Qué hacían los dos 'James Bond' españoles asesinados en Irak
Baró y Vega son la prueba de los grandes agentes que hay en el servicio secreto
Hace tres años escribí Destrucción masiva, el libro que me llenó de felicidad y orgullo al poder homenajear públicamente, y como se lo merecían, a los ocho agentes asesinados en Irak en 2003. Ya antes, igual que ahora, cada vez que se acerca el aniversario no reprimo mis ganas de recordarles. Alguien como yo con más de 30 años investigando las actividades del servicio de inteligencia español y denunciando sus errores y excesos, no puede dejar pasar ninguna oportunidad para resaltar sus buenos trabajos y, especialmente, la labor abnegada de sus agentes.
La semana pasada hablé de Alberto Martínez y hace un año lo hice de su compañero José Antonio Bernal. Hoy les toca a dos agentes cuyo papel me sorprendió en su día al descubrir que dos destacados miembros de la unidad operativa, los ‘James Bond’, también estuvieron allí.
Baró fotografió a miembros de Al Qaeda
Carlos Baró perteneció a la unidad operativa, cuyos agentes se pasan el día en la calle desempeñando las misiones más arriesgadas, aquellas que exigen una preparación y unos medios técnicos especiales. Baró no solo llevó una carrera militar ejemplar, sino que demostró en combate atesorar los valores que aprendió en la academia castrense.
Teniente en 1991, nunca pensó en llevar una carrera tranquila, sino que soñó con desempeñar los más peligrosos puestos de combate. Se hizo paracaidista y de operaciones especiales, las dos especialidades más complicadas del Ejército. Estuvo en el Regimiento Príncipe de Cabo Naval, en Asturias, donde un soldado recordaba posteriormente que «todo el mundo lo imitaba. Los soldados jóvenes querían ser como él, era el mejor».
Con ese espíritu guerrero, no es de extrañar que en octubre de 1998 entrara en la División de Acción Operativa del entonces CESID. Fue muy feliz en esa etapa, no solo por su trabajo, sino porque se enamoró de una guapa y encantadora chica que le hacía enormemente dichoso y con la que pensaba casarse. No le contaba nada de su trabajo diario, pero compartía con ella su pasión por la vida militar y el espionaje. Incluso cuando vio en la biblioteca de su chica libros de Fernando Rueda sobre el servicio secreto, los devoraba y la animaba a que le preguntara al periodista por determinados detalles que aparecían, algo a lo que ella siempre se negó.
En 2003, llevado por su espíritu combativo, no dudó en pedir una de las plazas que se habían convocado en el CNI para prestar servicio en Irak con la misión de proteger a las tropas españolas que se iban a desplegar tras la ocupación estadounidense.
En julio partió junto con Alfonso Vega a Diwaniya, una de las dos bases de la Brigada Plus Ultra. Su trabajo consistía en conocer lo que se cocía en la zona, qué grupos ganaban poder y cuáles lo perdían, y conseguir acuerdos con ellos para evitar que entre sus objetivos estuvieran las tropas españolas. Además, tenía que localizar los grupúsculos terroristas y adelantarse a los atentados que pudieran montar. También tendría que tejer una red de colaboradores, a cambio de dinero o favores, que le alertaran de cualquier noticia que se produjera entre grupos religiosos, terroristas o en los servicios secretos todavía activos de Sadam. Eso sí, intercambiando información con la CIA y el MI6 para ampliar en lo posible el radio de su actuación.
