La amenaza de la narco-cultura en España, mucho más que un delito
Este nuevo ecosistema ya ha arraigado en nuestra sociedad, lo que hará mucho más difícil combatir el crimen organizado
El crimen organizado es una enfermedad que afecta a todas las sociedades. No importa si son ricas o pobres, democráticas o no democráticas, del norte o del sur, es capaz de corromper cualquier tejido social hasta provocar el colapso de regiones y países enteros. Es una gangrena que se va expandiendo si no se pone remedio, movilizando los medios necesarios para su control y erradicación.
Las aberrantes imágenes del pasado fin de semana del 9 de febrero, donde se puede ver a varias narco lanchas atacando a una pequeña embarcación de la Guardia Civil entre gritos y vítores de los presentes, que jaleaban un ataque que acabaría con el vil asesinato de dos miembros de la tripulación, nos muestra a las claras que esa gangrena se está expandiendo por nuestro país, y no es algo nuevo.
En Galicia, la connivencia social con el contrabando de tabaco primero, y con el tráfico de cocaína después, solo se rompió cuando un grupo de madres coraje dijo basta a ver cómo sus hijos morían por la adicción, despertando un movimiento de protesta social en contra de unos capos de la droga que hasta entonces eran vistos poco menos que como unos benefactores que repartían la riqueza que generaban sus actividades ilegales. Por el camino quedaban los cadáveres de los jóvenes enganchados a las drogas, los que más, o víctimas de los ajustes de cuentas, los que menos; fue la generación perdida de la que habla Nacho Carretero en su libro sobre el narcotráfico en Galicia.
Pero ¿cómo es posible que unas organizaciones criminales que perjudican tanto a nuestra sociedad sean capaces al mismo tiempo de lograr apoyo social? Para explicarlo hay que comprender dos conceptos capitales en el arraigo social de la criminalidad organizada, el capital social y la narco-cultura.
El capital social
Por capital social podemos entender todos aquellos factores que conectan a los individuos dentro de un grupo social determinado, y a ciertos grupos entre sí, mediante la generación de vínculos sociales capaces de producir un beneficio para sus integrantes. No hablamos, pues, de recursos materiales o bienes simbólicos, sino de aspectos puramente relacionales. Por ejemplo, conseguir un empleo por lazos de amistad en lugar de alcanzarlo gracias a tus estudios es una muestra de capital social; como lo es que un familiar te deje un coche sin necesidad de alquilar uno.
Allí donde las comunidades generan capital social, lo hacen mediante una identidad común y unos valores compartidos que les permiten, mediante la conexión a través de redes sociales, no solo superar las adversidades, sino también prosperar. En cierto modo, el crecimiento estatal en los últimos dos siglos ha debilitado la necesidad de esas redes sociales, pues con el aumento de la prestación de servicios públicos aquellas se han hecho cada vez menos necesarias. Si a la expansión estatal le añadimos nuestro creciente individualismo, tendremos la mezcla perfecta que explica el declive de nuestro capital social, como ya lo describiera en 1995 el sociólogo estadounidense R. Putnam con su famoso artículo sobre la soledad en las boleras.
Si bien en nuestras sociedades posmodernas los vínculos comunitarios tradicionales se han visto mermados, eso no implica que el capital social haya desaparecido o se haya visto reducido. Una vez que el ser humano decide vivir con otros seres humanos, ese capital social se vuelve imprescindible, y bajo su particular ley de conservación, el capital social no se pierde, simplemente se traslada. Si las instituciones públicas, que recordemos que han sido clave en la crisis comunitaria, fallan a la hora de proporcionar beneficios a la sociedad, surgirán otro tipo de instituciones para compensar esa pérdida de capital social.
Hablamos de instituciones sociales de carácter informal e incluso ilegal, como sucede con las organizaciones criminales. Como señalan Calamunci y Frattini, en su estudio sobre las mafias en Italia, la tolerancia a las conductas deshonestas, la reducción de la confianza en las instituciones y el desentendimiento de actividades sociales son variables que pueden explicar el grado de fortaleza que las organizaciones criminales son capaces de alcanzar en determinados territorios.
