La Audiencia Nacional ha liberado a dos hombres, Edrissa Ceesay y Samir Sennouni, presos desde el 27 de diciembre, que fueron engañados por un confidente de la Policía acusados de estar preparando un atentado yihadista en Madrid. La base de la acusación eran unos vídeos que finalmente resultaron ser un montaje de uno de los confidentes. Según el texto del auto de libertad firmado por el juez Santiago Pedraz, “los indicios que apuntaban a que los investigados tenían un corte yihadista se han desvanecido”. Bueno, se desvanecieron desde el inicio, cuando el CNI, o sea, nuestros espías, advirtieron del error y de la calaña del informante.
El 13 de octubre de 1997, tres etarras asesinaron en Bilbao al agente de la Ertzaintza José María Aguirre Larraona. El museo Guggenheim se iba a inaugurar a los pocos días, y los tres etarras –Kepa Arronategi, Ibon Gogeaskoetxea y Eneko Gogeaskoetxea- estaban colocando unas jardineras con granadas y minas que pretendían hacer explotar el día de la inauguración. José María Aguirre se acercó a los etarras tras comprobar que la matrícula de la furgoneta en la que habían transportado los explosivos era falsa, y uno de ellos disparó al agente.
Las terrazas de los bares, las calles, los paseos marítimos, las salas de conciertos, las estaciones, los mercadillos: ahí está hoy el frente.
Sucede tras cada atentado: los portavoces políticos, los periodistas y/o los tertulianos, lanzan sus condenas, sus diagnósticos y sus propuestas. Los hay más audaces, otros son más idealistas, otros más contundentes, pero en general, tanto en los principales medios como en los partidos mayoritarios ha imperado (con excepciones que no alteran esta realidad) una retórica contraria al exabrupto ultra. España es, en este ámbito, un remanso envidiable en un entorno donde pululan con éxito Trump, Le Pen, Orban o Farage. Y eso que desde nuestra entrada en la UE en 1986, España, país de emigración hasta hace escasas décadas, ha vivido uno de los cambios demográficos más envidiables del mundo: la tasa de inmigración llegó a superar el 12% de la población en 2010 (a los que hay que sumar turistas durante todo el año) a la que vez que seguía mejorando una de las cifras de violencia ya de por sí más bajas del mundo.
Incomprensible. Y más aún cuando en primera línea de combate contra el ISIS están los hombres y mujeres kurdos esta vez viejos y jóvenes, madres e hijas. Defendiendo su tierra y acosados desde la retaguardia por el cobarde y vomitivo régimen turco.
«Tuve la suerte de que no me ordenaran matar, porque lo hubiera hecho». La frase la pronunció Mauricio Rojas en la presentación de su libro ‘Lenin y el totalitarismo’. El autor explicó algo en apariencia contradictorio: hubiera asesinado por amor a la humanidad, y eso incluía a las personas a las que les hubiera quitado la vida.
Debajo de ese guardapolvo negro, aparecen los colores de la vida, es un canto a la esperanza y a la libertad. Ella representa la imagen de la lucha de todas esas mujeres que han logrado sobreponerse a la tragedia que asola a países cómo Siria e Irak.
La estampa paternal del bebé acurrucado en los recios brazos del padre, que en otras circunstancias sería conmovedora aquí se convierte en algo tétrico.
En las tertulias y supongo que también en los editoriales en estos próximos días nos recordarán que nos tiene que parecer muy mal aquí en Europa que se hagan esas cosas.