Atrocidades culinarias (pero buenas intenciones)
Si tus habilidades culinarias dan para poco más que abrir una lata de Fanta sin cortarte, seguramente has sido protagonista activo de alguna atrocidad culinaria como las que te contamos en este artículo.
Cuando era adolescente, un verano fui a estudiar inglés a Inglaterra. Como mi familia de acogida ya me deleitaba a diario con buena cocina británica (sándwich de mantequilla de cacahuete, sándwich de lechuga con atún en conserva, sándwich de judías en salsa, Kit Kat, Twix y M&M’s), decidieron que ya bastaba de tanta gastronomía local, esa noche íbamos a cenar tortilla de patata.
Mi madre inglesa cumplió su amenaz… promesa y para la cena hubo tortilla de patata. Nos sentamos a la mesa, éramos muchos en esa casa, y la señora apareció con algo en un molde redondo. “¡TORTILLA ESPAÑOLA!”, anunció entusiasmada. Todos aplaudieron, me miraron y en sus ojos pude leer: “¡Vamos a morir por tu culpa!”.
Al asomarme a ver la pinta de aquello, experimenté lo que se debe sentir al levantar el vendaje de un tiro en la rodilla: dolor y escalofríos. Aquella Arquímedes de la real food había puesto las patatas enteras, crudas y sin pelar. Como ella era concebollista, añadió la cebolla también entera y en el centro. Esto era un detalle a aplaudir y, quizá, españoles, a considerar: así si había algún sincebollista en la sala, la podía apartar. Puso todo esto a flotar en huevo batido, éstos, gracias a Dios, sin cáscara, añadió sal y un chorro generoso de aceite, que no descarto que fuera del coche y, hala, al horno. Como mis padres y los monitores me habían insistido mucho en que a los británicos les ofende que rechaces su comida, me comí un buen trozo de aquello. La nota de cata me la ahorro, pero podréis imaginar que durante la cena sólo se escuchaban las patatas golpeando contra nuestras muelas. En fin, “Keep calm and eat tortilla de patata, Inma”.
Desde entonces habré comido muchas tortillas, algunas sublimes, otras no tanto, pero ninguna peor que ésta. Sin embargo, ésta es la que más risas me ha proporcionado por batir todos los récords en mi lista personal de atrocidades culinarias vividas. Todos tenemos algún momento similar grabado a fuego (algunos fuegos con más llama que otros). Éstos son los que lideran el ranking de otros compañeros.
Macarrones a la española
Otra que sufrió en sus propias carnes los peligros de ser agasajado en el extranjero con la comida de tu propio país fue la gastrónoma Anna Mayer. Esta italiana de nacimiento y gallego-sevillana de corazón supo, al poco de llegar a España, lo que entendemos aquí por un buen plato de pasta al dente. Y lo descubrió ni más ni menos que en la casa de los suegros. “Vivía en Sevilla por aquel entonces y en la familia de mi novio tocó el día de los macarrones con chorizo. No sé bien cómo conseguí mantener la compostura y me comí todo el plato de macarrones pasados, tomate frito, chorizo y quesazo de bolsa — todo gratinado, por supuesto. Desde entonces me preocupo de ir avisando de que pasta, si estoy yo a comer, mejor no”. En España tenemos un dicho para esto, Anna: Santo Tomás, una y no más.
Día de Acción de “No, gracias”
Pero no todas las atrocidades a la comida típica son perpetradas por extranjeros. También los nacionales hacemos interpretaciones locas de nuestros platos y, lo peor de todo, nos ocurren en calidad de embajadores de nuestra gastronomía. Esto le pasó a Borja Bauzá, periodista en The Objective, cuando vivía en Nueva York. Un día le llegó una invitación de una compañera del máster que cursaba para pasar el Día de Acción de Gracias con otros amigos extranjeros que no tenían a la familia en los Estados Unidos. La invitación requería que cada uno de los asistentes llevase un plato típico de su país. “La petición me pilló con el pie cambiado porque mis habilidades culinarias dan para abrir una lata de Fanta sin cortarme y para de contar”, dice Borja. “Pero, en fin, como en esta vida todo es ponerse decidí llamar a un colega de Madrid con fama de cocinitas para gestar una tortilla de patatas. Me bastaba con que la gente no terminase en el hospital por culpa de una intoxicación”. Bien, es importante tener unos objetivos y si son realistas mejor. “Gracias al tutorial de mi amigo, contaba con la tranquilidad de saber que todos los productos habían sido convenientemente manipulados. Los comensales estarían fuera de peligro. Así que nada; papelito de plata por encima, cubriendo la delicatesen, metro hasta Harlem y aquí paz y después gloria”.
