Diego Figuera, un psiquiatra contra la sobremedicalización de la salud mental
Diego Figuera Álvarez –como todos nosotros– está marcado inevitablemente por la huella del padre, que hizo lo posible por que el pequeño renunciara al deseo inamovible de ser psicólogo. Su padre, que no solo fue un cirujano cardiovascular de prestigio internacional, sino que fundó el Hospital Puerta de Hierro de Madrid, inventó decenas de utensilios médicos y mereció obituarios laudatorios en todos los periódicos del país, fracasó por partida doble en el esfuerzo de orientar las trayectorias de sus hijos: de los cuatro que tuvo, dos le salieron del gremio. “Mi padre quería que yo fuera arquitecto”, sonríe. “Pero siempre quise ser psicólogo”.
Diego Figuera Álvarez –como todos nosotros– está marcado inevitablemente por la huella del padre, que hizo lo posible por que el pequeño renunciara al deseo inamovible de ser psicólogo. Su padre, que no solo fue un cirujano cardiovascular de prestigio internacional, sino que fundó el Hospital Puerta de Hierro de Madrid, inventó decenas de utensilios médicos y mereció obituarios laudatorios en todos los periódicos del país, fracasó por partida doble en el esfuerzo de orientar las trayectorias de sus hijos: de los cinco que tuvo, dos le salieron del gremio. “Mi padre quería que yo fuera arquitecto”, sonríe. “Pero siempre quise ser psicólogo”.
A favor de Don Diego Figuera Aymerich diremos que su deseo experimentó un atisbo de éxito cuando su hijo, que para colmo participaba en círculos de izquierda, comenzó los estudios de Arquitectura en 1976. Sin embargo, el cirujano terminó topándose con la determinación férrea del hijo. “Enseguida supe que sería un mal arquitecto”, asume Figuera Álvarez. “No tenía la creatividad que requiere la arquitectura, ni paciencia para las matemáticas o el arte”. Y atendiendo a las quejas de su hijo, que se empeñaba en ser psicólogo a toda costa, el padre hizo un último esfuerzo por alejarlo de una vez del naufragio.
–Corre –le dijo–. Vete a la facultad de Psicología y verás.
Diego Figuera Álvarez obedeció y lo que allí vio merece un marco; se encontró con una facultad nueva, inexperta, un completo desastre con todo quisqui fumando porros. La idea de licenciarse como psicólogo se difuminó de un plumazo, decepcionado por el ambiente, y trató de alcanzar un acuerdo con su padre.
–Voy a hacerme psiquiatra, como tu amigo Castilla del Pino –le propuso, convencido de que el mal menor calmaría sus ánimos.
Diego recuerda a su padre desconsolado tras la mención a Castillo del Pino, que fue un psiquiatra memorable y un escritor de renombre que ocupó la letra Q de la RAE durante seis años.
–¡Cómo vas a ser como Castilla del Pino! –lamentó–. ¡Si Castilla del Pino era comunista y el más vago de la clase!
Con un disgusto de época, Diego Figuera Aymerich acabó cediendo ante la voluntad de su hijo, que arrancó la carrera de Medicina con entusiasmo y la terminó con una nota excelente, una hazaña que repitió en el MIR, y logró escoger la plaza de Psiquiatría en un hospital de la Cruz Roja en Madrid en un momento en el que solo el 5% de los solicitantes cumplían ese deseo. Ahora, Diego Figuera –a partir de este momento llamaremos así al protagonista del perfil– recuerda con claridad la influencia de aquellos tiempos. “El staff era de formación psicoanalítica”, cuenta. “Allí inicié mi aventura de ser psiquiatra y psicoanalista de todo lo que es el conocimiento de las psicoterapias”.
“Se ha vendido que no sufrir es una posibilidad»
Desde el Hospital de Día Ponzano que dirige, Figuera propone terapias para sus pacientes donde los familiares están implicados, donde los tratamientos requieren más calor humano que recetas de farmacia y donde se combate la imagen de psiquiátrico asociada a los manicomios: “Nunca hemos tenido un vigilante en la puerta”. Cuando a menudo Figuera defiende en público que se recetan pastillas con demasiada alegría, sus colegas se lo reprochan con molestia. Le dicen que es ese, precisamente, el gran avance logrado por los psiquiatras. Pero las convicciones de Figuera son otras.
–Creo que el sufrimiento se está medicalizando en exceso –rebate–. Cuando trabajamos en contextos menos clínicos, en una consulta de psicología o en una consulta fuera del hospital, escuchamos a los pacientes hablar de sus sufrimientos, tratamos de entender los porqués de los mismos y conseguimos resolver la mayoría sin necesidad de medicación.
