Era domingo y andaba yo en pelota picada por casa, tras una ducha lenta y dos ibuprofenos —ya me entendéis. Me vi un poco ridículo, cubriéndome las vergüenzas en mi propia casa y frente a la ventana porque qué iba a pensar mi vecina de enfrente (que no conozco) con todo aquello colgando. Tolón, tolón. Porque yo qué sé: ¿y si se ofendía? Ya sé que es mi propiedad privada y que siempre puede no mirar y que, la verdad, nada nuevo bajo el sol. Pero… ¿y si?