Una fortaleza basada en un arraigo social logrado gracias a su capacidad de generar capital social, es decir, como ha mostrado Gilbert en su estudio sobre el crimen organizado en Rusia, el capital social es un concepto que puede aplicarse en ambas direcciones, tanto al fortalecimiento de la sociedad como a su debilitamiento, pues la delincuencia organizada es capaz de movilizar recursos sociales básicos para su propio beneficio.
Por ejemplo, en Barbate, la localidad en cuyo puerto se produjo el asesinato de los dos guardias civiles, el paro ha oscilado entre el 55,07% de 2012 y el 27,65% del pasado 2023, no bajando nunca de los 2.700 parados para una población que no supera el umbral de los 23.000 habitantes. Situación parecida a la que se vive en otro punto caliente del narcotráfico andaluz, La Línea de la Concepción, donde en determinados barrios el paro asciende al 60%, llegando incluso al 80% entre los más jóvenes. Y como ha manifestado el alcalde de esta última localidad, «las recetas que se están aplicando no son las adecuadas (…) hasta que no haya una respuesta decidida de verdad por parte de todas las administraciones, esto no tiene solución».
Pero no solo es el paro, y la falta de oportunidades laborales a él asociada, lo que puede explicar el arraigo social del narcotráfico en el sur andaluz. El fracaso y el absentismo escolar son otras de las variables para tener en cuenta, una situación que se ha agravado tras la reciente pandemia derivada de la covid-19. La falta de estudios perjudica la generación de capital personal y aboca en muchos casos al sector informal a unos jóvenes sin cualificación para aspirar a trabajos mejor remunerados.
Es entonces cuando hace su aparición el narco, cuyas organizaciones criminales ofrecen una salida ‘fácil’ a todos estos jóvenes sin futuro, ya sea como puntos para alertar de la presencia policial o como parte de una colla para descargar los fardos de droga durante un alijo. Por una única vigilancia en un punto puede cobrar 500 euros, por hacer de petaquero y suministrar víveres y combustible a las narco lanchas hasta 2.000 euros por operación, participar en una colla se paga hasta 3.000 euros, por botar la narco lancha al mar hasta 9.000 euros, por ser parte de su tripulación hasta 10.000 euros, por encargarse del GPS hasta 20.000 euros y por pilotarla han llegado a ganar hasta 100.000 euros en una sola noche. No hay sector legal que pueda competir con estos sueldos, y los narcos lo saben, e incluso se jactan de ello afirmando que son capaces de dar más trabajo que la propia Junta de Andalucía, como recoge Andros Lozano en su libro sobre el narcotráfico en el Estrecho.
Semejante ‘oferta laboral’ atrofia por completo el tejido económico-social de aquellas áreas donde se asienta el narcotráfico. Así, en un estudio publicado en 2017, sus autores señalaban cómo en el norte de Italia, desde la década de 1980, la adaptación social de la mafia provocaba dos efectos perniciosos, por un lado, reducía los incentivos de los empresarios para innovar, rebajando así la demanda de trabajadores altamente cualificados; y, por otro, al proporcionar ejemplos de rápida elevación social, afectaba negativamente en la voluntad de los jóvenes por dotarse de capital social estandarizado, ya fuese a través de los estudios o de trabajos remunerados. Un hallazgo que se ve confirmado por la investigación de Brilli y Tonello, quienes encontraron que, en aquellas áreas donde la presencia de las organizaciones criminales era dominante, la permanencia de los jóvenes en las escuelas, para así mantenerlos alejados de las calles, dejaba de ser una estrategia eficaz para evitar su entrada en el mundo delincuencial.
Una realidad, la italiana, que podemos observar de primera mano en nuestros territorios, de Pontevedra a Cádiz. En Italia ya sabemos lo que sucedió, cuando la mafia se sintió tan poderosa que incluso se atrevió a echar un pulso al Estado mediante atentados y el asesinato de servidores públicos y líderes de la sociedad civil que se interponían en su camino. Aquí parece ser que ya han empezado.
