THE OBJECTIVE
Héroes de Irak (I)

Alberto Martínez, el espía que nunca se rindió

En noviembre se cumplen 20 años del asesinato de ocho espías que lo dieron todo por España

Alberto Martínez, el espía que nunca se rindió

Alberto Martínez, primero por la izquierda, en su última foto antes de ser asesinado.

La escritora Cassandra Clare, seudónimo que utiliza Judith Rumelt para escribir la serie de libros Cazadores de sombra, tiene una frase que me encanta: «Los héroes no son siempre los que ganan, a veces son los que pierden. Pero siguen luchando, y siguen aguantando. No se rinden. Eso es lo que les convierte en héroes».

Hace 20 años estaba trabajando en el semanario Tiempo cuando un suceso me conmovió. Siete espías españoles fueron asesinados en Irak por un grupo rebelde, meses después de la invasión estadounidense del país. Las imágenes de iraquíes de todas las edades pisoteando sus cuerpos, algunos previamente quemados, me revolvió el estómago. Se apoderó de mí la necesidad de saber más de ellos, de descubrir lo que les había pasado, de conocer más de la vida que habían llevado y, posteriormente, de rendirles el homenaje a su memoria que se merecían.

Los siete se convirtieron en ocho porque un mes antes José Antonio Bernal, un suboficial del Ejército del Aire, que había realizado importantes tareas operativas, fue asesinado a la puerta de su casa en Bagdad. Sobre él escribí hace un año. Ahora añado a sus compañeros, empezando por Alberto Martínez, su camarada de aventuras, el jefe de aquella misión que como señala Cassandra Clare, a pesar de las adversidades siguió luchando, siguió aguantando y nunca se rindió.

Importante red de colaboradores en Irak

Alberto Martínez comenzó el 17 de junio de 2000 su primer destino en el extranjero. Ese día viajó a Irak para hacerse cargo de la consejería de Información de la embajada española, un cargo con protección diplomática que amparaba a un espía acreditado ante la Mujabarat, el servicio secreto local. 

Antes de conseguir el destino tuvo que luchar mucho. El esfuerzo, la disciplina y las ganas de prosperar las llevaba en el ADN de su sangre asturiana. Hizo una carrera militar que lo acreditaba. Primero ingresó en la Academia General Básica de Suboficiales hasta obtener el grado de sargento y tres años después hizo lo propio en la Academia General Militar hasta salir de teniente. 

En 1991, estando destinado en un regimiento de Valladolid, su pundonor y brillante laboriosidad indujo a un compañero a proponer su nombre en el CESID para que lo captaran como oficial de inteligencia. Consiguió un destino en Valladolid, donde vivía desde hacía tiempo. La ciudad se le terminó quedando pequeña para su profesión, por lo que se sacó la diplomatura de Derecho y comenzó a estudiar inglés. Quería ampliar su horizonte y un puesto en el extranjero se le antojó apetecible. 

En 1999, seleccionó una lista de vacantes que se producirían en los meses siguientes, entre las que estaban Estados Unidos e Irak. El 30 de noviembre regresó a casa para comer y le dijo a Charo, su mujer: «Hemos tenido mala suerte, me ha tocado Irak». Empezó a estudiar árabe, perfeccionó su inglés e hizo un curso específico de tres meses en el CNI para conocer el Irak en el que iba a moverse. 

Lo que Alberto Martínez se encontró en Bagdad debió decepcionarle bastante. Sus antecesores no habían tejido una red de colaboradores adecuada para conseguir la mejor información posible. El primer año fue intenso y agrio. No tenía a su familia con él y sufría los efectos de la soledad. Trabajaba tanto que no pensaba en los suyos para no aumentar su sufrimiento. Por suerte, todo cambio en agosto de 2001. Pudo llevarse a su mujer y a su hijo, con lo que consiguió un tiempo para desenchufar y dedicarse a sus asuntos personales.

La Mujabarat lo tenía permanentemente controlado con un equipo que lo seguía allí adonde fuera la mayor parte de los días. Incluso los fines de semana, cuando hacía planes con su familia, un coche lo perseguía por si aprovechaba la jornada de asueto para reunirse con sus fuentes.

