Álvaro García Ortiz: un fiscal general bajo sospecha
En la mochila del actual fiscal general hay pesadas piedras, una con nombre y apellidos: Dolores Delgado
Más de una vez debe de estar arrepintiéndose Pedro Sánchez de aquella contundente declaración en Radio Nacional en 2019 al referirse a una futura extradición de Carles Puigdemont: «¿Pero de quién depende la Fiscalía? Del Gobierno, ¿no? Pues eso», afirmó ante el atónito silencio del entrevistador y la ira de los fiscales pues consideraron que con esas palabras el presidente los trataba poco menos que unos sirvientes a las órdenes del poder y ahondaba en la falta de independencia. La Justicia en este país está en crisis al igual que la Política con mayúsculas. Poco a poco se van degradando las dos instituciones ante la ciudadanía, que ve en ellas una falta de credibilidad y prestigio. Y eso es muy peligroso para la salud de una democracia.
El último de los sainetes está en la figura del Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz (Lumbrales, Salamanca, 1967), quien no es capaz de controlar la jaula de grillos que se ha convertido el Ministerio Público entre conservadores y progresistas. A él se le tacha de afín al PSOE, pero sobre todo de débil y falto de autoridad. De ser el alter ego de su antecesora, la exministra de Justicia, Dolores Delgado, cuyo nombramiento como Fiscal de Sala del Supremo, la máxima categoría dentro de la carrera, ha sido rechazada por ese tribunal por considerar que no es idónea.
No sería de sorprender que García Ortiz arrojara la toalla y se marchara a casa a estudiar lo que más le apasiona: el Medio Ambiente. Estuvo cerca de veinte años dedicado a eso como ministerio público en Galicia dedicado al esclarecimiento de incendios y a la catástrofe del Prestige. En realidad, esa decisión no dependerá de él, sino del propio presidente del Gobierno, enredado cada vez más en la tan traída y conflictiva ley de amnistía. Un avispero del que depende gran parte de su supervivencia política, sujeto a las exigencias de Carles Puigdemont y al respirador artificial que supone el apoyo de sus siete diputados de Junts en el Congreso. Más de un analista define la situación como una muestra de corrupción política: beneficios penales por un puñado de votos.
Pero más allá del poco ejemplar entramado político-judicial al que los ciudadanos asisten desde las elecciones del pasado julio, el fiscal general tiene que lidiar con las «sugerencias» de Sánchez, quien ya afirmó la semana pasada que todos los independentistas serán amnistiados porque no son terroristas. Eso lo ha cuestionado el juez instructor de la Audiencia Nacional, Manuel García-Castellón, quien solicita una prórroga de otros seis meses para esclarecer los indicios que ligarían a Puigdemont con Tsunami Democràtic, el movimiento que provocó graves disturbios en Barcelona y su aeropuerto tras la sentencia condenatoria, en 2019, de los cabecillas del procés, posteriormente indultados por el Gobierno de la nación. Puigdemont no pudo ser detenido ni procesado pues huyó en el maletero de un coche en octubre de 2017 a Bélgica donde reside en el municipio de Waterloo, muy próximo a la capital belga. Es europarlamentario y su aspiración es llegar, limpio de cargas penales, y presentarse a la reelección el próximo junio. Los tiempos judiciales transcurren en su contra. Más aún si la amnistía no llega a buen puerto, algo que sobre el papel parece pese a todo poco previsible.
Ahora García Ortiz ha tenido que salir como buenamente ha podido para justificar un primer informe del fiscal Álvaro Redondo, que compartía la tesis de García-Castellón sobre indicios de terrorismo y que en 72 horas cambió, sospechosamente, de opinión con un segundo dictamen. Los dos informes se filtraron a la prensa. Redondo habla de que el primero era un borrador de más de 60 páginas y el Fiscal General asegura que sólo vio el último. ¿A quién creer? Seguramente a nadie. A mayor abundancia, cuando la Junta de Fiscales, el órgano máximo del cuerpo, acaba de contradecir mayoritariamente el informe de su colega Redondo e insiste en que los indicios de la vinculación de Puigdemont con Tsunami tienen peso suficiente para seguir investigando y a la postre para que éste sea encausado por terrorismo. Y adiós entonces a poder ser amnistiado, pues amnistiar un delito de terrorismo es anticonstitucional y contrario al convenio europeo de derechos humanos. Pero el barullo legal no termina aquí puesto que la decisión de la Junta no es la final. Será García Ortiz quien deba pronunciarse una vez estudiado el informe deliberativo de su número dos, una fiscal muy próxima a él.
