La globalización nos afecta a todos, se percibe en los productos que compramos en el súper, en el número de turistas e inmigrantes que pasean por las calles, en las tendencias sociales, las empresas para las que trabajamos, los idiomas que hablamos e incluso en las series que vemos. Sin embargo, la opinión de que la apertura a otros países y mercados solo traería prosperidad y riqueza ha quedado eclipsada por la desigualdad salarial, el desempleo, el daño medioambiental de una sociedad consumista y la deslocalización de la mano de obra, como demostraron las manifestaciones durante el G20. La globalización, al igual que el desarrollo, es inevitable, por eso, cabe preguntarse si el equilibrio entre las demandas del mercado y el Estado de bienestar es posible, si realmente la globalización puede deshacerse de su cara más oscura.