiosa por el ajo.
Hoy España cuenta con 10 establecimientos (¡tantos como Francia!) en el controvertido –pero muy seguido– top 100 planetario que patrocina San Pellegrino. Y hay más. En la edición 2018 de la proverbialmente rácana guía roja de Michelin, aparecen 11 comedores con la máxima distinción de tres estrellas; lo cual es un progreso notable comparado con los tres únicos representantes (Arzak, El Racó de Can Fabes, El Bulli) que teníamos en el Olimpo triestrellado cuando comenzó todo este follón, circa 1999.
Es sólo la punta del iceberg que suele destacar la prensa amante de galardones y rankings. El caso es que la gastronomía se ha popularizado en nuestro país hasta límites que nuestros padres nunca hubieran sospechado cuando se esforzaban por que, en plena pubertad, aprendiéramos a freír un par de huevos.
«La gastronomía se ha popularizado en nuestro país hasta límites que nuestros padres nunca hubieran sospechado cuando se esforzaban por que, en plena pubertad, aprendiéramos a freír un par de huevos»
Ahora los concursos televisivos baten récords de share, como demostraron esos 5,5 millones de espectadores (33% de la audiencia en prime time), conseguidos en la gala final de la primera temporada (2013) de Master Chef, cuando el almeriense Juan Manuel se impuso épicamente a su rival Eva gracias a un carpaccio de vieiras y un bacalao al pilpil con pisto. En la misma línea, la adolescente gaditana Mery García Butrón ha convertido en un fenómeno de masas su “Cocina para todos” que, con 1,5 millones de seguidores en Youtube, es el canal de recetas online más visto en España. ¡Por encima de cualquier chef ilustre!
Según un estudio sobre “Hábitos digitales de los españoles” difundido en 2017 por Gastromedia, un 66,4% de los encuestados confiesa que su interés por la gastronomía ha aumentado en los dos últimos años gracias a todos estos estímulos. Desde aquella mítica mesa redonda de la revista Gourmets celebrada en Madrid hace 42 años, donde los novatos Arzak o Subijana conocieron a Bocuse, Troisgros y Guerard –y se prendió la mecha de la nueva cocina vasca–, hasta el éxito catódico de Arguiñano, Chicote o Pepe Rodríguez Rey y sus compinches, pasando por las jornadas de Vitoria, Madrid Fusión o la labor prescriptora de medios como Sobremesa o Metrópoli, los españoles se han preocupado, de un tiempo a esta parte, cada vez más de lo que comen y beben. Y el aumento de la demanda (Marshall dixit) suele ampliar y mejorar la oferta.
Apoyándose en esta era de comunicación sin precedentes y en la imaginación desbocada de una camada única de chefs, nuestra alta cocina llegó, con el cambio de siglo, a romper los códigos establecidos y abrirse al mundo, con una huella estilística que se extiende, a través de los cientos de discípulos directos e indirectos de Adrià, Berasategui y compañía, mucho más lejos de lo que podíamos soñar: de São Paulo a Chicago pasando por Bangkok o Copenhague.
«Apoyándose en esta era de comunicación sin precedentes y en la imaginación desbocada de una camada única de chefs, nuestra alta cocina llegó, con el cambio de siglo, a romper los códigos establecidos y abrirse al mundo»
Así lo han narrado, con inquebrantable convicción, cronistas como Pau Arenós en “La cocina de los valientes” (Ediciones B) o Rafael Ansón en “La cocina de la libertad” (La Esfera de los Libros), poniendo mayormente el foco en las hazañas de los paladines de la llamada cocina tecno-emocional –un palabro feo e inoperante para describir la diversidad del movimiento–, aquellos que han hermanado una creatividad sin límites con un tremendo desprejuicio a la hora de deconstruir platos y alimentos o emplear sofisticados robots de cocina.
