Suele suceder en los actos, en las celebraciones, en las ceremonias que acaparan para sí todo un número de asistentes. La cuestión se eleva si tratamos de menesteres políticos –en donde la opinión es un ingrediente más del cotarro-, y televisados, para mayor leña del debate público, como es el caso de la investidura. Suele suceder que nos perdemos en los grandes detalles, pues creemos que en ellos se alberga la semilla de lo significativo, de lo que nos aportará la clave con la que comprenderemos qué se oculta tras los primeros pasos de la apariencia en el discurso del portavoz de turno. Vamos en su búsqueda como si nos hubiesen ofrecido recompensa de gánster, con complejo de Indiana Jones y la información perdida, o la pajarería que sostiene Gabriel Rufián en la cabeza. Lo hemos visto estos días en tertulias, en la radio, en los periódicos, hasta en las vallas publicitarias del metro, o eso creo. Pero me temo estar equivocado, ¿de las vallas publicitarias?, no, de eso. Me temo estar equivocado en que sean los grandes detalles los que nos concedan un segundo de acierto, de profundidad en lo complejo del análisis. Lo diestro es cosa de lo, en principio, insignificante, pasajero, insustancial. Allá donde esté aquello que se escape a la vista de las generalidades, encontraremos la x del tesoro.