Una conversación de sobremesa acerca de la 'gastrificación'
«Hablamos de la tendencia de algunos establecimientos a ofrecer cartas clónicas sin personalidad, te encuentres en Sevilla o Santander»
Desde hace unos años, funciona frente a mi casa un restaurante de una popular cadena con decoración cuqui y una carta repleta de platos con descriptivos sugerentes: tortitas de tataki de atún sobre aguacate y mahonesa de wasabi; pulpo sobre alioli de patata con aceite de pimentón y crujiente de jamón; tempura de verduras con mahonesa de kimchi; ensaladilla rusa con mahonesa de piparras; poke de atún con aguacate, wakame, cebolla crujiente y mahonesa de «sriracha»; pollo teriyaki sobre arroz basmati con mahonesa de sésamo y ajos tiernos; berenjena asada con salsa unagi, granada, huevo poché, queso ricota y wasabi…
Albergo ciertas dudas sobre si le va bien el wasabi a una berenjena asada pero, como no me animo a probarlo, seguirá siendo para mí un misterio. Lo que más me fascina de dicha carta es la abundancia de mahonesas de distintos sabores en muchos de los platos, así como la presencia de ingredientes y técnicas que se han convertido en omnipresentes en la restauración con aspiraciones fashionistas de tantísimas ciudades españolas: tataki, tempura, poke, kimchi, la salsa Sriracha –escrita así y con mayúsculas, que es una marca registrada– o el cada vez más insoportable aguacate.
«Con una oferta tan llena de tópicos, esto será un fracaso seguro», me dije a mí mismo el día que abrieron. ¡Craso error! El citado establecimiento sigue funcionando e incluso llena algún fin de semana. La clientela está compuesta fundamentalmente por veinteañeros y treintañeros urbanitas que se gastan sus primeras nóminas en alternar en un comedor con interiorismo firmado por Tarruella Trenchs Studio y donde lo que llega en el plato debe de ser asequible, sabroso, resultón e instagrameable.
«Platos de pizarra, decorados minimalistas y sabores que, de tan parecidos, terminan siendo familiares… Es la gastrificación que siguen muchos restaurantes en las grandes ciudades», denunciaba la semana pasada un reportaje del Telediario de TVE. «La oferta gastronómica se vuelve homogénea y con ello se pierde buena parte de la identidad cultural de un lugar. Ya casi no hay mesones de toda la vida. Las franquicias, cebadas por el turismo, están detrás de este empacho».
«Es un fenómeno que resulta preocupante por cuanto la oferta, muchas veces de platos pre-cocinados o quinta gama, se está volviendo mimética y eso puede confundir a las nuevas generaciones interesadas por la gastronomía, que tienden a olvidarse de las recetas tradicionales y los productos de temporada. Por culpa de esa moda, no estamos valorando uno de los bienes más preciados que tenemos, que es la dieta mediterránea», añadía Luis Suárez de Lezo.
La aparición del Presidente de la Real Academia de Gastronomía (RAG) en el citado informativo, en horario de máxima audiencia, venía precedida por la publicación, unos días antes, de un artículo de Anxo F. Couceiro en eldiario.es en el cual se preguntaba «¿por qué acabamos comiendo exactamente lo mismo en cualquier restaurante?». «Ese tartar de salmón, ese bao de pulled pork, ese bruncheable y fotogénico bagel de aguacate. La gentrificación ha llegado también a la gastronomía. Tanto, que podríamos hablar de gastrificación: platos cuya apariencia superficial es tan tentadora al primer vistazo como vacua, repetitiva y cutre al paladeo; y que se sirven en restaurantes de clónica decoración».
¡Bien por Couceiro! Si nadie más se atribuye la autoría del término, debemos felicitarle por este hallazgo lingüístico que enriquece el español adaptándolo a la forma de hablar y de vivir de nuestros paisanos en este convulso siglo XXI. Otra vuelta de tuerca a ese neologismo de origen inglés que es la gentrificación.
Si ya están familiarizados con dicho concepto, pueden ustedes saltarse el siguiente párrafo, publicado por una agencia internacional tan seria como Habitat, el Programa de Naciones Unidas (ONU) para los Asentamientos Humanos, que tiene como objetivo promover ciudades y pueblos, social y ecológicamente sostenibles.
