El nuevo totalitarismo de siempre
«Nicolás Maduro despliega simpatía y consenso a partes iguales mientras mantiene el férreo control de todas las instituciones y la vida toda en Venezuela»
Cuando cursaba quinto año de bachillerato tuvimos la oportunidad de participar en un festival de la ciencia que consistía en proponer y desarrollar un proyecto científico. Mi grupo propuso convertir el bagazo de caña de azúcar en un polímero que sirviera para hacer hilos y telas. Nuestra idea parecía, al mismo tiempo, científica, política y social: las toneladas de bagazo (que es lo que queda tras exprimirles el dulce jugo a las cañas) que entonces se desechaban podrían utilizarse para desarrollar la industria textil. Estuvimos meses intentando dar con el proceso adecuado pero siempre nos fallaba algo. ¿Qué ocurría? Muy sencillo: el procedimiento lo habíamos sacado de un libro de química alemán, en el que no se contaba, desde luego, con los calores y la humedad de un país como Venezuela, y hasta que no nos dimos cuenta de esto no pudimos hacer el hilo que nos convertiría en la primera potencia mundial de las telas, cosa que tampoco ocurrió, desde luego.
Esta anécdota viene a cuento porque las concepciones políticas que se han aplicado a los regímenes europeos, en América deben ser aplicadas de manera sui géneris, porque las condiciones cambian y esto implica que las teorías han de adaptarse a las nuevas realidades. Algo que la literatura ha venido haciendo desde hace mucho ya, sin duda. En el siglo XX, desde la temprana El hombre de oro (1915), de Rufino Blanco-Fombona, y la fundacional Tirano banderas (1926), de Valle-Inclán, hasta las muy recientes Palacio quemado (2006), de Edmundo Paz-Soldán, Un millón de soles (2008), de Jorge Eduardo Benavides y La mucama de Omicunlé (2015), de Rita Indiana, la literatura de América ha buscado darle forma propia a eso que en Europa encarnaron Mussolini, Stalin, Hitler y Franco y, en Asia, Mao, Pol Pot y la insólita familia que asfixia a Corea del Norte.
Desde Juan Vicente Gómez hasta Rafael Leónidas Trujillo, Augusto Pinochet, Fidel Castro y Hugo Chávez, la historia política del continente ha ofrecido material de sobra para que la ficción se cebe en la transformación de la realidad. Pero atención, hay que destacar que cada caso es particular, pues si bien es cierto que los regímenes totalitarios, como indica la siempre desprestigiada y muy utilizada Wikipedia, «se diferencian de otros regímenes autocráticos por ser dirigidos por un partido político que pretende ser o se comporta en la práctica como partido único y se funde con las instituciones del Estado», esa práctica ocurre en cada caso de manera única, conservando los elementos clave, como (1) la figura de un líder con (2) un poder ilimitado; la búsqueda de (3) un «hombre nuevo» para (4) una «sociedad perfecta», el intenso (5) uso de la propaganda y mecanismos de control social y de represión como (6) la policía secreta. Nada que no esté ya descrito en Rebelión en la granja (1945), de George Orwell. Estos seis elementos son constantes en todo régimen totalitario, pero en cada ocasión se expresan de manera distinta.
«El totalitario de este siglo ha descubierto que su mejor disfraz no es el de la democracia, sino el de la pícara bonhomía dialogante»
Sin embargo, creo que en el siglo XXI ha habido un cambio, hay que añadir un séptimo elemento: el totalitarismo ha evolucionado y ha demostrado poseer una (7) gran capacidad de adaptación. Cada vez menos son necesarias las purgas del pasado, las desapariciones y muertes accidentales, lo cual no quiere decir que no sigan ocurriendo; pero el totalitario de este siglo ha descubierto que su mejor disfraz no es el de la democracia, sino el de la pícara bonhomía dialogante.
Un maestro en esta estrategia es Nicolás Maduro, que despliega simpatía y consenso a partes iguales mientras mantiene el férreo control de todas las instituciones y la vida toda en Venezuela: tiende una mano para dialogar pero cierra la otra para golpear cuando nadie esté mirando; sabe atraer a su causa no solo a los convencidos y a los oportunistas sino incluso a los que se supone que deberían oponerse a ellos: estos, por ingenuidad o connivencia, siempre le han tendido una tabla de salvación que le permite otra semana de vida, otro año de gobierno, otro lustro de saqueo, otra década de hambre y atraso. Todo esto, por supuesto, enmarcado por eso que se llama «el concierto internacional» que no es más que los intereses económicos de los países con fuerza financiera y militar, como Estados Unidos, Rusia o China.
La ventaja del totalitario en el siglo XXI es que los medios de comunicación y las redes lo acercan a sus fieles sin necesidad siquiera de estar presente: la lección de Orwell ha sido muy bien aprendida, y nada como la ubicuidad para dejar de existir. Las palabras y conceptos democráticos sin duda seguirán siendo utilizados: justicia, igualdad, Estado de derecho. Cada vez en voz más alta, pero cada vez más vacíos, porque tendrán sentido si y solo si son garantes de la idea que las ha contaminado: todo aquel que pretenda algo fuera de los planes del totalitario no será más que un facineroso, un traidor de opacos intereses extranjeros, porque no hay nada más odioso que un apátrida.
¿Qué debe hacer la literatura ante esta situación? Lo mismo de siempre, escribir ficción, que es la manera más honesta y efectiva que tiene el novelista de ofrecer resistencia eficaz contra la mentira y la iniquidad.
Pero no olvidemos que la masa de que hace uso y vive el totalitario es volátil y tiene hambre siempre; y se le convence con facilidad de una cosa y su contraria; porque cuanto menos preparada esté, mejor servirá a los propósitos del totalitario. Ese es su sino y su desgracia.