En la mochila del actual Fiscal General hay dos pesadas piedras, un par de borrones que los socialistas consideran abusivos mientras que el PP estima que son suficientes para que hubiera dejado el cargo hace tiempo. El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el órgano de gobierno de los jueces cuyo mandato expiró hace cinco años y ni PSOE ni PP se ponen de acuerdo para su renovación, falló en contra de la decisión del Consejo de Ministros de mantener al jurista salmantino en el cargo el pasado otoño. «No puede ser considerado idóneo quien hace una utilización tan espúrea de sus potestades», observó el CGPJ mayoritariamente en contra del voto del ala progresista afín al PSOE. El órgano regulador hacía referencia a su estrecha vinculación con su antecesora y a que el Tribunal Supremo se había opuesto poco antes al nombramiento de ésta como Fiscal de Sala a propuesta de García Ortiz, su sucesor.
Cierto es que el CGPJ está bastante cuestionado puesto que el mandato de sus miembros ha expirado desde hace un lustro. El comisario europeo de Justicia, Didier Reynders, está mediando entre socialistas y populares para su renovación y acordar una reforma en el proceso de elección. Sin embargo, no es menos cierto que nunca antes en la historia de la democracia española el órgano de los jueces había rechazado la figura de un Fiscal General. Y que poco antes el Supremo tildara el ascenso a Fiscal de Sala de su antecesora como un gesto de desviación de poder. Quizá en otros países europeos de nuestro entorno hubiese bastado para que García Ortiz recogiera sus bártulos de su despacho en el palacete de la madrileña calle Fortuny, sede del órgano.
El mal de García Ortiz tiene nombre y apellido: Dolores Delgado. A ésta nadie le discute su experiencia y pericia en causas de terrorismo islámico y antidroga, pero se le define como una jurista poco independiente, muy afín al socialismo de Sánchez, quien la encumbró a ministra de Justicia por encima de personas con mayor prestigio como la hoy titular de Defensa, Margarita Robles. Reprobada dos veces en el Parlamento por el PP, llevó todo el dosier de la exhumación de Franco del Valle de los Caídos y la entrega del cuerpo a la familia. Eso en sí no dañó su prestigio, sino algunos episodios de su pasado como sus relaciones con el tenebroso comisario José Manuel Villarejo, sus despectivas palabras sobre la orientación sexual de Fernando Grande-Marlaska cuando aún no era ministro, su amistad con el juez Baltasar Garzón —con quien contrajo matrimonio en segundas nupcias en 2023—, pero especialmente en la urdimbre de la reforma del Código Penal como ministra y luego Fiscal General sobre los delitos de rebelión y malversación de caudales públicos.
Tanto ella como su sucesor sintonizan con la idea tan reiterada de Sánchez de que hay que despolitizar la justicia al referirse al conflicto territorial catalán. García Ortiz es ambiguo cuando se le pregunta sobre si rechaza el lawfare, ese término importado por los independentistas para poner límites y procesar a aquellos jueces que, según ellos, se extralimitan en sus funciones y prevarican. Lo hacen, claro, siempre según los indepes, cuando actúan contra sus intereses.
«El problema que tiene usted es que es la mano derecha, la mano izquierda y el alter ego de la señora Delgado», le espetó uno de los ponentes del PP en la comisión de Justicia del Congreso al hoy Fiscal General del Estado en 2022 cuando Delgado anunció que dejaba el cargo por un problema de salud. Los populares nunca votaron a favor de su nombramiento ni en esa ocasión ni cuando el Gobierno lo reafirmó en el puesto el pasado otoño. Debe ser consciente García Ortiz que ha ido granjeándose la enemistad de sus propios colegas de la Fiscalía, antaño amigos y ahora enemigos. Pensará que el sueldo está en el cargo antes que en el prestigio personal. Siempre atento a una llamada de Moncloa, por incómoda que ésta sea.