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Fuera de carta

El fin de la edad del pavo (en lonchas)

Hay alimentos considerados saludables y no lo son. Existe la falsa creencia de que podemos comer todo el embutido de pavo que queramos.

El fin de la edad del pavo (en lonchas)

Estanterías de lonchas de pavo en supermercado | Unsplash

No sé a ustedes, pero a mí nunca me hacen encuestas. Por más que cumpla años, sigo anhelando esos minutos de atención que te proporciona un desconocido en pos de tu intención de voto o de tus opiniones sobre esto y lo de más allá. 

Aunque ahora sea demasiado tarde para que, en aquella tele culona marca Grundig que tuve, me instalen un audímetro con el fin de saber qué canal estoy sintozinando (como dirían Martes y 13 en uno de esos programas de Nochevieja que me tragaba íntegros), algún día el azar me hará formar parte de una estadística, al igual que me puso de presidenta de mesa electoral en unas municipales de hace décadas.

Tengo buenas noticias: esta racha casi eterna de ninguneo se rompió hace dos días cuando, en las anchas aceras de la calle Fuencarral, un señor de mediana edad me abordó para preguntarme si comía pavo en lonchas y, ante mi respuesta afirmativa, me metió, sin asomo de resistencia por mi parte, en la planta sótano de un bar donde otros encuestadores se las veían cara a cara con sus encuestados. ¡La hora de mi primera encuesta había llegado! Al llamarla «encuesta» no hago honor a su nombre, pues aquello era un verdadero estudio de mercado sobre usos y costumbres de los españoles en relación con los fiambres loncheados; era una señora cata a ciegas de charcutería aviar. 

Carnes procesadas en el supermercado | Wkimedia Commons

Contribuir a la mejora de los productos de una empresa de producción de alimentos procesados me pareció en aquel momento lo mejor que he hecho por mis compatriotas en los últimos años, si exceptuamos el regarle las plantas a mis vecinos cuando se van a Tenerife a ver a la familia. Así que, con ilusión, me senté frente al encuestador y a cuatro cajitas de corcho blanco numeradas con rebuscados códigos alfanuméricos. El interior de cada cajita se dividía en dos secciones: parecían joyeros de un mundo afligido y mustio. En una de las secciones había un rectángulo de loncha de pavo grandecito y, en la otra, dos trocitos enrollados. Lo primero que sentí al abrir las cajas fue una inmensa tristeza, como si hubiese liberado a los espíritus malignos que dormían allí dentro tapándose con la loncha de pavo a modo de edredón. Sentí pena hacia el encuestador y, por extensión, hacia mí misma, sentada frente a él con el murete de cajas entre ambos. 

Probé los rollitos de las cuatro cajas y pude apreciar en todo su esplendor lo mediocre del sabor del pavo procesado. Uno de los rollitos estaba ácido como un demonio, otro tenía demasiado sabor a cubito de caldo de pollo y otros dos eran irrecordables. Los irrecordables fueron los que mejor puntué. Levanté y cerré tantas veces las tapas de los envases que me sentí una especie de trilera del fiambre, intentando ocultar lo espurio de su sabor. El color rosado y sus matices me parecieron más desagradables que nunca: en uno de los rectángulos había una mancha como de sangre fresca. Entiendo que eligieron adrede ese trozo para estudiar la reacción de los catadores: ¿Nos daba igual, lo veíamos como garantía de que allí había presencia animal o nos repugnaba? 

Estuve a punto de levantarme e irme a mitad del estudio: la supuesta escena de película de bajo presupuesto que estaba protagonizando ya no me parecía divertida sino sórdida. Pero no me fui: acabé de responder a todas las preguntas –¿cuál le parece más salada?, ¿visualmente cuál prefiere?—, consciente de que contribuía, no tanto al incremento de la sabrosura y el color de las lonchas del pavo procesado del futuro, sino a la satisfacción de la empresa con su empleado, que ojalá captase a mucha gente como yo esa mañana, y al que le deseo inmensa suerte.

Muchos se preguntarán cómo me he caído tan tarde del guindo, cómo no me había dado cuenta antes de lo nocivo y artificioso de ese pavo que yo me comía sin mirar. Pues porque nunca hasta ese momento había tenido ese vis a vis casi carcelario con las lonchas, esa relación tan cercana con ellas, aisladas en sus celdas de poliespán.

Nada más salir del bar, me acordé de esas obras del artista belga Wim Delvoye, que, a primera vista, parecen mosaicos de mármol de la época romana. Se titulan Marble floors y, por su título, creemos que lo que empleó el artista para elaborar estos suelos tan sofisticados es mármol veteado con distintos matices rosáceos y rojizos. Pero no: al posar la mirada con atención comprobamos que los mosaicos son de salami, mortadela, pavo y chorizo. Esas vetas son las grasas y nervaduras de las chacinas, nada de cristalizaciones en rocas calizas. Delvoye nos engaña con su trampantojo, y la vida, a menudo, también nos tiende trampas parecidas, incluso en los supermercados.

Poco después, me fui a hacer la compra y, por primera vez en muchos años, no me paré en el estante de los fiambres procesados, como quien se hace la tonta al cruzarse con alguien a quien no tiene ganas de saludar. Esos fueron los frutos de mi primera cata a ciegas y creo que van a durarme bastante.

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