Diestro en el riesgo, jugando con la ventaja que da moverse en soledad, se lanzó sin complejos a la misión de salvaguardar la vida de las tropas españolas. Él mismo resumió su trabajo en Irak en una carta dirigida a sus más íntimos el 6 de octubre de 2003: «Querida familia: aquí todo sigue normal, es decir todo lo normal que puede ser la vida de un espía en Irak. Lo recordaré como el año que comí arroz con pollo unos días y pollo con arroz otros, que compré un taxi de 1979, perseguí a espías del legendario y temible servicio secreto Mujabarat, compré voluntades entre los jeques de una tribu, hice fotografías a los miembros de Al Qaeda desde mi taxi cuando salían de la mezquita, me entrevisté clandestinamente con líderes chiitas radicales, traté con traficantes de armas, asesinos a sueldo, recorrí Bagdad a ritmo de Sabina, compré un coche de los fedayines de Sadam con varias matrículas, me confeccioné la documentación de mi propio coche, desayuné higaditos de pollo con huevos duros y pan, bebí cerveza camuflada en lata de refresco, fotografié casas seguras de leales al régimen desde un helicóptero, vestí como un árabe, conduje peligrosamente y sin matrículas, merendé dátiles con Coca-cola, viví a 57 ºC, bebí cinco litros de agua al día sin mear ni gota, aprendí lo importante que es tener electricidad, viajé siempre con las armas preparadas…».
Su estancia en la tierra que perteneció a Sadam fue intensa y se vio truncada el 29 de noviembre por el atentado que le costó la vida junto a otros seis compañeros. Fueron atacados por un número superior de enemigos, con armas de larga distancia, entre ellas un lanzagranadas, ante las que no tenían respuesta equiparable ya que portaban solo pistolas y un fusil, un gran fallo de sus jefes en Madrid. En el primer embate, dos de ellos murieron y otros dos resultaron heridos sin solución. Obligados a abandonar los vehículos en que viajaban y resguardarse en el terreno, fueron cercados y llegaron a ese punto límite que separa una actuación militar razonable de una heroica.
Baró tomó el mando tras ser acribillado a balazos Martínez, el jefe natural, impartió rápidas órdenes desplegando por el terreno a sus compañeros vivos, telefoneó a sus mandos para pedir ayuda, se lanzó al suelo en primera línea de combate y no paró de disparar contra los enemigos. En ningún momento pensó en la huida dejando atrás a los heridos, la única forma de salir de aquel infierno provocado por los ataques de rebeldes iraquíes. Murió luchando, defendiendo la posición más adelantada, sin que por su cabeza pasara otra opción.
En Madrid, Baró tuvo dos funerales bien distintos. El primero, compartido con los agentes asesinados, en la sede del CNI, con la presencia de las máximas autoridades del Estado. El segundo, él solo con sus íntimos, de carácter más castrense. En este, la familia pidió a los militares presentes, que tantos buenos ratos habían compartido con él, que cantaran El novio de la muerte, el himno de la Legión.
El acto final no había llegado todavía. Baró le había pedido a su hermano que si algún día le pasaba algo quería que sus cenizas fueran esparcidas por sus compañeros paracaidistas, con los que frecuentemente quedaba para saltar en las afueras de Madrid. Su hermano les pidió ser él quien abriera la urna a cientos de metros de altura, para lo que saltó desde un avión agarrado por uno de los incondicionales amigos de Carlos.
Vega, un espía mendigando en una mezquita
El mendigo había tomado posesión de un rincón no demasiado limpio, cerca de la puerta de la mezquita, para pedir limosna. Nadie se lo quitaba. Cada mañana iba allí, con su ropa vieja y ese aspecto de acudir al trabajo para conseguir unas monedas que le permitieran comer algo a lo largo del día. Se llamaba Alfonso Vega y era en realidad uno de los más experimentados agentes de la unidad operativa del CNI. Su misión allí era detectar la presencia de varios sospechosos vinculados con el terrorismo yihadista.
A los veinte años Alfonso cumplió su sueño de ingresar en la Academia Básica de Suboficiales y no tardó en conseguir una plaza en la Academia de Operaciones Especiales: era muy estudioso, trabajador, duro, increíblemente duro, y militarmente enérgico.
