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Mad Cool 2018: lo mejor, lo peor y Arctic Monkeys

El Mad Cool nació como la propuesta musical más ambiciosa de España: una suerte de megafestival a campo abierto, con noria y un cartel plagado de estrellas. La publicidad en este tercer año funcionó bien, se agotaron las entradas, se concretaron citas con bandas que, de no estar aquí, no habrían pasado por España. Las cifras son imponentes: en esta edición se han registrado 80.000 asistentes en los tres días en el suelo de la Feria de Madrid.

Mad Cool 2018: lo mejor, lo peor y Arctic Monkeys

El Mad Cool nació como la propuesta musical más ambiciosa de España: una suerte de megafestival a campo abierto, con noria y un cartel plagado de estrellas. La publicidad en este tercer año funcionó bien, se agotaron las entradas, se concretaron citas con bandas que, de no estar aquí, no habrían pasado por España. Las cifras son imponentes: en esta edición se han registrado 80.000 asistentes en cada uno de los tres días en el suelo de la Feria de Madrid.

Han sido tres jornadas intensas, de luces y de sombras, algunas comentadas y otras pasadas por alto, que vienen a decirnos que para cumplir como festival —y obtener un reconocimiento a la altura— no solo debes cuidar el marketing, los músicos y los decorados, sino también la comodidad de los asistentes.

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Eddie Vedder, cantante de Pearl Jam. | Foto: Jose Sena Goulao | EFE

Lo mejor

La noche llegaba tranquila y entre kilos de confeti —tras la vuelta de Tame Impala a los escenarios un año después— cuando apareció el torbellino de Pearl Jam para sacudirlo todo. La actuación fue heroica, llena de épica, para escribir cuadernos completos. La banda de Seattle, los virreyes del grunge, saltaron al escenario con la misma energía con que lo hacían con 20 años. Eddie Vedder sabe cómo emocionar al público: escribió varias cartas, las leyó en un castellano excusable, con los ojos vidriosos y una botella de vino en la mano: “Me dijeron que en España hay mucha gente loca, y yo adoro la locura”. La conexión con el público fue más allá de lo musical, traspasó cualquier frontera. No es sencillo crear esa comunión en un festival, cuando tu público no está compuesto de incondicionales.

Queens of The Stone Age se aproximó a la fuerza salvaje de Vedder. Josh Homme —líder de la banda— conserva con dignidad ese carácter duro y provocador que pareció perdido con el videoclip de The way you used to do, donde alcanzó cualquier frontera imaginable de patetismo. Homme dejó todo atrás: dio un recital de rock, de encender al público sin una palabra en castellano, de manejar los tiempos y los cuerpos. Y para colmo, Homme se convirtió en héroe popular cuando, canción tras canción y durante todo el concierto, se propuso acabar con el sistema de clases: frustrado por comprobar que la parcela VIP —en la parte frontal derecha— estaba llena de claros mientras el resto rebosaba, llamó a una rebelión justificada. Amenazó con dejar el escenario si los VIP no se implicaban, pidió a seguridad que echara a los que observaban tumbados, llamó al sector izquierdo —en el horizonte no se veía fin— a saltar la valla y tomar la parcela. Finalmente, Homme dio la situación por imposible.

Otro gigante, Nine Inch Nails, conmocionó el mismo sábado cuando todo parecía escrito. La atmósfera pesaba. Trent Reznor se abrió en dos en el escenario: tras hora y media de música desgarrada, de amor y nostalgia, puso fin a su imperio con la canción más hermosa posible, aquella que escribió durante sus años de adicción y tristeza y que muchos interpretaron como una nota de suicidio anticipada: “If I could start again/ A million miles away/ I will keep myself/ I would find a way” (Si puedo comenzar de nuevo/a un millón de millas de distancia/me protegeré a mí mismo/encontraré un camino).

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Varios espectadores durante el concierto de Snow Patrol. | Foto: Victor Lerena | EFE

Lo peor

El Mad Cool se vio sobrepasado. Las colas del primer día fueron insoportables: una hora, dos horas de camino que condujeron a la desesperación, bajo un sol impetuoso en Madrid, con el personal achicharrado. Había kilómetros por recorrer y muchos perdieron los nervios: se revendieron pulseras en el trayecto, se arrancaron vallas para pasar por la fuerza. El problema quedó solucionado en el segundo y tercer día, una vez recuperaron el sistema electrónico para la gestión de las entradas. El problema tuvo su réplica, sin embargo, en la hora de la salida: los taxistas protestaron por la parada que les proporcionó el festival, donde los clientes tenían que esperar hasta 40 minutos para conseguir un coche. Y claro, la pregunta viene sola: con la cantidad de taxis que hay en Madrid, ¿por qué no quedó previsto antes?

