El fanatismo oculta, bajo el manto de la asimilación cultural, la mancha étnica: la sangre como un supuesto criterio de ortodoxia. Así, es el hombre en su totalidad quien peca y se condena, y no sólo sus ideas o sus pensamientos. En el pasado lo biológico -esa evidencia de la carne- actuaba como signo de la herejía. Todavía hoy lo hace. Pensemos en la brujería que constituía una perversión propia de las mujeres o en el racismo, antes y después de Hitler. En un mundo monocolor, pequeños matices culturales sustentan la sospecha étnica: «Judaizar –dirá José Jiménez Lozano refiriéndose a la época de la Inquisición– es guisar con aceite en vez de con manteca, matar las aves sangrándolas y enterrar la sangre, pasar la uña por el filo del cuchillo para comprobar que no tiene mella, pero también dejar candiles encendidos por la noche, sobre todo los viernes, mudarse de camisa ese día o ponerse ropas mejores que las de diario en sábado, echar sal en el candil, que la chimenea no humee las mañanas ni las tardes del sábado, incluso en invierno. […] Pero signo de no ser de la casta cristiana será también poseer un cierto oficio útil o sentir desasosiego intelectual, practicar la medicina o andar con libros…».