THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

¿Qué queremos decir cuando decimos que estamos en una guerra cultural?

Prontuario de cinco puntos para la batalla

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¿Qué queremos decir cuando decimos que estamos en una guerra cultural?

José M. Rincón

Ha tiempo que se combate una pugna épica en nuestras televisiones, nuestras escuelas, nuestros parlamentos y nuestras calles. La contienda es tan estruendosa que raro es el convecino al que no le hayan arribado nuevas de sus fragorosos envites. La llaman “guerra cultural”. Pero ¿qué significa esta expresión? Quizá este pentálogo acierte a despejar un tanto el entuerto.

1.

Ante todo, no confundamos la guerra cultural con la propaganda política de toda la vida. Ya entre las ruinas de Pompeya se halla publicidad de candidatos al cargo de edil; pero hoy enfrentamos algo bien distinto a esos grafitis. Intentar convencer a los demás de las bondades de tus ideas o candidatos es tan viejo como la democracia; pero una guerra cultural nos coloca en otra esfera. Por mucho que a veces se utilice a artistas o “gente del mundo de la cultura” en tales campañas, o se presenten manifiestos con sus firmas, la guerra cultural es otra cosa.

Tampoco, diga lo que diga la Wikipedia, cabe equipararla con la vigencia en nuestros debates políticos de asuntos morales. Estos siempre han estado ahí (aunque, lógicamente, hayan ido variando: el divorcio fue cosa de ardorosos debates en la Italia de los 70 o la España de la Transición; hoy ya apenas los suscita ni allá ni acá). La guerra cultural es algo más espinoso.

2.

Las guerras culturales se dan en un ecosistema muy bello, pero a la vez muy frágil: las democracias liberales. Es decir, aquellos países que no se conforman con que gobierne como guste quien consiga más votos, pues saben que eso equivaldría a padecer a un tirano tras otro. En una democracia liberal se ha decidido acotar un terreno neutral, que no debe alterarse sea cual fuere el gobernante elegido.

Cuando los expertos en leyes hablan de este asunto suelen pensar en ese terreno habitado por los derechos fundamentales: por eso el jurista Garzón Valdés los etiquetó como un “coto vedado”. También suelen incluir ahí los procedimientos generales que señala una Constitución, o ciertos puestos que no se eligen por votación (entre nosotros, los jueces o el rey).

Pero la verdad es que también se espera que haya una cierta neutralidad en espacios que no tienen que ver directamente con el Derecho. Por ejemplo, se tiene la expectativa de que la educación pública no se emplee para adoctrinar en las ideas del partido dirigente de turno. También se presupone que los periodistas serán de opiniones plurales, buscarán controlar al poderoso y no se limitarán a ejercer de correveidiles suyos. Del mismo modo, cuando vamos a una iglesia, sinagoga o mezquita esperamos escuchar prédicas espirituales, no obsecuentes con uno u otro político triunfante. Y si compramos pan quizá queramos charlar sobre su masa madre o el chaparrón que hoy ha caído, mas no aguardamos que la panadera vaya a soltarnos un sermón ideológico. Parejamente, nos defraudaría que se dieran premios literarios solo a escritores afectos a una ideología, o que se adquiriesen esculturas para nuestros parques solo de artistas con ciertas opiniones.

Dicho de otro modo, hay una inmensa cantidad de ámbitos de nuestra vida que las personas razonables queremos independientes del partidismo. A veces abarcan incluso toda una edad: preferimos mantener a la infancia ajena a los vaivenes politiqueros. O a la Historia: nos resultaría rocambolesco tener que decidir si Trajano era más del PSOE o del PP, si Duns Escoto era más de Vox o de Podemos. Saber mimar ese espacio no politiquero es parte de lo que significa “tener una cultura democrática”.

Sin embargo, decimos que estamos en una guerra cultural cuando se ha roto el pacto (a menudo, tácito) que protegía esos espacios de la manoseante injerencia de los políticos y de lo político. Al igual que antaño los imperios rompían hostilidades conquistando algún país neutral aledaño, hoy se desata una guerra cultural cuando un grupo político decide lanzarse a la conquista de esos cotos que los demás esperaríamos independientes.

3.

Naturalmente, esos ámbitos independientes nunca fueron independientes del todo y nadie en sus cabales creería posible una neutralidad absoluta de jueces, educadores, periodistas, jurados de premios nacionales o historiadores. Pero al menos antaño llegó a cundir cierto empeño entre ellos por, como mínimo, aparentar cierta imparcialidad. Y a veces el mejor modo de fingir algo es, de hecho, practicarlo.

