¿Existe un Murillo secreto? ¿Una cara desconocida del famoso pintor de ángeles e Inmaculadas? El artista que conforma la iconografía amable de la Contrarreforma, ¿tiene también un lado revolucionario y rompedor?
Una de las falacias que utiliza el nacionalismo catalán para defender el modelo de inmersión lingüística en las escuelas es que son solo “cuatro familias” las que están en contra. Que goza de un consenso muy mayoritario en la sociedad catalana, ¡como el derecho a decidir!
No recuerdo ahora qué historiador explicaba que, para nuestros ancestros, nosotros somos dioses, porque conocemos su futuro. Lo conocemos tan bien, de hecho, que a veces, más que en dioses, nos erigimos en poetas capaces de dar forma de relato a dilatados fragmentos históricos, acaso carentes de más consistencia que la que quiera darles una imaginación erudita.
Con esto de las elecciones del 77 hemos tenido estos días en los periódicos una racioncilla de recuerdos de hace 40 años, y yo mismo he rebuscado en algunos de ellos y los he publicado aquí. Puesto ya a la nostalgia, ansiando hallar en ella algo de solaz y también alguna clave del monumental caos en el que angustiadamente nos encontramos hoy -y como he cumplido ya demasiados años- me deslizo traicioneramente y sin apenas intentarlo hasta otra efeméride aún más redonda. Medio siglo: mi verano de 1967. O, lo que es lo mismo, lo que fue conocer en un instante las experiencias del inmigrante indeseado, del europeo integrado y esperanzado y del descubridor de remotas culturas culinarias. Pensándolo bien, cada una de ellas tiene algo que ver con el resto de mi vida…
Es probable que si usted ha convivido con personas políticamente “de izquierdas” haya notado que suelen sentirse moralmente superiores a las demás. Hay también, naturalmente, gente de derechas que adolece de ese mismo hábito: aunque mi impresión, y la de Nietzsche, es que son cada vez menos. En un reciente artículo publicado en otro medio (Ctxt) su autor, Ignacio Sánchez-Cuenca, coincide conmigo en la idea de que los que más se prodigan en sentir superioridad moral sobre los demás son los izquierdistas. Lo curioso de Sánchez-Cuenca es que él mismo se adscribe a la izquierda. ¿Por qué entonces no le cuesta reconocer que él y los suyos sienten superioridad moral? Sencillo: porque cree que ese sentimiento de superioridad moral está plenamente justificado. Dicho con sus propias palabras: “las personas de izquierdas tiene (sic) una mayor sensibilidad hacia las injusticias que las personas de derechas y por eso desarrollan un sentimiento de superioridad moral”.
No será fácil que Europa se aproxime a los ciudadanos. Se trata de un proyecto racional que no se deja sentimentalizar fácilmente. A su favor están los datos; en contra, la facilidad con la que simboliza el status quo cuyo derribo promete acceso a la nación soberana y protectora. Es una ilusión, pero de ilusiones se vive.
La atención a los que huyen de la guerra e intentan entrar en Europa para salvar su vida debería ser una de las prioridades políticas de todas las administraciones públicas. Y así lo reclama cada manifestación que durante los últimos días se ha convocado a lo largo y ancho del continente, con especial fuerza en Barcelona. Se exige un cambio en la política de acogida: más cuotas, mejor trato. Welcome Refugees. Son reclamos legítimos y esperanzadores que yo comparto y defiendo. Hay un deber moral que no se puede eludir, y no hay un “wonderful and beautiful wall” que pare a personas que no tienen nada que perder.
No es necesario acudir a la malograda historia del Imperio español para situar a Holanda en el eje del mapa europeo. Holanda resume el sustrato calvinista del comercio y la luz burguesa de los interiores; la elevada ética de Spinoza y la pintura intimista de sus maestros; la tolerancia generosa en las costumbres y la libre iniciativa empresarial; el Concertgebouw, Rembrandt y Ruysdael; y también la proyección de una ciudad abierta, culta y cosmopolita como Amsterdam. Holanda configura una de las Europas posibles y seguramente no la peor. Aliada histórica de Inglaterra, sede de potentes multinacionales, de vocación atlántica a la vez que pieza central en los equilibrios de la Europa alemana, Holanda constituye –en palabras de mi amigo, el gestor de bolsa Josep Prats– “el gran país pequeño de la Unión y, en este sentido, un eslabón más frágil que los grandes Estados: Alemania o Francia”. Hablamos de peso económico, de ejemplaridad pública y de riesgo político en 2017.
La Unión Europea tiene sus fases cíclicas, desde sus orígenes con la Comunidad del Carbón y del Acero. Pasa por fiebres parturientas aunque al mismo tiempo se diga que el futuro será perfecto. Raras veces todos los países-miembro marcan el paso, como ocurrió con la larga transacción del tratado de Maastricht y luego, de modo más accidentado, con el fracaso del tratado constitucional. La ventaja relativa es que esos ciclos, de una manera o de otra, ejercen una sedimentación propia. El año que comienza será equiparable a otros momentos de entreacto, con los actores revisando el maquillaje en sus camerinos, el público sin mucho entusiasmo en la platea y el autor de la obra, sometido a presiones, reescribiendo el segundo acto, como seguramente habrá de hacer finalmente con el tercero, de modo que los personajes no saben en qué intríngulis van a verse cuando suene el timbre y se alce el telón después de la pausa del primer acto.