Corría el año 1990, con 28 años, cuando le fichó el servicio secreto. Había sido muy feliz siendo militar y le encantó convertirse en espía. Comenzó una nueva vida en la que durante los primeros años realizaba su trabajo en la capital y después empezó a viajar con frecuencia a San Sebastián. Fueron cientos de misiones en las que se movió con una pericia que sus mandos reconocieron muy pronto. Su principal objetivo fue la banda terrorista ETA. La capacidad de Alfonso para mimetizarse con el ambiente y cambiar de aspecto lo llevó a introducirse en cualquier ambiente hostil para con su sangre fría conseguir la información terrorista que buscaba. En San Sebastián hizo amigos en los ambientes abertzales, con los que iba a tomar copas y a escuchar conversaciones a las herriko tabernas.
En numerosas operaciones Alfonso escondió micrófonos junto con sus compañeros gracias a arriesgadas penetraciones clandestinas en pisos y sedes. En alguna ocasión hasta los colocó intencionadamente mal para que los etarras los descubrieran y pensaran que el servicio había centrado sus esfuerzos en una de sus delegaciones y en la otra hablaran con tranquilidad pensando que estaba limpia. Persiguiendo los movimientos de los etarras, a veces se tuvo que desplazar a México, en una época en la que en ese país los terroristas pasaban desapercibidos y se creían fuera de todo control.
Su solvencia como agente lo llevó a realizar misiones en África y en otros lugares del mundo, a las que iba voluntariamente, deseoso de verse inmerso en nuevos retos como agente operativo. Una vez participó en la entrada clandestina en una embajada extranjera en Madrid, en la que tenían que abrir la caja fuerte y fotocopiar todos los documentos guardados allí. Para hacerlo sin ser detectados, no se les ocurrió otra manera que provocar un incendio en el edificio anejo, esperar a que llegaran los bomberos y aprovechar la confusión para llevar a cabo la penetración. Después de todas esas operaciones, decidió acometer un nuevo desafío: irse destinado a Bosnia.
Sus ansias de cumplir con las misiones más arriesgadas lo animaron a solicitar una plaza en Irak. Se presentó voluntario, pero no fue el único. Tuvo que pasar exámenes, aportar su experiencia acumulada en casi trece años de agente en la calle y finalmente le concedieron la plaza.
En julio de 2003 viajó a Irak acompañado de Carlos Baró, el agente con el que formaría equipo, aunque cada uno trabajaría en temas distintos. Cambió tanto de aspecto que viendo las imágenes de su estancia en Irak es difícil reconocerlo. Se dejó un gran bigote, se enfundó una túnica local blanca y nadie dudó de que fuera un iraquí más.
Uno de los contactos secretos que Alfonso mantenía en Bagdad para intercambiar información era el capitán de navío Manuel Martín-Oar. Este había llegado en mayo a Bagdad para trabajar como adjunto al embajador especial, Miguel Benzo, en el Consejo de Cooperación Internacional, organismo dependiente de la Autoridad Provisional en la Coalición, encargado de la ayuda humanitaria. Su misión era internacional y no formaba parte del contingente español enviado al país.
Vega le transmitía información sobre lo que estaba pasando en Irak y Martín-Oar lo ayudaba en lo que podía. El 18 de agosto Alfonso se reunió con el capitán de navío en su despacho de la ONU. Tras el encuentro, abandonó el edificio y regresó a su zona de trabajo. Quince minutos después tuvo lugar un atentado con bombas contra el edificio oficial. Hubo una cierta confusión de inicio sobre el paradero del militar español, aunque por desgracia al final se conoció que había perdido la vida. Quince escuetos minutos permitieron que Alfonso salvara la vida.
A finales de noviembre recibió junto a los otros tres agentes allí destinados a los cuatro que un mes después los sustituirían en la misión. El día 29, el cuarto de la estancia conjunta de los dos equipos, les tendieron una trampa cuando regresaban desde Bagdad, donde habían estado de visita en diversas instituciones, a Nayaf y Diwaniya, los cuarteles de las tropas españoles donde residían. Siete de ellos fueron asesinados. Alfonso estaba especializado en conducción en situaciones extremas y logró evitar en un primer momento al coche atacante desde el que les dispararon. Pero la intensidad del fuego de kalashnikov dirigido al conductor para conseguir frenar el coche hizo que muriera en los primeros momentos de la refriega.