¿De qué habla Cayetana Álvarez de Toledo cuando habla de guerra cultural?
Nos acercamos a la guerra cultural prometida por Cayetana Álvarez de Toledo de la mano de Miguel Ángel Quintana Paz, Daniel Gascón y Pablo de Lora
No es un asunto sencillo; es difícil trazar dónde comienza y dónde acaba. Pero partamos desde algún lugar: Cayetana Álvarez de Toledo se acercó el lunes a la prensa, herida y decidida, con actitud y sin mascarilla. Pero nerviosa. Impecable para la foto: camisa de lino azul –con mangas recogidas hasta los codos–, pantalón blanco y liso, media sonrisa –jamás completa–, ¿dijimos lo de la mascarilla? Pero nerviosa. Se acercó a la prensa y explicó lo que unas horas atrás descubrimos: Casado ya no la quiere como portavoz en el Congreso. Cayetana esgrimió los motivos de su despido: su heterodoxia sin complejos, su respaldo al Gobierno de concentración, su ímpetu por librar una guerra cultural que no le quita el sueño al líder. La cosa era insostenible; tendrá Casado sus motivos, aunque sigue prometiendo —a su manera— que no ha perdido el interés por la batalla.
«No sé muy bien qué quiere decir Casado cuando habla de la guerra cultural, ni estoy muy seguro de que él lo sepa», bromea Daniel Gascón, editor de Letras Libres en España y autor de Un hipster en la España vacía. «Entiendo la incomodidad que se puede sentir si eres un líder inseguro o al que no le va bien, y más teniendo un segundo con una personalidad propia y que parece más brillante que tú. Hay que tener mucha seguridad o ser muy listo para tolerar esa presencia».
Deslizaba Cayetana que a Casado no le quita el sueño la guerra cultural, ni por la noche ni por el día. Y, sin embargo, a nadie se le escapa que es un asunto que a ella le obsesiona. ¿Por qué? Antes de aportar la respuesta del filósofo Miguel Ángel Quintana Paz, que ha pensado y escrito largo y tendido sobre el asunto —en artículos como ¿Qué queremos decir cuando decimos que estamos en una batalla cultural? o Lo que la derecha no entiende de la izquierda actual, en The Objective, y en ¿Por qué odia la derecha a sus intelectuales?, en El Español—, vamos a responder a la cuestión de marras: ¿qué podemos reconocer como guerra cultural? Aporta una definición Pablo de Lora, profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de la casa: «La expresión guerra cultural es desafortunada por poco ilustrativa, es decir, se trata de una literal traducción de un concepto que ha hecho fortuna sobre todo en los Estados Unidos (culture wars) y que exige mucho contexto para capturar su significado pleno».
Así que resume ese contexto: «Para empezar, su raigambre alemana de finales del XIX y cómo de esa colisión entre los valores religiosos y la cultura secular cabe hoy entender, de la mano de Gramsci, la tesis de acuerdo con la cual hay que ganar hegemonía en la cultura, es decir, en las formas de producción de sentido, las expresiones artísticas de todo tipo como antesala de la conquista en el terreno político». Un ejemplo evidente que pasa por nuestras cabezas: Hollywood. O, en general, el modo en que Estados Unidos comprendió la importancia del cine, el arte contemporáneo, la literatura, etcétera, para establecer esa hegemonía cultural. Pero no nos desviemos.
Quintana Paz conoce bien y de primera mano los motivos de la obsesión de Álvarez de Toledo por la guerra cultural: «Había ciertos consensos de fondo que solían tener nuestras democracias y que se han roto, y ahora hay que ir a ese campo que es nuevo y no estamos acostumbrados [la derecha y la centroderecha] a batallar en él. Esa discusión de hacia dónde se llevarán los nuevos consensos es una guerra».
Y amplía: «Había ciertos consensos sobre la neutralidad de la justicia, la neutralidad del periodismo —que se movía por la búsqueda de la verdad, que no era una mera correa de transmisión—, la independencia del campo intelectual y de la universidad —dedicada al saber y no a las campañas—, de la cultura —un premio de narrativa se tendría que dar al mejor narrador, no al narrador que mejor habla del Gobierno—, etcétera. Es verdad que los campos neutrales siempre están disputados, pero más o menos se entendían como tales. Eso, en los últimos años, se ha roto o se está rompiendo, a mi juicio, por parte de la izquierda, que sostiene que todo es político. Una vez aceptas ese eslogan, los campos neutrales son ridículos y son falsos: hay que dejar de pensar que existen. En la cultura, en la judicatura, en la universidad, en la intelectualidad… esos son campos de batalla y además son izquierdistas».