Asimismo, los asistentes lamentaron que el estado de la cobertura móvil fuera tan pobre, en algunos casos la conexión fue imposible durante toda la noche. Tampoco se libraron los datáfonos, que fallaban con constancia. Con todo, en las barras no fue el único problema: la escasez de vasos les obligó a dosificarlos, los tiempos de espera —tan penosamente breves entre conciertos, sin tiempo material para desplazarse de un escenario a otro sin perder una parte del espectáculo— eran eternos. Todo guardaba un poso de improvisación, de salvar la situación en el momento. No bastó para mejorar la calidad del sonido del segundo escenario en importancia, el Madrid te abraza, que contrastaba enormemente con el del Mad Cool Stage: con ello tuvieron que lidiar bandas como Tame Impala o Depeche Mode, que no pudieron sobreponerse al condicionante.

Al menos se resignaron, siguieron adelante. El fiasco de Massive Attack fue de época. Los británicos decidieron no entrar en el escenario alegando que el sonido de Franz Ferdinand llegaba hasta su recinto. La organización asegura que les propusieron otra franja y que ellos la rechazaron. En cualquier caso, tardaron demasiado en notificarlo. Cientos de asistentes esperaron con diligencia durante más de una hora hasta que descubrieron por sí mismos que allí no iba a ocurrir nada.

Sin embargo, en el pequeño escenario de Radio Station, simultáneamente, Black Pistol Fire dio un espectáculo salvaje, con el público enfervorecido. Tanto es así que, cuando terminó el concierto, clamó por una canción más. Ellos volvieron, quisieron reanudarlo con la emoción en sus ojos, pero los organizadores no lo permitieron: el dúo discutió airadamente con ellos con los gritos del gentío de fondo. Luego se disculparon y la despedida se pudo escuchar desde el fondo contrario del recinto: “F*ck Mad Cool”.

Por último, como dijo Josh Homme a su modo, la gestión de las parcelas VIP fue un desastre: ¿cómo explicarse que un cuarto de suelo de los grandes conciertos esté reservado y apenas lo ocupe una centésima parte de los asistentes? Las imágenes eran reveladoras: si bien los directos eran masivos, ahí en medio, en una posición privilegiada, permanecía un enorme vacío. Homme hizo bien llamando a las armas: puso el problema sobre la mesa.

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Alex Turner, cantante de Arctic Monkeys. | Foto: Victor Lerena | EFE

Las decepciones

Escribí el viernes un tuit cargado de sinceridad y cierto fanatismo: el secreto mejor guardado es Kevin Morby y Arctic Monkeys decepcionará a los devotos. El magnífico Morby, que actuó ante un par de cientos de personas y a media tarde con las letras MONKEYS a sus espaldas —el cantautor decidió tomarlo a broma y presentar a su banda como The Monkeys—, demostró que necesitaba una franja mejor. Lo mismo sucedió con Wolf Alice el sábado, a las seis de la tarde, con un directo extraordinario y fugaz: apenas 40 minutos de los 45 previstos.

Arctic Monkeys volvió a demostrar que la vitalidad de sus álbumes nunca llega a los escenarios. Su pasión guarda un aire de impostura, no hay conexión con el público, Alex Turner vive en un estado constante de sobreactuación: los Arctic Monkeys subsisten sin pulso y el aburrimiento se percibe en sus caras.

Del mismo modo, Jack White ha perdido su fuerza. Tuvo un nivel impropio, se convirtió en un cliché de sí mismo y confirmó que su verdadero potencial lo consigue lejos de la palabra Jack: su carrera en solitario no resiste a una comparación con The White Stripes, The Dead Weather y The Raconteurs.

La última decepción la protagonizó la banda australiana Jet, que actuó el sábado. El público respondió con entusiasmo a su concierto: se separaron hace cinco años y su regreso sigue reciente. Sin embargo, fueron tan enérgicos como breves. Pactaron 65 minutos y actuaron 50. Los asistentes creyeron que su salida del escenario se trataba de una clásica broma, que volverían tras un minuto de espera. Pero lo cierto es que los únicos que volvieron al escenario fueron los operarios, con sus cascos de color rojo, y volvieron para desmontarlo.

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