Nervios, intriga y esperemos que ningún dolor de barriga cuando la tortilla quedase al descubierto. “Se me agradeció la molestia y puse la tortilla en la mesa junto a las dos tartas de un francés, un plato típico de Alemania y algo más. Pero nadie osó tocarla. Mientras los platos de alrededor se iban vaciando al ritmo de la conversación, la tortilla aguardaba su turno. Impasible. ¡Intacta! Al final, más por amor propio que por hambre, decidí tomarme un trozo al tiempo que ofrecía otro a los demás. Pero nada; que nadie la probaba. De modo que me comí otro trozo… y otro… y otro… y otro… y con el penúltimo volví a ofrecer, por educación y eso, pero el cordón de seguridad en torno al producto patrio era total y absoluto. Así que nada, entera para dentro.
«Y no estaba tan mal, joder”. No te preocupes, Borja, los extranjeros son más de comida basura. Oh, wait.
Tortilla Moreno
La tortilla española, tan fácil aparentemente de hacer, parece ser que es la que más destrozos ha sufrido. En esta ocasión fue el periodista gastronómico Salva Moreno quien no le cogió el punto. “En mi época de estudiante universitario, compartía piso con otros tres amigos. Mucha comida de tupper, hamburguesas, pizzas, pasta de sobre… Un día me dio por hacer una tortilla de patatas y, sorpresa, me salió estupenda. Repetí en algunas ocasiones y la verdad es que me salía bastante buena”.
Como Moreno ya estaba confiado y sus amigos no querían seguir dinamitando su estómago con comida de estudiante, le animaron a que hiciera una en la casa de otro amigo. “Allí llego yo con todos los avíos, pelo patatas, frío, bato huevos… Todo mezclado y al fuego. De repente, comienza a oler a quemado. Y lo único que estaba en la lumbre era la tortilla de patatas. Le di la vuelta y sí. Estaba negra. En cuanto me cambiaron de escenario está claro que el mito se vino abajo”. ¿Y por qué parar la hecatombe si se puede ir a más? “Para arreglar el tema, embadurnamos la zona quemada con mayonesa, algo que tampoco fue demasiada buena idea. A mi favor he de decir que ahora hago unas tortillas estupendas, y la mayonesa, ni te digo”.
Arepas creativas
Nuestra compañera de The Objective, Ariana Basciani, también es responsable de un atentado contra su comida nacional, las arepas venezolanas, cuando quiso cocinarlas para su compañera de piso chilena y el novio de ésta. “Con lo que no contaban era que yo no era una venezolana con una cultura ‘arepística’ de gran tradición debido a que en mi casa por ser nieta de europeos tanto de madre como de padre, poca arepa se comía”. Pero ella se propuso hacerlas y empezó con una buena lista de la compra: “Me habían traído de Venezuela el típico encargo de chocolates, ron y alguna «exquisitez» que no se encontrara en España: harina de trigo para arepas andinas. No solo la harina de trigo se consigue, sino que yo no sabía hacer arepas andinas. Sin embargo, mi terquedad ganó la batalla mental y empecé hacer ese tipo de arepas con la receta de las arepas tradicionales que se hacen con harina de maíz”.
En realidad, a un europeo que no ha probado nunca las arepas, igual esto le es imperceptible pero, como dicen los creyentes, Dios lo ve. Y a una misma le pesa. “Cuando las terminé de hacer sabía que había fallado en todo: no tenía ni idea de cocina, me quitarían la nacionalidad venezolana y mis amigos vomitarían al probarlas. Eran como un pan de horno deforme y desabrido como sacado antes del horno. Ellos nunca supieron que estaban tan terribles, ni de la diferencia que les hablaba. Desde ese día dejé que otro hiciera la masa de las arepas y yo solo me dedico hacerles la forma redonda y ponerlas en el budare”. Pues claro que sí, la especialización laboral se inventó por algo.
Apto para celíacos
Alguna que otra confusión con la harina también tuvo mi amiga Piedad Megía. Si te invita a comer, seguro que vas a comer bien, pero nadie nace enseñado y ésta es la prueba. “Me puse a hacer magdalenas con la receta que me dio mi madre. Preparé la mezcla de ingredientes, rellené los moldes y las metí en el horno esperando que crecieran, pero nada. El tiempo pasaba y seguían igual. Llamé a mi madre para preguntarle por qué podía ser, y cuando me dijo que igual se me había ido la mano con la harina… ‘¿Qué harina?’ ¡No le había puesto nada de harina! Me había saltado ese paso”. Antes muerta que asumir su derrota, así que ahí estuvo Piedad un rato innovando, viendo cómo le podía infiltrar harina a aquellas magdalenas a medio hacer. Si lo hubiera conseguido, además de una nueva receta igual estaría dando conferencias sobre la deconstrucción y la construcción de las magdalenas, pero aquello no tuvo solución. Ferran Adrià respira tranquilo.