Esta visión conecta bien con las ambiciones de una sección de la derecha dispuesta a hacer la guerra cultural contra la izquierda. Una sección que se anima a formular una sólida y culta alternativa a la izquierda. Una sección con poca influencia en Génova, también es verdad. Génova prefiere delegar en la izquierda el dominio de la cultura porque lo suyo es la gestión y llevar las cuentas.
Quintana Paz considera que es una estrategia equivocada: «En una sociedad donde hay tantísimo juego de ideas, donde un señor perdido en la sierra puede tener 30.000 seguidores en Twitter —y que sus ideas, que antes quedaban entre él y sus ovejas, ahora las leen decenas o cientos de miles de personas—, abstenerte de esa batalla o considerarla secundaria es absurdo. Eso ha cobrado tal valor en nuestras vidas que va a permitir, y este me parece el quid de la cuestión, que desde ahí se vaya a juzgar la gestión. Los memes, las ideas, lo que ha dicho tal narrador o tal profesor de universidad, lo que dicen los periodistas. Muchas personas van a ir con ese cargamento para valorar tu gestión. Por muy buen gestor que te presentes, no lo van a ver así. La derecha que se va hacia ese exclusivo terreno de la buena gestión se va hacia un criterio que está ocupado también por la izquierda».
¿Qué puede hacer la derecha al respecto? Lo que propone Quintana Paz es una versión dura del planteamiento de Cayetana: meterse con todo en la guerra, ocupar esos territorios para luego liberarlos: «A diferencia de los otros, que se los quieren quedar». Por eso le divierte que acusen a la exportavoz de radical, de escorada, cuando la interpreta más bien moderada: más cercana a la socialdemocracia; en la derecha, vale, pero a la izquierda.
Gascón coincide con el diagnóstico del conductor de nuestro Café vienés: «Creo que la batalla cultural tiene que ver con un enfrentamiento no sólo por lo material, sino por cuestiones simbólicas y de sentido de vida. Sí, podemos pensar que la izquierda ha sido más hábil en plantear algunas de las discusiones y que la derecha siempre va por detrás, jugando en el campo de la izquierda».
Pero recela de una derecha abanderada: «No creo que toda la derecha esté tan comprometida con la libertad de expresión o con el debate. Es cierto que están estas tendencias intolerantes en la izquierda y que hemos tenido ejemplos de cultura de la cancelación, como el boicot a Pablo de Lora. Pero si tenemos que hablar de las restricciones a la libertad de expresión más claras, esas son la Ley Mordaza y el uso torticero o fuera de lugar de la ley contra el terrorismo. Es verdad que tampoco el PSOE ha cambiado la Ley Mordaza. Pero tampoco sé si la derecha se iba a convertir muy rápidamente en adalid de la libertad de expresión. Sería bueno porque es una buena causa y se podrían sumar otros, pero no lo veo tan sencillo».
***
Uno de los mejores artículos sobre el adiós de la exportavoz popular lo escribió David Mejía —vaya por Dios, precisamente en este periódico— y detectaba con precisión a los enemigos culturales de Cayetana: la derecha radical, la izquierda postmoderna y el nacionalismo. Eso alude a Vox, con quien han tratado de involucrar a Cayetana, por lo que sea. Tanto el partido verde como Podemos —que tiene leído y releído a Gramsci— se han metido en esta guerra desde el principio, se la han tomado muy en serio. «No pueden renunciar a dar esas batallas con el expediente de cobijarse en la experiencia de gestión», comenta De Lora, matizando que no quiere decir con eso que «la buena gestión o la política pública basada en evidencias no sea importante». Ambos conocen la influencia de la televisión; ambos conocen el poder de las redes; ambos responden con eficacia al siglo de los tiempos.
Quintana Paz observa que Vox, que apenas lleva un año en el escaparate público, está armándose mejor que los populares: con una escuela de negocios, con asociaciones afines, con un sindicato: «Están empezando, tienen de todo, incluso cosas muy raras… pero se lo toman en serio, también el intelecto». Y ¿qué hay del PP? «La importancia que se da en el ámbito de la centroderecha al desarrollo de ideas es asombrosamente nula», explica. «Tú les dices que se fijen en el PSOE, por ejemplo, por no ir a Podemos. Fíjate en la cantidad de chiringuitos que tiene, en cómo enseguida monta cosas de todo. Tienen unas terminales en el ámbito de la cultura, de las universidades, de lo académico… que están a pleno funcionamiento continuo».