Ese permanente control no le impidió establecer una red de contactos en Irak. En parte, gracias a su segundo, José Antonio Bernal, un ayudante muy especial, con el que se entendía a las mil maravillas y que participaba activamente en la búsqueda de información. Entre los dos tejieron una red de colaboradores impresionante, en la que había unos cuantos que los ayudaban a cambio de dinero.

Pretextos falsos para invadir Irak

A raíz de los atentados en Estados Unidos del 11-S de 2001 la situación personal se les complicó por el ambiente general que se respiraba en Irak contra los occidentales. La situación dio un giro definitivo cuando Estados Unidos, amparándose en la ONU, promovió la sospecha de que Sadam estaba fabricando armas de destrucción masiva. Alberto y su fiel José Antonio se lanzaron a contrastar esa información. Movieron a sus confidentes, indagaron por todo el país, tomaron nota con la debida precaución de las informaciones que les filtraba la Mujabarat y al final descubrieron que todo lo que se estaba contando desde Occidente era falso.

Los dos se quedaron de piedra cuando en los meses que siguieron escucharon a los máximos dirigentes de Estados Unidos y Gran Bretaña mantenerse en sus trece. Y aún más cuando el propio presidente Aznar defendió públicamente lo contrario de lo que ellos habían demostrado en sus informes. 

El trabajo se complicó especialmente en esos meses. Las fuentes que tanto tiempo les había costado conseguir empezaron a recelar. Les había quedado claro que la supuesta amistad que ellos habían vendido entre Irak y España era una quimera. Algunos de sus contactos les pidieron que los ayudaran a salir del país y les dieran cobijo en España. Martínez intentó gestionar para algunos la residencia en Madrid, pero sus jefes en el CNI no lo apoyaron. Iba a comenzar una guerra y muchos temían por su vida, pero Alberto no logró el respaldo de sus superiores, lo que lo dejó en una postura delicada con sus fuentes iraquíes.

El carácter luchador de Alberto Martínez lo llevó a intentar quedarse en el país cuando comenzaran los bombardeos de los aviones estadounidenses. No lo consiguió: él y Bernal recibieron la orden de salir cuando lo hubieran hecho el resto de españoles de la embajada. Ambos regresaron a Madrid y se integraron en la célula de crisis. Por teléfono hablaban con sus colaboradores y recogían la información de lo que estaba pasando.

Martínez supo desde su llegada a España que en cuanto acabara el conflicto regresaría. Tendría que extremar las medidas de seguridad y recuperar en lo posible a sus fuentes, muchas de ellas disgustadas por el comportamiento que había tenido España. Así lo hizo, en compañía de su fiel Bernal. Nada más instalarse de nuevo en Bagdad, contrataron guardias de protección iraquíes para sus domicilios.

El CNI no tenía un ángel de la guarda como Alberto

En principio, debía regresar a España a finales de junio, pero un retraso en la llegada de su sustituto lo obligó a posponerlo hasta el 19 de julio. Ya sabía que el siguiente destino que le había concedido la dirección del CNI era el que había pedido, Bilbao, pero no como jefe, lo que él deseaba y sin duda merecía. 

No obstante, llegó feliz por poder pasar una larga temporada con su familia. Habían sido unos años complicados, pero todo había quedado atrás. El relax le duró tres días. Una llamada telefónica del responsable en Madrid de la operación en Irak lo trastocó todo. Habían decidido, por necesidades del servicio, volver a mandarlo a Irak seis meses en una misión de contrainteligencia en Nayaf para proteger a las tropas españolas que el Gobierno había decidido enviar a la zona. El CNI no tenía a nadie tan preparado. Se le iluminó la cara. Lo necesitaban y era su deber acudir.