Ese delicado pacto se fue al traste desde el momento en que proliferó entre la izquierda la que es hoy una de sus frases favoritas: “Todo es político”. Como todo es político, introduzcamos sin complejos la política en la educación de los niños. Hay profesores convencidos de que su misión en el mundo es impedir que sus alumnos voten a este o aquel partido. (Spoiler, queridos colegas docentes: sale mal, los alumnos no van a clase esperando que les marquéis el sendero luminoso de vuestras propias preferencias). Como todo es político, usemos la televisión, los periódicos o las agencias de verificación (públicos o subvencionados) para promover nuestra agenda partidista con descaro. También la historia, claro está: coqueteemos incluso con la idea de castigar a quien no la narre como a nosotros nos gusta contarla. Como todo es político, leamos novelas pensando solo en qué tipo de votante pueden suscitar; premiemos a los artistas solo en función de la propaganda más o menos sutil que hagan de nuestra ideología; aupemos a cátedras o repartamos portadas sopesando solo cuán ortodoxo es un intelectual según nuestros dogmas.

Ni siquiera los jueces quedan libres de este asedio. Ya se han propuesto en España cursillos con los que aleccionarles cuando lleguen a sus manos “cuestiones de género”, con el fin de que sentencien de preferencia como los políticos izquierdistas han decidido a priori que se debe sentenciar cuando el acusado es un varón. De hecho, se ha expresado sin recato la idea de que la presunción de inocencia en este tipo de asuntos constituye una mera antigualla a abolir. Todo es político, así que algo tan importante como las sentencias no nos lo íbamos a dejar escapar. Recordemos además que de “todo” viene el adjetivo “total”; y de este, en política, “totalitario”.

4.

Mientras la izquierda emprendía este Blitzkrieg sobre toda nuestra cultura, ¿qué hacían los políticos de derecha? Digamos para resumir que su reacción ha tenido similar eficacia que la del ejército polaco ante el Blitzkrieg originario, el de 1939.

Contaba Guillermo Gortázar que le sugirió en su día a Jesús Posada, figura destacada del PP, dar la batalla cultural desde la derecha; a lo que este respondió que ese campo lo daban por perdido para la izquierda, y que ellos se conformaban con ofrecer una mejor gestión. El pobre Posada ignoraba (quizá por esta dejadez suya por cuanto se allegara más allá de cuadrar cuentas) que, si has perdido por completo el terreno de lo cultural, te has quedado también sin poder de determinar qué entenderá la gente por “mejor gestión”. De hecho, es sabido en politología que los votantes a menudo votan en contra de sus intereses: los ideales arrastran mucho más a la gente (especialmente si tiene sus necesidades básicas cubiertas) de cuanto sospechan quienes creen que votamos a nuestros diputados como si eligiésemos bróker.

5.

¿Qué debemos hacer, una vez rotas las hostilidades de la guerra cultural, quienes sí creemos que no todo ha de ser político, que deben existir espacios neutrales (o casi neutrales) frente al partidismo, que ciertas instituciones deben mantener su independencia? Ciertamente nos hallamos entre la espada y la pared. Si no entramos en esas batallas, dejaremos el campo libre a los ansiosos invasores que pretenden ocuparlo todo con su ideología, y adiós a todo terreno neutral. Pero si entramos en esa batalla, se diría que hemos caído en su misma ansia por copar con nuestra ideología lo antaño independiente, y también entonces hemos de olvidarnos de esos viejos espacios de neutralidad.

Nuestra situación se parece a un amante de la paz y las buenas maneras que de pronto ve su nación invadida por conquistadores ajenos y ambiciosos. ¿Debe soportar inerme las tropelías de las tropas ocupantes? ¿No es acaso su rebelión ante ellas el mejor modo de volver a la paz (siempre frágil, pero preferible a la guerra) previa a la usurpación? ¿Es de veras neutralidad lo que promueve si lo aguanta todo, indolente, o en realidad esta ya se perdió hace tiempo y sus opciones solo oscilan entre la esforzada lucha y la indigna cobardía?

Son estos los dilemas morales sobre los que, con ayuda de este prontuario de cinco puntos, esperamos haber arrojado cierta luz. No son dilemas agradables; pero es que nadie esperaría que una guerra lo fuera.

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