Y concluye: «¡El PP no tiene nada! Bueno, cuatro señores en FAES. Y Ciudadanos no tiene ni el equivalente a FAES. Por eso digo que tienen que crear espacios o sitios donde haya gente que piense más o menos en términos de centroderecha. Pero la derecha teme que esos chiringuitos sean críticos con ellos mismos». Algo que viene de lejos: como relata, Franco llegó a rechazar que Ortega le escribiera los discursos. «No se fíe de los intelectuales», le dijo a Rocamora.
***
La entrevista que Cayetana Álvarez de Toledo concedió al diario El País, según sus palabras, fue definitiva para sus intereses; tanto que fue su última entrevista como portavoz. En sus páginas leímos: «Hay un terreno nuevo y fértil para un partido que defiende la libertad y la igualdad: el de la batalla cultural. Cada vez son más las voces de la socialdemocracia, progresistas, ilustradas y modernas que se alzan contra la espiral identitaria. Que rechazan la deriva reaccionaria emprendida por las élites de izquierdas a finales de los sesenta y que hoy se expresa mediante la discriminación, la intolerancia, lo que ahora llaman cancelación. El PP tiene que ensancharse a esas voces y liderar el gran espacio español de la razón».
Apela al espacio común, de mínimos, de consensos —como dice Quintana Paz—. Menciona la «espiral identitaria» y la cultura de la cancelación, esa religión sin las virtudes de las religiones —como dice Gascón— que Pablo de Lora conoce de primera mano. Porque el pasado diciembre sufrió un boicot en un seminario sobre cuestiones de género en la Pompeu Fabra de Barcelona: un profesor alimentó el escrache, unos activistas interrumpieron el acto, le acusaron de tránsfobo y machista. Todo a cuento de una opinión sobre la sentencia de la Manada, un libro llamado Lo sexual es político (y jurídico) y el título de su ponencia: ¿Cómo es ser un trans? Cuatro paradojas de la identidad de género. Sin ser él trans. Todavía recuerda el suceso con amargura: «Fue muy frustrante y, aunque muchos de mis colegas me apoyaron plenamente y estuvieron a la altura, hubo otros que por acción u omisión me decepcionaron». La guerra contra la cultura de la cancelación, que protagoniza «esa gente que está matizando mucho qué es la libertad de expresión» [Gascón dixit], también es parte de la guerra cultural y va más allá de la izquierda y la derecha.
Antes mencionábamos el artículo de Mejía; de aquel podemos extraer esta cita: «Antes de preguntar si alguien está a la derecha o a la izquierda, siempre compruebo si está a favor o en contra de la Ilustración, y Cayetana está con las Luces. Si ha agitado los cimientos de la discusión pública no ha sido por su radicalidad, como dicen algunos, sino por valentía y afán de verdad».
El cese de Cayetana, pues, tiene una carga simbólica. «Puedes estar de acuerdo o en desacuerdo con ella con determinadas cuestiones, pero siempre defiende unos principios que son ilustrados», argumenta Gascón. «En algunas de esas cuestiones entra su rechazo al nacionalismo, tanto catalán y vasco como de Vox, y tiene una visión ilustrada, universitaria, vinculada a la ciudadanía». Pablo de Lora cree que su despido significa un «fracaso» para la deliberación colectiva y una «tragedia» por ser «una de las voces que con más firmeza se ha pronunciado contra el nacionalismo etnicista»: «Más allá de lo que cada cual pueda pensar sobre lo que piensa Cayetana, o sus posibles excesos verbales en momentos puntuales, se trata, tal vez, de la parlamentaria más brillante que ha pisado el Parlamento en los últimos tiempos».
Y por ir cerrando: a los tres entrevistados les planteé una pregunta final y luego otra: ¿es una quimera que se acabe imponiendo la razón sobre la persecución? Siendo lo razonable, ¿es lo posible? Quintana Paz es el más pesimista. «Es una quimera», responde. «Estos tiempos vienen duros. Y, como son duros, no tiene sentido actuar como en los buenos». Gascón tampoco es optimista; le preocupa el potencial de la cultura de la cancelación por su carácter «generacional». Y Pablo de Lora no es que envíe un mensaje color de rosa. Pero, bueno, en cierto modo anima a la resistencia: «No podemos vivir sin pensar que no es posible. Así de simple».