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Fuera de carta

En qué se parecen Letonia y El Bierzo

«Una forma coherente de hermanar provincias, comarcas y pueblos es a través de las recetas que comparten»

En qué se parecen Letonia y El Bierzo

Imagen de Letonia. | Xinhua News

Como lo que ocurre en el interior de nuestras bocas es el hilo conductor de estos artículos, afirmo convencida que, dentro de ese espacio tan acogedor, aunque poco iluminado, llamado paladar, Letonia y El Bierzo son naciones hermanas

Para que todo cobre sentido, les sitúo en el espacio-tiempo: escribo este texto desde Ventspils, una ciudad letona a orillas del Mar Báltico donde la vida, en vuelo directo, me ha traído a pasar unas semanas. Veinticinco mil habitantes y siete grados bajo cero en el exterior. Es decir, solo cuatro gatos por la calle y un trenecito navideño que da incesantes vueltas por el centro con seis pasajeros de media (entre niños y adultos) en cada viaje. Por suerte, Europa del Norte se hizo con reservas de gas para este invierno y las casas están bien caldeadas. Y para qué engañarnos: la comida letona también ayuda a que los cuerpos entren en calor; solo hay que recordar de dónde viene la palabra ‘caloría’ para entender el porqué de las recetas nutritivas y potentes de este país.

Los que pensaban que el arenque ahumado y el trigo sarraceno o alforfón eran el leitmotiv de la comida en Letonia se llevarían una grata sorpresa si probaran unas cucharaditas de la sopa que me acabo de zampar. Porque ahí fuera está todo nevado y veo letreros en una lengua muy poco latina, si no, diría que estoy en Ponferrada. Y lo pensaría cualquiera que se comiese un plato de una sopa como esta, con alubias blancas, patatas, zanahorias, perejil y costillas de cerdo ahumadas. Si la tecnología lo permitiese, créanme que adjuntaría aquí un tapercito con una ración para que se la descargasen y la probaran.

Esta mañana, al ir desayunar, vi en la cocina una cacerola grande en la que hervían las verduras, las alubias y la carne en animada conversación. Dado que comparto esta casa con más gente, como si se tratase de un piso de estudiantes, supe que alguien de por aquí era el artífice de la sopa. En Letonia acostumbran a meter cosas en una olla y dejarlas cocinarse durante horas para el disfrute común y yo aplaudo la iniciativa. Por supuesto, las judías blancas no eran de bote: llevaban día y medio en agua ablandándose, porque los letones gustan de los procesos lentos y de todo lo que huela a tradición.

Cualquiera que se interese por la historia de la alimentación intuirá que cuando en la gastronomía de un país europeo hay cerdo por medio estamos en una cultura cristiana. En efecto, en Letonia son principalmente luteranos, y se deja sentir ese toque germánico también en su comida, aunque sus coqueteos con lo pagano se dejan ver en divinidades como Saule, diosa del sol, y Lamia, diosa de la suerte, a las que veneran, orgullosos de su sincretismo.

«Ciertas variantes del presente también están hermanadas con el pasado, y misteriosamente toman forma de panecillo»

Pero a mí las costillas de cerdo no me llevaron mentalmente a la tierra de Martín Lutero sino al botillo leonés, ese extrañísimo cajón de sastre cárnico que lleva restos de costilla y de rabo, posteriormente embutidos, adobados y ahumados. Se acompañan con la humilde patata, el también humilde repollo y algún chorizo que otro. También la patata y el repollo son alimentos muy letones: este último se presenta con mucha frecuencia –yo diría que con demasiada– porque su sabor inconfundible se encuentra en bastantes recetas. Otro punto de encuentro entre Castilla y León y este país pequeñito de menos de dos millones de habitantes.

Por eso, he aquí una sugerencia: además de los hermanamientos de ciudades europeas que no sé sabe muy bien a qué responden –Elche lo está con Toulouse y Guadalajara con Parma–, una forma coherente de hermanar provincias, comarcas y pueblos es a través de las recetas que comparten. Esta sopa lo demuestra y, si se me hiciera caso, algo que no sucede casi nunca, el mundo sería un lugar más vivible gracias a esa especie de Unesco estomacal sin fronteras que no haría sino unirnos.

Ahora les tengo que dejar: voy a ayudar a unas damas letonas a elaborar una tanda de piragi speka, unos bollitos semidulces rellenos de panceta que cuando tienes ganas de un tentempié, brotan de cualquier esquina: en todas las panaderías y mercados los venden. Pueden tener forma de medialuna, pero también de elipse, como las medianoches clásicas de las fiestas infantiles de aquellos que fuimos a EGB. Si cierro los ojos mientras mastico los piragi estoy en el cumpleaños de mi amiga Ruth en 1981 y llevo puesto un vestido de mangas de farol, lo cual me hace pensar que ciertas variantes del presente también están hermanadas con el pasado, y misteriosamente toman forma de panecillo.

Para seguir pensando sobre el pan, las legumbres, la matanza y las tradiciones culinarias que recorren el mundo pídanle a su Rey Mago de cabecera el inteligente libro de Paloma Díaz-Mas titulado El pan que como. Ella sí que sabe entrelazar historias, experiencias personales, referencias literarias y pensamiento acerca de lo que nos llevamos, por placer y por necesidad, a la boca, en Letonia, en El Bierzo y en Tegucigalpa.

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