Pero el capital social del narco no podría haberse desarrollado sin otro componente clave de su poder, su capacidad de atracción, mediante toda una serie de valores y estéticas singulares que nos permite hablar más que de una sociedad cautiva por su violencia, de una sociedad cautivada por su atractivo.
La narco-cultura
La narco-cultura fue definida por primera vez en el año 2009 por Rincón como la legitimación de la violencia y la promoción de valores capitalistas como el consumismo y el derroche de energía e insumos, lo que conduce a la implantación de determinados estereotipos y gustos dentro de aquellos grupos en contacto con el fenómeno narco.
El atractivo de la narco-cultura nace de las dificultades para construir proyectos de vida que respeten la legalidad en muchas de nuestras regiones, en particular en el sur de Andalucía. Bajo un ecosistema dominado por la falta de oportunidades laborales y el fracaso y el absentismo escolar, situación alimentada por la falta de recursos materiales y simbólicos, un creciente número de jóvenes ingresa en el crimen organizado como alternativa más atractiva, específicamente en el tráfico de drogas, a pesar de los riesgos que ello implica.
Pero el narco no solo se nutre de mano de obra dispuesta a jugarse su futuro a causa de condiciones estructurales deficientes, sino también por el atractivo cultural que es capaz de generar mediante un imaginario social de éxito fácil y rápido, legitimando así el tráfico de drogas entre amplias capas de la sociedad. De ese modo, los jóvenes en determinadas áreas ya no quieren ser futbolistas o médicos, ni mucho menos policías, pues su modelo ambicioso de referencia es dedicarse a las actividades relacionadas con la delincuencia organizada, las únicas capaces de proporcionarles a corto plazo el poder al que aspiran; sin entender, por supuesto, que en el proceso ellos acabarán siendo también víctimas del crimen organizado.
La narco-cultura se puede observar claramente en sus manifestaciones estéticas más llamativas, como la vestimenta o la arquitectura. En cuanto a la vestimenta, podemos subrayar cómo la narco-cultura ha rebasado el ámbito del narcotráfico para alcanzar un éxito social sin precedentes, pues millones de jóvenes hoy ven cómo sus artistas y cantantes favoritos son presa de la estética narco. Chándales de primeras marcas, zapatillas deportivas de precios desorbitados, joyas de oro, tatuajes y la bandolera o riñonera de rigor. Todos quieren parecerse al cantante de moda, cuando en realidad este ha copiado la estética del camello de barrio, al que quizá incluso compra las drogas que consume. Junto a la vestimenta también podemos observar un gusto por los automóviles de alta gama, deportivos o SUV, como muestra de prestigio social.
En cuanto a la arquitectura, la ostentación es la marca principal de la narco-cultura, ya sea hacia fuera o bien resguardada en el interior de sus viviendas. Chalés impresionantes o casas reformadas dignas de los mejores palacios, con refugios internos para poder escapar de la persecución policial. Además, este tipo de inversiones le sirven al narco para blanquear parte de sus ganancias ilícitas.
Pero la cara opuesta de la estética narco es la violencia como esencia de la narco-cultura, la ejercida tanto hacia fuera como hacia dentro de las organizaciones criminales. Como refleja Roberto Saviano en sus libros sobre el crimen organizado en Italia, los jóvenes que ingresan en las organizaciones criminales se sienten orgullosos de generar respeto a su alrededor, que bajen la mirada en su presencia por el miedo que inspiran es su primer paso hacia el éxito mafioso. Una violencia que está presente desde el inicio de su carrera delictiva, ya que, en muchas organizaciones, como en las bandas latinas, por ejemplo, se convierte en su prueba bautismal, como ha recogido Iñaki Domínguez en su obra sobre el macarrismo español.
La narco-cultura, por lo tanto, es una subcultura desviada porque ha desarrollado unos valores contrarios a los socialmente mayoritarios; no solo eso, también es una subcultura desviada de tipo delictivo porque se opone frontalmente a las leyes institucionalmente establecidas. Su fin está en consonancia con las metas que nuestra sociedad considera aceptables, tener éxito, hacer dinero; pero lo medios que la narco-cultura emplea para lograrlo se separan de lo socialmente aceptable, rehuyendo de la cultura del esfuerzo y la legalidad para lograr atajar en la elevación social mediante la comisión de delitos y el empleo de la violencia.