Igualmente, inspirados por ese concepto del nuevo lujo vinculado a lo auténtico y lo artesanal, que han desarrollado en sus ensayos Lipovetsky o Yves Michaud, el vino de pequeño productor y los productos de calidad se hallan actualmente en mejor forma que nunca. No es que hayamos recuperado algo que se perdió, sino que estamos desarrollando, con loable sentido de sostenibilidad, un potencial que estaba ahí por nuestra diversidad cultural, tradición agrícola y diversidad climática. Aunque su presencia en el consumo diario de las clases medias sigue siendo todavía escaso. Pero todo se andará…
A pesar de tantísimos logros, queda mucho por hacer. Al elevar la cocina a arte de vanguardia (Adrià en la Documenta 12 de Kassel 2007) y una cena maravillosa a la categoría de experiencia, hemos intelectualizado tanto el simple acto de comer y pasar un buen rato en el restaurante, que los gastro-influencers de nuestros días ya sólo hablan –cual alumnos aventajados de Arthur Danto– de “la experiencia de la experiencia”. Y algo se nos está perdiendo en el camino, como ha afirmado en alguna ocasión Philippe Regol en su recomendable blog, aludiendo a “la necesidad de conocer y respetar el producto antes de atreverse a hacer experimentos” y ensalzando “la reivindicación del mismo que realizó El Bulli en sus últimas campañas y que ahora ha tomado por bandera –con una nueva visión, claro– su spin-off natural, el restaurante barcelonés Enigma de Albert Adrià”.
¿Pero quién quiere estudiar sobre huertos o granjas pudiendo sacar buena nota a base de simple apariencia? Y es que en estos últimos lustros, en nuestro país, se ha vendido cada vez mejor el oficio de cocinero televisivo y runner, mientras que faltan vocaciones para el servicio de sala y no digamos para la agricultura, la ganadería o la elaboración de alimentos artesanales/ecológicos de alta gama en un pueblo perdido. Tomen, por favor, ejemplo de la familia Rovira en su voluntario recogimiento de Sagàs. ¡Qué pocos hay como ellos!
«Y es que en estos últimos lustros, en nuestro país, se ha vendido cada vez mejor el oficio de cocinero televisivo y runner, mientras que faltan vocaciones para el servicio de sala»
Entre tanto, en las grandes urbes, se inauguran cientos de nuevos establecimientos con vocación multifacética y ambiente cosmopolita, donde la mayor inversión es el interiorismo y las relaciones públicas, pero las cartas –dignas de una pesadilla futurista de Huxley– son peligrosamente miméticas. Se abren igualmente por doquier coquetas panaderías de masa madre, pero el ciudadano medio ya no sabe preparar en casa un simple bollo.
Hemos perdido el conocimiento de las estaciones –que tanto defendió el sabio Josep Pla– y hasta del origen de las cosas. El éxodo del desarrollismo ha terminado generando una peligrosa desconexión con el paisaje, que pensadores como Walden o Thoreau ya denunciaron en el pasado. Huyendo del hambre o el caciquismo, varias generaciones españolas dejaron atrás el sentido de las temporadas y de los productos que van parejos. Y la querencia hispter por el huerto urbano, los gourmets locávoros y el incipiente neorruralismo, todas actitudes encomiables pero muy minoritarias, no van a devolvernos de inmediato esa parte cuasi-atrofiada de nuestro ADN.
Por poner un ejemplo de la ciudad donde vivo actualmente, Madrid: los aspirantes a foodies que dedican su ocio a disertar en las redes sobre el último local de moda capitalino y su decorado trendy deberían quizás preocuparse de conocer mejor productos de su entorno amenazados de extinción como las habas de Tajuña, el garbanzo de Navalcarnero, los ajos de Chinchón, los melones negros de Villaconejos o los vinos blancos de la variedad malvar… antes de que caigan, ¡ay!, definitivamente en el olvido.