El doctor considera que hay que medicar el síntoma, igual que tomamos una aspirina cuando nos duele la cabeza. Dicho esto, advierte de que hay que tener en cuenta un detalle: puede que esa aspirina alivie el dolor durante la tarde, pero al día siguiente volverá y seguiremos sin saber cuál es el motivo. Así que la solución, insiste Figuera, es explorar hasta toparnos con el origen, que casi siempre se encuentra en situaciones de la vida cotidiana. ¿Cuántas personas conocemos que, ahogados por el dolor, paralizados por el miedo, asumen la medicación como un recurso para no enfrentarse al sufrimiento? “Creo que a muchas personas les cuesta sufrir”, sostiene. “Se ha vendido que no sufrir es una posibilidad y creo que estamos explicando mal el sufrimiento, que es necesario para resolver los conflictos”.
Figuera encamina su trabajo hacia una propuesta combinada, donde introduce aspectos humanísticos que aprendió de su madre –el amor por el arte y los museos, el teatro y la música– en las terapias de sus pacientes, que realizan estos esfuerzos de manera coral, comunal o en equipo: una idea que es el elemento innegociable de su filosofía. Figuera lo tiene claro: no hay circunstancia que destruya más espíritus que la soledad.
–La soledad es tóxica –sostiene–. ¿Sabes cómo puedes crear un trauma a un niño y destrozarle el cerebro para siempre? Aislándolo. En los ochenta se vio muchísimo en los orfanatos rumanos cómo afectan los aislamientos, incluso en un espacio corto de tiempo, en nuestro cerebro prefrontal, que es el encargado de la conectividad con el otro. Si estás aislado el tiempo suficiente, puede que no vuelvas a ser capaz de relacionarte con los demás. Y la sociedad actual es una sociedad de individuos solos, que son los que más enferman. No solo psicológicamente, con trastornos de personalidad o psicosis, sino también físicamente.
–¿Qué estamos haciendo mal?
–Yo creo que valoramos más los logros de uno mismo, los logros materiales, la competencia con el otro, que la manera de estar con los demás –responde–. Estamos favoreciendo demasiado el individualismo. Muchos de nuestros chicos no saben pronunciar el nosotros, hablan todo el rato desde el yo, yo, yo. Hay muchos niños que crecen con la política del todo para ti, pero que el niño no tenga por qué dar nada. En esas crianzas estamos metiendo la pata hasta el fondo.
El suicidio como posibilidad
A Ernest Hemingway lo recordamos por algunos cuentos inolvidables, por el carismático Nick Adams, y por algunas novelas que marcaron la literatura del siglo pasado. En la última obra que publicó antes de recibir el Nobel –El viejo y el mar–, Hemingway escribió una de sus citas más icónicas: “Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. Aquella idea, para dolor de Figuera, quedó desmentida por el peso de la experiencia: “No recuperamos a todos”.
–De cada 100 casos, recuperamos una media de entre el 70 y el 80 por ciento. El resto tiene que hacer un proceso de recuperación con más dificultades. Hay como un 5 por ciento que nos pasa por encima, claramente. Normalmente se quedan en casa metidos o en manicomios. Estos chicos no saben incorporarse a la vida adulta, no sabemos cómo ayudarles. El suicidio es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo. Estos chicos se suicidan o se quedan en unas crisis existenciales importantes.
–¿Se puede considerar el suicidio como un fracaso?
–Nosotros hemos tratado ya unos 500 pacientes con un proceso completo –responde, con gesto serio–. De esos 500, se han suicidado cinco. Son muy pocos, pero los viví como un fracaso, aunque no como un fracaso del tratamiento.
Figuera hace una pausa.
–Mira, recuerdo dos casos de suicidio que fueron por lucidez. Luchamos contra los síntomas, conseguimos superarlos, pero en un momento de lucidez se preguntaron qué pintaban aquí. Lo viví con ellos. Trabajamos con la familia el duelo. Me quedó un sabor agridulce porque, por un lado, estaban más lúcidos, menos locos. Pero, por otro, su vacío existencial, su incapacidad para conectar con los otros, les llevó a esa acción. La historia registra muchos suicidas sabios, como Deleuze. Uno se puede suicidar porque ve que es la mejor salida. El suicidio es un debate muy importante. Si los seres humanos somos una especie con capacidad para el suicidio, en parte es por algo: tal vez se deba a la capacidad adaptativa de la especie.