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Fuera de carta

Ajo y agua en la España de posguerra

David Conde y Lorenzo Mariano publican un «recetario anómalo» en el que repasan con ilustraciones los platos más comunes tras la Guerra Civil

Ajo y agua en la España de posguerra

Ajos y patatas eran un ingrediente clave de las recetas de posguerra. | Mercedes Cebrián

«Este es el libro de cocina que nadie quiso escribir»: así comienza Las recetas del hambre. La comida de los años de posguerra (Crítica, 2023), un ensayo antropológico sobre la alimentación en los años que siguieron a la Guerra Civil española, y que incluye un recetario de los platos más comunes para las familias de la época. Como imaginaremos, no hay asomo de guisos de merluza, carne asada o mariscos. En cambio, en las recetas abundan el ajo, el agua y el pan duro, pues despilfarrar rebanadas de un bien tan preciado en su momento era impensable. 

Es escalofriante pensar que el racionamiento de la comida en España duró hasta 1952: de hecho, la venta libre del pan fue la principal noticia de la prensa española el 23 de marzo de ese mismo año. Hasta entonces y desde 1939, las tristemente famosas cartillas de racionamiento consideraban que las mujeres comían un 80% de la ración proporcionada a los varones, y los mayores de 60 y los niños y niñas hasta los 14 años, solo un 60% de la cantidad del varón adulto, que se componía principalmente de patatas, pan, legumbres secas, aceite, café, algo de tocino y carne y azúcar, si bien estos dos últimos ingredientes eran realmente difíciles de obtener sin una receta médica, según aprendemos en este ensayo tan apasionante como perturbador.

Este es un «recetario anómalo», en palabras de sus autores, los antropólogos David Conde y Lorenzo Mariano, que han escuchado las historias de quienes todavía hoy viven para contar cosas como esta: «A la gente del campo yo les he visto comer casi de todo: galápagos, lagartos, culebras, erizos… había un ave de río que recuerdo que llamaban la ‘aguanieve’. Era una carne dura y oscura, pero tenía bastante sabor.»

Las delicadas ilustraciones en acuarela a cargo de José Carlos Sampedro le quitan un poco de peso a la dureza de estas recetas, pues sería difícil que salieran fotogénicas y que con ellas se pudiese publicar un libro parecido a esos apetecibles volúmenes con fotografías enormes de platos que nos hacen salivar al verlos. 

Portada del libro.

En este libro hay pocas recetas apetitosas, si bien las que son vegetarianas no nos resultan tan ajenas, ni tampoco las que se basan en migas, que hoy forman parte de la tradición gastronómica popular en España. Pero muchas otras, como la tripa de tordo con manteca o la tortilla de patatas sin patatas ni huevos (a base de naranjas, harina e incluso bicarbonato) nos suenan hoy disparatadas, como si fueran platos desternillantes inventados para un libro infantil poblado de brujas y monstruos. Casi me entra la risa al leerlas, pero la sonrisilla que esbozo se me congela al instante, pues probablemente alguno de esos platos los comiera un tío nuestro, o la bisabuela de alguien muy querido, y no precisamente por excentricidad.  

Como hija de padres mayores –que, para los parámetros actuales de procreación, no lo serían en absoluto– escuché hablar de la harina de almortas con la que se elaboraban las gachas manchegas en los años 40, de las algarrobas que cogía mi madre en el campo de niña y que se comía como una golosina, y hasta del «pan y quesillo», las flores de la planta conocida como falsa acacia, que, por lo visto, eran dulces y muy sabrosas. Y a mi boca y estómago han llegado la morcilla patatera, elaborada a base de grasa de cerdo y de patata condimentada con pimentón, y el sucedáneo de chocolate, un dulce a base de algarroba que, a lo mejor para que no nos olvidásemos de los tiempos de escasez, seguía presente en las estanterías de los supermercados de la transición. Ah, y también probé el pajarito frito: en los 70 del siglo pasado aún se servía en algunas tabernas de Chamberí, donde me llevó mi tía sin tener que forzarme en absoluto, pues me resultó un plan culinario de lo más exótico.

En cuestiones de paladar, yo era mucho más aguerrida que ahora. De hecho, y porque el mundo actual funciona al revés que el de ayer en muchos aspectos, a menudo rechazo comer pan blanco de trigo –tan preciado en los años de la posguerra– y a cambio devoro el de cebada y centeno, considerado un pan de segunda en los años del hambre. Y sólo con mirar la carta de muchos restaurantes refinados veremos que emplean flores y hierbas como collejas, tagarninas o cardillos, que en aquel tiempo se comían por necesidad. Si en la carta de alguno de ellos, al que acudamos a celebrar una ocasión especialísima, encontramos como entrante un gazpacho de poleo, receta habitual tras la guerra y compuesta por huevos, ajo, agua, sal, vinagre y ramas de menta-poleo, pidámoslo como homenaje a los que lo idearon como recurso contra la escasez de alimentos. Pero cuidado, que a lo mejor se revuelven en su tumba al vernos actuar tan frívolamente.

Las recetas del hambre. La comida de los años de posguerra
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