«Hablamos de la tendencia de algunos establecimientos a ofrecer cartas clónicas sin personalidad, te encuentres en Sevilla o Santander. Siempre las mismas bravas, las mismas croquetas ‘de boletus’, la misma ensalada»
«La gentrificación sucede cuando un proceso de renovación y reconstrucción urbana se acompaña de un flujo de personas de clase media o alta que suele desplazar a los habitantes más pobres de las áreas de intervención. Hoy en día, muchos centros urbanos están presenciando un retorno de los suburbios a la ciudad debido a varios factores, entre los que se encuentran el descontento con la vida alejada y un decreciente interés de pasar una buena parte del día trasladándose de casa al trabajo y del trabajo a casa. Igualmente, el deseo por vivir una vida más amigable con el medio ambiente o el creciente gusto por disfrutar las oportunidades culturales y educativas y la variedad de elecciones y que la ciudad puede ofrecer. Sin embargo, muchos han señalado que este movimiento de regreso a la ciudad ha sido acompañado por el bien conocido fenómeno de la gentrificación, que lleva a la expulsión de los sobrevivientes urbanos, descendientes de los residentes que originalmente se quedaron atrás en la carrera de las familias más acomodadas hacia los suburbios y que habían logrado permanecer aprovechando el bajo costo de la vivienda y las oportunidades generadoras de ingresos típicas de los vecindarios densamente construidos: puestos de periódicos, tiendas de conveniencia, pequeñas librerías, pequeños cafés y restaurantes, tiendas especializadas, talleres de reparaciones, tiendas de descuento, etc.; es decir, las mismas características pintorescas que contribuyen a hacer atractivas a las ciudades y que, por cierto, hacen que las calles sean elementos urbanos disfrutables».
Una vez que ya tenemos claro los pros y los contras de la gentrificación, ¿en qué consiste exactamente la gastrificación?
«El sentido arácnido del gourmet primermundista se ha acostumbrado a ver multiplicadas las franquicias en la restauración, normalizando la permuta de las casas tradicionales del comer por un magma de multinacionales. Pero hay otro fenómeno latente en nuestro espacio urbano más preocupante todavía: el de los restaurantes que, sin ser franquicia, lo parecen. Hablamos de la tendencia de algunos establecimientos a ofrecer cartas clónicas sin personalidad, te encuentres en Sevilla o Santander. Siempre las mismas bravas, las mismas croquetas ‘de boletus’, la misma ensalada con queso de cabra; las mismas modas que afloran de repente como una primavera de tópicos en nuestros manteles… Hablamos de salir del local masticando la rara culpabilidad de haber pagado demasiado por lo de siempre», apunta Couceiro.
«Con frecuencia se prima el relumbrón y poner en la carta la última moda, como la burrata; ahora todo el que quiere ser alguien tiene burrata en la carta, como hace años el vinagre balsámico», añade en el mismo artículo la divulgadora gastronómica Miriam García. Y el sociólogo Daniel Sorando, coautor del libro First We Take Manhattan: la destrucción creativa de las ciudades (2016), apunta que «en tiempos de incertidumbre, prevalece el consumo previsible como una especie de ansiolítico. Tranquiliza saber que puedes pedir en cualquier local de cualquier ciudad una de chipis o un tartar de salmón que sean exactamente como esperas, del mismo modo que tranquiliza ir al cine para ver una de Spiderman que te dé el abecé conocido y sedante. O sea que, a la pillería de algunos restaurantes, se le une una falta de riesgo endémica del consumidor».
Días después de la publicación del reportaje, nos reunimos unos cuantos miembros de la RAG en torno a un mesa –nada gentrificada, por cierto, ya que el menú incluía morros, conejo, torreznos, molleja….– y el tema de marras acaparó toda la conversación durante el largo rato que duraron el almuerzo y la sobremesa.
«Esa gastrificación no aporta nada a la gastronomía y amenaza con destruir el patrimonio al desplazar otros negocios y sus tradiciones con mayor valor. El efecto es el mismo que en la gentrificación urbanística. Aunque al principio cabe apreciar algunos elementos positivos de regeneración, se acaba destruyendo la ciudad auténtica. Y esto se percibe cuando ya no hay marcha atrás y el patrimonio está arrasado. La dificultad añadida es que resulta difícil que las políticas públicas puedan ponerle freno, ya que la libertad de empresa para orientar tu oferta o negocio es total», alertaba Luis.
«Es un fenómeno dramático, un auténtica plaga, muy preocupante», comentaba preocupado Miguel. «Creo que se debe también a un intrusismo salvaje de antiprofesionales en el sector de la hostelería. Todo el mundo ve fácil instalar cualquier tipo de local de restauración y replicar menús con propuestas manidas de quinta gama. Sin embargo, los locales en manos de profesionales acreditados no suelen caer en el mismo defecto. O no con tanta intensidad».