Conclusiones
En Galicia las madres coraje lucharon contra el narco y rompieron la particular ley del silencio que imperaba en las rías de la costa atlántica. En Barbate, las únicas madres a las que hemos visto quejarse han sido a las de los detenidos por el asesinato de los dos Guardias Civiles. El mundo al revés, o no tanto.
No tanto porque en su particular visión de las relaciones humanas, la narco-cultura se ha convertido en su marco de referencia. Un logro que el narco ha alcanzado no solo por los beneficios derivados del tráfico de drogas, sino por la renuncia institucional, permitiendo así que en España surjan guetos y áreas de verdadera gobernanza criminal.
Una desinstitucionalización que no sólo se da en nuestro país, pues en Francia y en otros países europeos multitud de suburbios se han convertido en auténticas no go zones, áreas donde la policía no es bienvenida y al Estado le resulta muy difícil aplicar la ley. En España se identificaban en 2017 cuatro espacios de estas características, en Ceuta y Melilla las barriadas de El Príncipe y de la Cañada de Hidum o de la Muerte, en Madrid el sector de la Cañada Real Galiana y en Sant Adriá del Besos el barrio de La Mina. Convertidos en guetos fuera de control, aquí los radicalismos y la criminalidad campan a sus anchas, infectando sin remedio al resto de la sociedad, y luego nos sorprendemos cuando comprobamos los vínculos entre crimen organizado y yihadismo.
Es cierto que el Gobierno español lanzó el Plan Especial de Seguridad para el Campo de Gibraltar en 2018, ampliado dos años más tarde a las provincias de Cádiz, Málaga y Huelva, para extenderlo en 2022 también a Almería, Granada y Sevilla. El plan comenzó con una dotación presupuestaria de unos exiguos 7,03 millones de euros, para ir aumentando anualmente hasta los 36,9 millones de este 2024. Puede parecer mucho dinero, pero si pensamos que sólo la banda de ‘los Castañas’ de los hermanos Tejón ha conseguido una fortuna de 30 millones mediante el narcotráfico, podemos comprender la desigualdad de medios en la lucha contra estas organizaciones criminales.
Además, en los últimos años nuestro Gobierno, y en particular su ministro de Interior Grande-Marlaska, han tomado una serie de decisiones difíciles de entender en la lucha contra el narco. A la disolución de unidades especiales y operativos de éxito como el OCON-Sur de la Guardia Civil se une la precaria situación de las dotaciones actuales, algo incomprensible si se tienen en cuenta los diversos documentos, tanto de la Fiscalía como del propio Ministerio del Interior, alertando del aumento de la actividad del narcotráfico en la zona del Estrecho. Mientras nuestro presidente viaja en Falcon a cualquier tipo de evento, nuestros agentes tienen que jugarse la vida cada día en inferioridad de condiciones, no sólo eso, además tienen que ver cómo regalamos a nuestro vecino del sur los equipos que aquí tanto nos hacen falta.
En el Estrecho tenemos nuestra particular triple frontera, por un lado, Marruecos, como país productor de hachís y de tránsito de la cocaína que llega de América por la ruta africana, por otro Gibraltar, como gran centro internacional de lavado de dinero, y por último nuestras costas y territorios adyacentes, donde el crimen organizado de medio planeta ha encontrado un centro de operaciones benévolo donde asentarse.
Prueba de ello es que la narco-cultura ya ha arraigado en nuestra sociedad, sus raíces son cada vez más profundas, lo que hará mucho más difícil combatir el crimen organizado. Ya no se trata de una lucha meramente operativa. Como sucede con la radicalización violenta, necesitamos también combatir en el plano cognitivo, entablar la batalla en el mundo de las ideas, de las conciencias y prevenir que situaciones como las del pasado viernes se repitan.
Pedro Francisco Ramos Josa es analista del Observatorio del Crimen Organizado de la Universidad Francisco de Vitoria.
A David y Miguel Ángel, que con su sacrificio nos han recordado lo infeliz que es la tierra que necesita héroes.