A mitad de agosto lo enviaron a Kufa, a pocos kilómetros de Nayaf, para intentar garantizar que los soldados españoles de la Brigada Plus Ultra no sufrieran atentados. Allí se encontró con el otro equipo del servicio, formado por el comandante Carlos Baró y el sargento Alfonso Vega, que llevaban un mes en Diwaniya, y con su nuevo ayudante, el radiotelegrafista sargento del Ejército del Aire Luis Ignacio Zanón. Los cuatro deberían ser los ángeles de la guarda de los 1.200 soldados españoles.

Martínez se instaló en un pequeño dormitorio en las instalaciones que ocupaba la Brigada Plus Ultra, en peores condiciones que cuando estaba destinado en Bagdad. El 5 de octubre fue a visitar a su amigo Bernal a su casa de dos plantas y le pareció que él sí que vivía bien.

A Alberto «le habían sacado la tarjeta roja»

Fue la última vez que estuvieron juntos. Cuatro días después, José Antonio fue asesinado en las cercanías de su casa. Martínez lo vivió como un drama personal. Habían compartido tantos momentos buenos y malos que aquello le abrió una herida profunda. No pensó en sí mismo, pero tampoco se engañó: los enemigos que los dos habían hecho en Bagdad también lo perseguían a él. Su mujer, en Valladolid, lo tenía claro: «Yo sabía que Alberto había destacado mucho y era su objetivo. Desde el primer año estaba fichado porque se implicaba mucho en su trabajo de investigación y era persona non grata para el servicio de inteligencia de Sadam. Me dijo irónicamente que le habían sacado tarjeta roja y que se sentía en el punto de mira».

Martínez no fue el único que supo interpretar el asesinato de Bernal. En la sede central del CNI vieron el peligro que lo acechaba, pero decidieron mantenerlo en Irak porque nadie como él conocía lo que allí estaba pasando. Se dejó un amplio mostacho, cambio su fisonomía y le prohibieron regresar a Bagdad. Vestido con una túnica —debajo de la cual siempre escondía su pistola—, parecía un iraquí más. Por su cabeza nunca pasó la idea de pedir el traslado. Tenía una misión y pensaba cumplirla.

El 11 de noviembre Martínez regresó a España con dos semanas de vacaciones. En este tipo de destinos no existen horas libres, se trabaja de lunes a domingo, todo el tiempo que haga falta. Disfrutó enormemente de su estancia en Valladolid, donde celebró su 45 cumpleaños. «No estaba decaído —recordaba Charo, su mujer—. Había echado cuerpo, aunque estaba algo irreconocible por su transformación obligada: se dejó gran mostacho, se embutió en la túnica local y le habían salido canas. La verdad es que los dos habíamos envejecido mucho en los tres años de estancia en Irak».

El 25 de noviembre regresó al país en guerra. Le quedaba un mes más de misión y luego regresaría definitivamente a España. Era el último empujón. Con él aterrizaron los cuatro agentes que se estaban preparando para reemplazar a los dos equipos destinados a proteger a las tropas españolas: Rodríguez, Merino, Lucas Egea y Sánchez Riera. Iban a estar una semana visitando los puntos estratégicos del país, contactando con los servicios de inteligencia aliados y conociendo a sus fuentes de información.

La mañana del sábado 29 de noviembre los ochos agentes la pasaron en Bagdad visitando organismos internacionales, comieron con personal de la embajada y por la tarde emprendieron viaje a Diwaniya y Nayaf. Se repartieron en dos todoterrenos. Martínez se subió al volante del que iba a ir por delante. Diez minutos después de dejar atrás la localidad de Mahmudiyah, fueron atacados por la resistencia. Alberto fue el primero en ser asesinado. En la siguiente media hora lo serían otros seis de sus compañeros. Solo uno se salvaría. 

Nadie había hecho tanto por España en Irak como Alberto Martínez. Se puede afirmar que ha sido uno de los mejores delegados en el extranjero que ha tenido el CNI, a pesar de que nunca durante los casi tres años y medio que estuvo allí se lo reconocieran. Su verdadera valía quedó al descubierto tras su asesinato y el de sus compañeros: no hubo nadie capaz de retomar ese trabajo con la misma calidad durante años.

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