Pine Ridge: el espejo en el que Estados Unidos no quiere mirarse
La reserva india de Pine Ridge es uno de los lugares más pobres de Norteamérica; la tasa de paro roza el 90%, el alcoholismo afecta al 80% de sus habitantes y la esperanza de vida rara vez supera los 50 años.
En la tarde del 28 de diciembre de 1890 un destacamento del Séptimo de Caballería que recorría las grandes llanuras se topó con una partida de indios lakota (los sioux para el espectador de cine Western) en las proximidades de un pequeño arroyo conocido como Wounded Knee.
El oficial al mando dio el alto al grupo de indios –unos 350 en total; la mayoría mujeres y niños– y en cuanto reconoció a su líder, un jefe guerrero llamado Si Tanka, decidió ponerlos bajo vigilancia. Si Tanka, a fin de cuentas, aparecía en las listas distribuidas por la Oficina de Asuntos de Nativos Estadounidenses como un alborotador; uno de los culpables de que el Oeste no estuviese todavía pacificado. Lo que el oficial del Séptimo de Caballería ignoraba es que aquel 28 de diciembre de 1890 el jefe indio ya había arrojado la toalla. Tras escuchar lo que le había sucedido unas semanas antes al mítico Toro Sentado, muerto de un disparo durante su arresto, Si Tanka había decidido marchar con su gente hacia un pueblecito llamado Pine Ridge con la intención de aceptar las condiciones del gobierno estadounidense y poder vivir el resto de sus días en paz.
Al caer la noche el militar obligó a los indios a acampar en un pequeño llano y ordenó a sus hombres formar un perímetro de seguridad en torno al campamento para que ningún lakota tratase de escapar aprovechando la oscuridad. Y como no terminaba de fiarse, también desplegó dos ametralladoras Hotchkiss en una colina cercana con los cañones apuntando hacia el grupo de nativos. A la hora de lidiar con Si Tanka –debió de pensar el oficial– toda precaución es poca.
La noche pasó de manera muy diferente para unos y otros. Las gentes de Si Tanka tenían miedo; se preguntaban si entre aquellos soldados del Séptimo de Caballería había algún veterano de la batalla de Little Bighorn, cuando un ejército compuesto por lakotas, cheyennes y arapahoes se había enfrentado, y vencido, a la misma unidad que ahora les custodiaba a ellos. Pero según cuenta la investigadora Roxanne Dunbar-Ortiz, autora de La historia indígena de Estados Unidos (Capitán Swing), los estadounidenses no importunaron a los indios durante la noche. Lo que sí hicieron fue darse al whisky y desplegar, ya en la madrugada, dos ametralladoras Hotchkiss más. Por si las moscas.
Lo que sucedió al salir el sol varía según las versiones pero todo apunta a que, tras repartir raciones de desayuno, el oficial al mando del Séptimo de Caballería ordenó a los lakota desprenderse de sus armas, los lakota entregaron sólo una parte de las mismas y el oficial al mando, en consecuencia, ordenó a sus hombres cachear a los indios y registrar sus pertenencias. Fue durante uno de estos cacheos, a un guerrero con sordera llamado Coyote Negro muy apegado a un rifle que había comprado recientemente, cuando sobrevino un forcejeo durante el cual hubo un disparo al aire que provocó que los militares estadounidenses abriesen fuego de forma indiscriminada sobre los lakota. Si Tanka fue de los primeros en caer, y tras él murieron acribillados 90 de sus hombres y 200 mujeres y niños.
Quienes sobrevivieron a la masacre lo hicieron de mala manera; muchos habían recibido disparos y sufrían heridas de gravedad. El Séptimo de Caballería decidió meterlos en un carro y trasladarlos a una iglesia cercana en cuya puerta podía leerse: “PAZ EN LA TIERRA Y BENEVOLENCIA ENTRE LOS HOMBRES”. Varios de los supervivientes, los que ingresaron en peor estado, murieron a los pocos días. El doctor que atendió su dolor, Charles Eastman, declaró posteriormente que lo que vio esa noche le produjo escalofríos.
El suceso fue recibido con bastante alegría y no poca satisfacción en Washington. Es cierto que la distancia –entre Wounded Knee y la capital de Estados Unidos hay 2.500 kilómetros– tiende a matizar los aspectos más espantosos del dolor humano, pero la euforia de los gobernantes norteamericanos también bebía de una convicción: que la muerte de Si Tanka daba por fin, y de una vez por todas, carpetazo a décadas de resistencia india en el noroeste del país. El clima de celebración fue tal que el Congreso decidió condecorar con la Medalla de Honor a los 20 soldados que más bajas causaron entre los lakota aquella mañana.
