Que lo que llamamos ultraderecha obtenga un apoyo relevante, mayoritario incluso, es muy complicado. El final de la II Guerra Mundial introdujo un nuevo catálogo de tabúes, entre los cuales se incluyen sus temas favoritos, como la raza, o el interés nacional por encima de todo.
Vivimos rodeados de hombres fuertes, providenciales, prestos a actuar “sin complejos” en nuestro nombre, a mancharse las manos por nosotros para dejarnos la conciencia tranquila, esa que nos impide hablar de los inmigrantes como “carne humana” (Salvini dixit) y de proclamar la verdad indiscutible de que “no pueden entrar los millones de africanos” que están a las puertas, “aunque sea políticamente incorrecto decirlo”. Esa es la autojustificación de los que defienden o votan a un Orban o a un Le Pen. O de los que parece que están invocando que aparezca uno en España.
Muchas veces las películas representan el zeitgeist del momento. En el Reino Unido, aparecieron muchas películas sobre las huelgas del carbón. Billy Elliot, por ejemplo, tiene como trama principal la de un niño que quiere bailar, pero el telón de fondo es la lucha de su padre y hermano mineros, en los años del Tatcherismo.
París bien vale una musa. Pero menos mal que no le pusieron por nombre el de Marine. El de Marine Le Pen. De haber sido así, de haberse cumplido temores, rumores, más que musa hubiese sido musaraña.
Conjurada Le Pen, el extremismo sólo espera su siguiente oportunidad. El reto de Macron es mayúsculo porque implica luchar, a la vez, dos batallas distintas: la de Francia y la de la antipolítica francesa. Una antipolítica que ha encontrado la manera de abandonar la marginalidad y auparse a la tarima de las mayorías. No sabemos por cuánto tiempo.
La victoria de Emmanuel Macron constituye un hálito de esperanza para un continente falto de decisión. La UE, como ya observó el siempre sugerente Luuk van Middelaar, se ha construido a base de crisis y cabe pensar que también ahora sucederá igual. El relato decadente de Le Pen, cocido al fuego lento del miedo, ha sido derrotado por un optimismo y un posibilismo razonables.
No es que hicieran falta muchas pruebas más. Pero por si alguien aún tenía dudas de en qué bando de la historia se mueve la izquierda reaccionaria que en España encabeza Podemos, Mélenchon se encargó de despejarlas todas de una patada cuando el domingo por la noche rechazó pedir el voto para el centrista Macron o a negárselo a Le Pen, que eran las dos únicas opciones adultas que le quedaban tras su derrota.
Con Macron y Le Pen pasando al ballottage, la política francesa sin duda cambia el casting, pero hasta la segunda vuelta y, luego hasta las legislativas, la incógnita sigue. Aun siendo Macron el candidato con más votos y posteriores apoyos, recientes sorpresas como la elección de Trump o el Brexit nos obligan a considerar que lo imprevisible a veces se convierte en hecho consumado.
Emmanuel Macron, del que todos -salvo los cuatro gatos alocados que, por ejemplo, predijeron el triunfo de Donald Trump- esperan ahora que se convierta tras la segunda vuelta en el presidente más joven de la historia de la república francesa, es esencialmente un desconocido sin ideología claramente definida. Pero tal y como está el patio, ante rivales éticamente descalificados como François Fillon o políticamente deletéreos -antieuropeos, antiliberales- como Marine Le Pen o Jean-Luc Mélenchon, la probable victoria de Macron en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales es un bálsamo que este azacaneado mundo, que esta perturbada Europa, recibirán con alivio. El horno no está para muchos más bollos después de Trump, del Brexit, de Putin, de Kim, de Asad, del ISIS, de Maduro, del homicida Duterte…