El pastel de cumpleaños de Proust, el pastel de tu recuerdo
También de repostería va el patinazo de Jordi Luque, periodista gastronómico. Como tiene buena mano para la cocina, le pidieron que hiciese un pastel de cumpleaños para un amigo. Dicho y hecho. “Partiendo de una receta base preparé un bizcocho de chocolate y pera con su cobertura 70%. Claro que la cosa no podía quedar ahí y me puse a experimentar”, dice el periodista que, no contento con el resultado, se puso a buscar el contraste de sabores. “Había leído que un pellizco de sal va muy bien en los postres porque es un potenciador de sabor y bla bla bla, así que pensé en incorporar sal a mi bizcocho”. Se nos ponen los dientes largos pensando en la receta, ¿eh? Pues espero que además de largos, los tengáis fuertes. “Decidido a buscar los límites del gusto pensé en añadir un poco más que un pellizquito. En mi mente parecía muy buena idea usar una mano llena de sal gorda, de la que se usa para cubrir las doradas. Mezclé la sal con la masa esperando que los perdigones se fundieran durante la cocción. Creía que conseguiría ese contraste tan guay chocosalino. Te puedes imaginar que es una receta que no he anotado en mi libro”. No incluyó la receta en su libro, pero no hace falta porque nadie la olvida. “Mi amigo todavía me recuerda que casi pierde una muela. Como la cantidad de sal adormeció su boca afortunadamente no fue a más”.
A la rica mousse de microplásticos
Como los cumpleaños son una fiesta marcada donde agasajar y comer bien van de la mano, son campo fértil para dar rienda suelta a la imaginación. La periodista Rosa Molinero no quería innovar, sólo seguir una receta que no descifró demasiado bien. “Cuando tenía 13 años, quise obsequiar a mi madre con una comida por su cumpleaños, ya que jamás hubo nadie, ningún día, que la relevara en la cocina. Ni corta ni perezosa, le dije que ese día iba a cocinar yo toda la comida y también lavaría los platos”. Fue a lo seguro y preparó la receta spaghetti a la puttanesca de Jamie Oliver y de primero algo más sencillo, ensalada de escarola con naranja, nueces y una vinagreta. “El desastre llegó en el postre: en pleno mes de enero de 2006, se me ocurre preparar una mousse de mango sin haber hecho nada similar jamás de los jamases.
Obviamente, los mangos parecían de cartón-piedra: a pesar de que había sido previsora y había hecho la compra con días de antelación, los pobres no habían madurado lo suficiente. ‘Nada que un poco de azúcar no pueda remediar’, pensé”. Salvado el primer obstáculo, le damos un 9. Pero nadie dijo que la vida del repostero fuera fácil. “El problema real vino cuando tuve que incorporar las láminas de gelatina. Aunque las ablandé previamente tal y como indicaba la receta, me salté el paso de disolverlas al fuego, en un cazo con agua, porque en mi cabeza de 13 años una mousse fría no podía llevar nada que hubiera pasado por el fogón. Al incorporar las láminas tal cual en el puré de mango, parecía que se me había caído una bolsa dentro. Así que lo pasé todo por el túrmix, añadí las claras montadas, lo mezclé, lo enfríe y me senté a la mesa pensando que a mi familia no le parecería que estaban comiendo trocitos de plástico. Me equivocaba. ¡Feliz cumpleaños, mamá!”.
Vanguardia asturiana
Cuando todavía no se dedicaba ni al periodismo ni a la gastronomía, Rubén Galdón tenía una novieta que, como el corazón de nuestro amigo ya lo tenía ganado, ahora pretendía conquistar su estómago. “Ella se vendía como que era muy buena cocinera. Y siempre me hablaba de delicatessen. Yo babeaba. Y el primer día que me invita a comer a su casa me dice que me ha preparado su especialidad”. Siendo ella asturiana, Galdón ya se visualizaba tocando las palmas a ritmo de cuchareo. Nada más lejos de la realidad. “Lo que me preparó resultó ser melocotón en almíbar relleno de atún con mayonesa. ¿En serio eso era lo mejor con lo que podía agasajarme? Por cortesía lo probé y por educación no lo vomité. Consecuencias: la más inmediata es que la relación no llegó a una segunda comida en su casa; la aún latente es que no he podido volver a probar el melocotón el almíbar. Náuseas me dan”.
Valencianos, no miréis
También de seducción va la siguiente historia, pero en este caso, el corazón y el estómago que querían ganarse era el de un nieto. Ferran Caballero, periodista en esta casa, fue la víctima. “Mi madre le contó a su madre lo mucho que me gustaba la paella que me preparaba mi otra abuela. Y claro, los celos y el amor de abuela se juntaron y se decidió a hacer también ella un arroz para tenerme contento”. Pero la abuela de Ferran no había venido a este mundo de la competición paellera a empatar. Ella quería ganar por goleada a su consuegra. “En su caso, ella me preparó una especie de arroz caldoso de verduras al que le añadía, por motivos que desconozco, queso rallado por encima. Yo, por quedar bien, dije que me había encantado. Y ella, por tenerme contento, decidió hacerlo cada fin de semana durante 10 larguísimos años”. Eso del queso y el arroz me suena, ¿seguro que tu abuela no cree que eres italiano, Ferran?