Tuvieron que pasar 99 años y diez meses para que las autoridades estadounidenses emitiesen una disculpa. Fue el 29 de octubre de 1990. El mensaje: “Lo sentimos mucho”. Las disculpas, tal y como señala la noticia del New York Times que da cuenta del hecho, no contemplaron ningún tipo de reparación para los descendientes de la tragedia.
* * *
Hoy Pine Ridge –el pueblecito hacia el que se dirigía Si Tanka cuando fue interceptado por el Séptimo de Caballería– y Wounded Knee –como ha pasado a llamarse el lugar de la masacre– coexisten en un mismo lugar: la Reserva India de Pine Ridge. Hablamos de un territorio que, con sus 9.000 kilómetros cuadrados, ocupa una parte sustancial del suroeste de Dakota del Sur. Para comprender sus dimensiones se puede coger un mapa de Estados Unidos; Pine Ridge sería algo más extensa que los estados de Delaware y Rhode Island juntos o equivalente, más o menos, al estado de Connecticut.
Uno podría pensar que con semejante extensión y el grado de autonomía del que gozan las reservas –no dependen del estado que las acoge sino de la Oficina de Asuntos de Nativos Estadounidenses, están presididas por sus respectivos consejos tribales y cuentan con su propia policía–el pueblo lakota ya ha sido convenientemente ‘reparado’ por lo sucedido con un puñado de los suyos en 1890. Pero ese sería un pensamiento atrevido.
Los 9.000 kilómetros de la reserva están poblados por entre 20.000 y 40.000 personas (el hecho de que el cálculo se base en aproximaciones da una idea de la precariedad imperante) que, en conjunto, ofrecen varias de las estadísticas más deprimentes de Estados Unidos. A saber: el lugar arrastra una tasa de desempleo del 90%, sus ingresos medios no llegan a los 4.000 dólares anuales, la mitad de sus habitantes vive por debajo del umbral de la pobreza, el 80% padece alcoholismo y la esperanza de vida no sólo es la más baja del país sino también del Hemisferio Occidental si exceptuamos Haití. En Pine Ridge los hombres se mueren a los 48 años y las mujeres a los 52. A este panorama hay que añadir un clima complicado, unas infraestructuras deficientes, un buen puñado de suicidios cada poco tiempo, brotes de violencia pandillera surgida del tráfico de drogas y un historial de crímenes sin resolver más propio de un Estado fallido que de la primera potencia mundial.
Pine Ridge es, en definitiva, uno de los rincones más siniestros de América.
* * *
Según los datos de la Oficina del Censo, en la actualidad sólo 2,5 millones de estadounidenses, en torno al 1% de la población, son ‘completamente’ nativos. De ese total, más de la mitad ha dejado atrás las reservas para intentar llevar una vida algo más digna en las grandes ciudades o en el ejército.
Cuando un periodista se acerca a Pine Ridge y se pone a charlar con las personas que se han quedado es frecuente que la conversación termine dando vueltas en torno al concepto de “culpabilidad”. ¿Quién o qué causa un drama semejante?
No es una respuesta fácil. Muchos expertos señalan que el problema viene de lejos y que conviene mirar a la segunda mitad del siglo XIX, cuando el sistema de reservas alcanzó su apogeo, para comprender que estos lodos vienen de los polvos esparcidos durante la colonización del Oeste. A fin de cuentas, las reservas no fueron sino la medida estrella de una política de asimilación forzosa para unos pueblos indios cuya estructura y organización respondían a otro tipo de vida. Las reservas, en muchos casos, impusieron el sedentarismo a quienes hasta ese momento, y durante siglos, se habían comportado como nómadas. Las reservas también impusieron el cristianismo, que generó una crisis existencial gravísima en unas gentes extremadamente apegadas a sus tradiciones. Y quizás la mayor injerencia de todas: el sistema de colegios internados pensado para que los niños indios creciesen lejos de sus familias y pudiesen, así, ser educados en el sistema y las costumbres anglosajonas sin la intervención de sus mayores. Un sistema que incluía “experiencia laboral” en los meses de verano y la convivencia con familias blancas en los días libres para mantener a padres e hijos separados durante años. No pocos académicos, entre los que destacan David Wallace Adams y Tabatha Toney Booth, han investigado este fenómeno y expuesto sus consecuencias. Es, en fin, un proceso histórico que todavía define el presente; en muchas reservas las familias desestructuradas siguen siendo la norma, no la excepción.