«El éxodo del desarrollismo ha terminado generando una peligrosa desconexión con el paisaje, que pensadores como Walden o Thoreau ya denunciaron en el pasado»
Acaso por ahí debe discurrir la siguiente etapa de esta innegable revolución gastronómica, si no queremos que todo este pim, pam, pum creativo y mediático quede en simple alucinación y agua de borrajas. No aspiro, como el libro al que hemos aludido al comienzo, a que los chefs súper-estrellas se relacionen con la intelectualidad para dar mayor sentido humanista y reflexivo a sus recetas (aunque sería bonito verles leer a Badiou o a Deleuze). Es fantástico hasta donde hemos llegado. No lo duden. Era inimaginable unas décadas atrás.
Ahora hay que dejar en el sitio que le corresponde la llamativa cocina de las texturas y la deconstrucción molecular, para dar sentido práctico a muchas de las técnicas que este movimiento nos ha enseñado, buscar quizá otras vías de exploración (la naturaleza, el mar, la antropología, los aliños y especias…) y reforzar, por encima de todo, algunos cimientos básicos que, en la construcción de la casa culinaria común, ni las instituciones ni la sociedad civil ni nuestros talentosos mesoneros se han preocupado de cuidar.
Para empezar, ¿qué tal si logramos que Madrid y otros grandes núcleos urbanos peninsulares alberguen un mercado semanal bio y de pequeños productores kilómetro 0 al estilo de los que hay en Nueva York, Londres o París? En la capital francesa, donde tuve la fortuna de residir unos años, hay actualmente tres. Yo me conformo con uno, pero que tenga regularidad semanal, emplazamiento inamovible y cuente con el debido apoyo municipal.
Y para continuar, ¿qué tal si las autoridades se deciden de una vez por todas a introducir –como propone la Fundación Española de Nutrición–, en los planes de estudios de primaria y secundaria, una asignatura obligatoria de educación alimentaria? En Japón funciona desde hace tiempo y se ha reducido, gracias a ello, la obesidad infantil en un 15%.
Siguiendo con la formación y la investigación. El Basque Culinary Institute, creado apenas en 2009, está muy sólo sin otros centros similares en el resto de la península. ¿Es que únicamente a Euskadi le interesa tener una fundación de ese nivel que pueda codearse con la transalpina Università di Scienze Gastronomiche de Pollenzo (fundada en 2004) o con el estadounidense Culinary Institute of America (1946)? ¿Dónde están la iniciativa pública y privada cuando hay que picar duro, lejos de los flashes, para que nuestros jóvenes aprendan algo más allá de los espacios patrocinados de Master Chef?
Otrosí. Dejen de adoran a los chefs o a los bodegueros top españoles como si fueran ídolos del rock o del balompié. Dejen de admirarlos como si hubieran descubierto una vacuna contra el cáncer. Llevados por una mezcla de orgullo patriótico –como si esto fuera una competición deportiva–, de búsqueda constante de la novedad y de esos 15 minutos de fama para todos que propugnó Warhol, hemos terminado por creernos que la cocina española ha conquistado la galaxia. Pero no es verdad.
«Hemos terminado por creernos que la cocina española ha conquistado la galaxia. Pero no es verdad.»
¿Conocen esa admirable cadena de ultramarinos con restaurante que difunde en el mundo las bondades de nuestra dieta mediterránea y nuestros productos más excelsos de primera y segunda gama? Se llama Eataly y no es, lamentablemente, española sino italiana. En apenas diez años, el avezado piamontés Óscar Farinetti ha abierto 40 sucursales en Occidente de un auténtico santuario del sabor meridional que todo buen aficionado al trago y el bocado haría bien en visitar una vez en la vida.
Entre tanto, nosotros nos ponemos medallas. Lo malo es que El Bulli cerró hace ya siete años y, aunque su herencia es colosal, queda mucho por hacer. En vez de seguir festejando (o criticando) el camino recorrido en tan corto espacio de tiempo, deberíamos estar trabajando en cómo aprovechar cuanto hemos logrado para crear un tejido y unas bases sólidas de cara al futuro. Igual que nuestra selección nacional de fútbol. Aunque todo haya sido maravilloso, no podemos seguir viviendo de los (gratos) recuerdos del tiqui-taca.