«En las ciudades con turismo esto es especialmente acusado», añadía José María. «Fijaros en los bares de San Sebastián: muchos están siendo comprados por grupos y, aunque generalmente mantienen los nombres y decoración, montan cocinas industriales en las afueras desde las que sirven a todos sus establecimientos. Al igual que ocurre con la vivienda, los bares de la parte vieja han subido precios y se han llenado de extranjeros que hacen cola como si fuera un Starbucks y te miran mal si, en vez de ponerte a la cola, te instalas en un hueco de la barra y pides, como se ha hecho toda la vida. Consecuencia: el público local termina yéndose a otros barrios».
«Es cierto que hay una tendencia en esa línea, pero siguen existiendo establecimientos familiares que intentan operar apartándose de las cartas clónicas», respondía Luis. «El fenómeno no deja de ser una característica de las ciudades cosmopolitas y esa convivencia debería ser razonable. Lo importante, en cualquier caso, es que todos esos grupos que abren esta clase de locales sean profesionales y cuiden producto, servicio y calidad antes que cualquier otro aspecto. Además, el patrimonio y cultura gastronómica que tenemos en España van a hacer que siempre haya establecimientos familiares que procuren trabajar bien».
«Pues yo creo que estos sitios no existirían si no tuvieran un público encantado con su burrata o su tartar de salmón y aguacate y que prefiere lo regular conocido a lo bueno por conocer»; terciaba José María. «Pero no se puede culpar a la clientela», respondía Miguel. «La clientela se merece que exista una buena oferta y no se le debe exigir un determinado nivel de información o conocimiento. Más aún, si se trata de un público extranjero, que quizá no conoce nuestra cultura y no se da cuenta de si está ante un restaurante gentrificado… Es cierto que hay una clientela ignorante, a la que todo le da igual, pero también los hay deseosos de que surjan cosas auténticas».
«Al final la gastronomía se mueve con la sociedad y esto sucede igualmente en muchas otras actividades como el cine, la moda…», sentenciaba Ángel.
«Es un problema cultural y estoy de acuerdo en que hace falta educar y promocionar. Es muy difícil combatir la gastrificación cuando la gente no sabe distinguir entre sabores auténticos y los que proporcionan levaduras, excipientes, etcétera».
«Pues yo comparto totalmente la visión de Miguel sobre el intrusismo salvaje de los no profesionales y la banalización de la figura del cocinero… ¡En las chaquetillas de algunos chefs deberían poner ‘comprador de quinta gama’!», intervenía Rosa. «También debemos reconocer que la oferta de platos pre-cocinados es cada vez más espectacular. Su sofisticación, variedad y presentación me dejan muchas veces atónita».
«Totalmente de acuerdo», respondió Miguel. «El engaño es perfecto. Al consumidor menos cualificado le desorientan por completo con el envoltorio y los artificios. ¡Y puede incluso acabar contento!»
«En ese sentido, Francia lleva tiempo movilizándose para insuflar más transparencia al sector», intervine yo. «Hace unas semanas, Olivia Grégoire, la secretaria de estado para las Pymes, el Comercio, la Artesanía y el Turismo ha anunciado un plan para defender a aquellos restaurantes que elaboren auténtica comida casera respecto a los que sirven, sin indicarlo, la dichosa quinta gama. El objetivo es obligar a los hosteleros, a partir de 2024, a indicar en sus cartas aquellos platos que no preparan en sus restaurantes, para que los consumidores tengan toda la información. Igual que ocurre con los alérgenos. Se trata no sólo de proteger al comensal, sino de defender al restaurador esforzado que ofrece sus propias elaboraciones».
«Esa gastrificación no aporta nada a la gastronomía y amenaza con destruir el patrimonio al desplazar otros negocios y sus tradiciones con mayor valor»
«Creo que la defensa del patrimonio es sustancial, queridos amigos», intervino por fin Almudena. «Y a la sociedad la movemos las personas concienciadas. Pero hay que cuidar a los jóvenes, enseñarles y establecer planes para ellos… La revolución del siglo XXI será la de volver a cocinar en los hogares. Porque, de esta forma, se conoce el producto, el patrimonio y la temporada. Se resguarda la tradición y se obtiene salud».
Y nos dieron así las 18.00 horas, tomando café y soñando con arreglar el mundo o, al menos, con enderezar la oferta culinaria de los comedores públicos de nuestra tierra. Entre otros temas, nos dejamos en el tintero la moda de los decorados miméticos y las escuelas imperantes de interiorismo (minimalista, industrial, nórdico, exótico…), los falsos mobiliarios vintage y los camareros y chefs indocumentados, modelados en la estética hipster. ¿Qué responsabilidad tienen las redes sociales en todo esto? Sin duda, mucha. Pero ese es otro tema y da pie, sin duda, a un próximo artículo…