Otro factor histórico que repercute en la situación actual es la violación de los acuerdos territoriales firmados en su momento. El caso de Pine Ridge es paradigmático. Durante décadas los diferentes gobiernos estadounidenses se dedicaron a ceder tierras de los indios a empresas privadas o directamente a los estados. Esto no sólo se percibió como una falta de respeto –algunas de las tierras cedidas eran lugares sagrados para los lakota– y un atentado contra la prosperidad de la reserva –las tierras cedidas solían ser las más rentables en términos mineros o agrícolas–, sino que también trajo la enfermedad crónica que todavía hoy arrastra el lugar: el alcoholismo. Porque en muchas de esas tierras cedidas surgieron enclaves que enseguida vieron en la depresión de sus vecinos indios un gran negocio. Pueblitos como Whiteclay, fundado después de que en 1904 el presidente Theodore Roosevelt le quitase 130 kilómetros cuadrados a la reserva, muy pronto basaron su existencia en la venta de alcohol a los habitantes de Pine Ridge aprovechando que el consejo tribal había prohibido el comercio y consumo de licor dentro del territorio. Un estudio llevado a cabo en 2010 desveló que los comercios de Whiteclay vendían una media de 13.000 latas de cerveza al día. En el pueblo sólo viven 14 personas.
Muchos lakota opinan que hoy en día el lugar permanece dejado a su suerte –las inversiones públicas son mínimas– porque, honestamente, ¿a quién le importa? Son una población residual, ahogada en alcohol y que no tiene ninguna influencia en la política estatal. De la nacional directamente ni se habla, claro. Un reportaje realizado por la cadena Al Jazeera poco antes de las elecciones presidenciales de 2016 revela la apatía con la que los habitantes de Pine Ridge vivieron los comicios más intensos de las últimas décadas.
(En el principal condado de la reserva, Oglala Lakota, Hillary Clinton obtuvo el 86% de los votos frente al 8,3% conseguido por Donald Trump. Es uno de los pocos lugares en el Medio Oeste que aparece pintado de azul en los mapas electorales de aquella contienda. No obstante, la participación fue muy discreta; menos de 5.000 personas acudieron a las urnas.)
En cuanto al consejo tribal encargado de velar por el bienestar de la comunidad lakota, en el mejor de los casos hace lo que puede, que no suele ser mucho, y en el peor se convierte en el principal problema de la reserva. Como cuando en los años 70 un líder tribal llamado Dick Wilson comenzó a utilizar su poder para favorecer a familiares y amigos. Al ser criticado por ello, Wilson no sólo no dejó de hacer lo que estaba haciendo sino que decidió utilizar los fondos públicos para montar una milicia privada con la que acallar las críticas. La llamó Guardianes de la Nación Oglala. Entre 1973 y 1976 más de medio centenar de opositores a Wilson –rivales políticos y activistas pro Derechos Humanos incluidos– murieron de manera violenta en Pine Ridge.
* * *
Tres días después de la masacre de Wounded Knee apareció por el lugar un grupo de guerreros lakota. Se habían enterado de lo sucedido y querían ocuparse de los muertos; darles una sepultura digna. Sin embargo, al acercarse a la vera del arroyo escucharon algo parecido a un gemido. Un gemido débil pero constante. Cuando descubrieron de dónde venía se quedaron de piedra: era una recién nacida. Había sobrevivido todo ese tiempo gracias al cuerpo inerte de su madre, que hacía las veces de refugio. Los guerreros indios decidieron llamar a la niña Zintkala Nuni. Pájaro Perdido.
Cuando la historia llegó a oídos de los estadounidenses el general Leonard Colby y su esposa, la sufragista Clara Colby, decidieron adoptarla. Los Colby se desvivieron por la cría; la colmaron de atenciones y lo dispusieron todo para que tuviese la mejor educación posible. Sin embargo, Pájaro Perdido nunca terminó de adaptarse a sus padres adoptivos. La muchacha desarrolló problemas de comportamiento debido, probablemente, a una crisis de identidad que ellos, con todo su dinero y todos sus contactos, no podían paliar de ninguna manera.
A los 16 años de edad, Pájaro Perdido se marchó de casa. Primero acompañó a Buffalo Bill y su famoso show del Oeste. Su intención era recorrer el país y aprovechar los días muertos entre funciones para visitar reservas indias y reconectar, así, con su verdadera identidad. Sin embargo, la muchacha se dio de bruces con la realidad: no entendía el idioma lakota –ni ninguna otra lengua india– y no reconocía la cultura ni las costumbres de quienes habitaban esos lugares. Terminó cayendo en una profunda depresión que la llevó a una vida disoluta –se casó varias veces y tuvo un hijo varón que dio en adopción– en California. Hasta que el 14 de febrero de 1920 alguien se la encontró muerta. Había sucumbido a una enfermedad venérea. Tenía 29 años.
Su historia bien puede ayudar a entender la de su pueblo.
–
Foto de portada: Jefes indios que negociaron con el General Miles el final de la ‘Guerras Indias’: 1. Standing Bull, 2. Bear who looks back running, 3. Has the big white horse, 4. White Tail, 5. Liver Bear, 6. Little Thunder, 7. Bull Dog, 8. High Hawk, 9. Lame, 10 Eagle Pipe. | Fotógrafo: John C.H. Grabill vía The Beautiful Pine Ridge Reservation Facebook