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Gastronomía

Crudas, con champán y, a veces, letales: historias de las ostras de Vigo a Nueva York

«A nadie dejan indiferente. Las detestas, te apasionan o tuviste la desgracia de que una te sentara mal»

Crudas, con champán y, a veces, letales: historias de las ostras de Vigo a Nueva York

Un plato de ostras.

Un docto y correctísimo lector (o lectora, no queda claro) me sugiere las ostras como posible artículo. Pues, ¿alguien dijo miedo?

A nadie dejan indiferente. Las detestas, te apasionan o tuviste la desgracia de que una te sentara mal: al metértela en la boca notaste un sabor ligeramente extraño, algo metálico, y tu primer reflejo fue escupirla, que es lo que debiste hacer. Pero como estás muy bien educado y no se escupe -así de simple- pues la ingeriste sin investigar demasiado, disfrazando tu aprensión con un “¡bah! cosas mías”. Sí, sí, cosas tuyas… vaya noche pasaste. Y ahora, años después, sigues siendo incapaz de enfrentarte a una de ellas.

Dicen que eso se llama “aversión condicionada al sabor”. Y lo cierto es que pueden ser portadoras de bacterias y toxinas susceptibles de generar todo tipo de problemas gástricos. La gravedad de ellos es lo que condiciona la duración del rechazo, que puede ser de por vida. Este cronista tiene dos casos cercanos de grandes aficionados que no las prueban desde hace decenas de años. Por mi parte, he tenido suerte. Solo una vez, en San Francisco, rechacé unas ostras. En realidad, una ostra, tan grande como el plato en que llegó y que me produjo una repulsión visceral. Confieso que no llegué a probarla.

Decía Cela que unos se enteran y se relamen, mientras que otros ponen cara de pardillo y pregonan a los cuatro vientos la falacia de que la gula es pecado mortal. Viene esto a cuento porque si uno hace examen de conciencia, que de vez en cuando -muy de vez en cuando- no viene mal, en ningún momento ha tenido sentimientos de culpa por gula. Pero comiendo ostras pude haber sufrido alguna reflexión perniciosa en al menos dos ocasiones.

Una, en Vigo: volvíamos a Madrid, tras un fin de semana en casa de unos amigos en Villagarcía. Ya os contaré detalles de la llegada a casa de sus padres: él era completamente sordo y ella había tenido cáncer de laringe. La sordera de uno obligaba a gritar a mi mujer, mientras que yo no oía nada de la no-voz de nuestra anfitriona, oculta por las voces de la pareja de al lado… Berlanguiana escena. Ese fin de semana pasamos hambre, por tremendista que suene. De cena, una tortilla de patatas para ocho, y en este plan. Pero, ¡ah, amigo!, a la vuelta, en el Mercado de la Piedra vigués, nos resarcimos a modo, regando medias docenas tras medias docenas con tazas de un ácido ribeiro que las señorucas nos sacaban de las tabernas cercanas… De esto hace más de 40 años y no he vuelto al mercado. Confío en que allí sigan, simpáticas, campechanas jallegiñas, abriendo ostras como quien abre cervezas.

Y la otra ocasión en París, en una brasserie, Ruc, muy cerca del Louvre. Era un viaje de trabajo y coincidió con el nacimiento de mi tercera hija. Y ¿qué hace uno cuando le cuentan que vuelve a ser padre? Bueno, puede encerrarse en el hotel, con cara de pardillo, contrito por no haber estado al pie del cañón, como impone la paternidad responsable. Y también puede enterarse, relamerse e invitar a ostras y champán. En ningún caso tuve cargo de conciencia, ni sentimientos de culpa (ni pensé en gula, claro) aunque un gusanillo cabrín me dijo al oído que cinco docenas es algo excesivo…

Las ostras, desde luego crudas. A no ser que se pongan en manos privilegiadas, como las de Hilario Arbelaitz, en el desaparecido Zuberoa, donde mi suegro, celebrando el embarazo de su segunda hija (su tercer nieto, segundo de mis hijos), nos invitó a una cena irrepetible. Las ostras se acompañaron de un memorable Krug millesimé y el resto de la cena se regó con nada menos que un Lafite-Rothschild. O las de Goizeko Wellington, donde mi amigo Fred “me ofreció”, como tradujo él de su francés natal, una cena por mis cincuenta.

Las primeras, en ensalada, con caviar Beluga. Las segundas, sobre una gelatina de ginebra. Indescriptibles ambas. Claro que, bien pensado, ambas estaban crudas… También, según leo en la imprescindible Enciclopedia de los sabores de Niki Segnit (Debate, 2010), que en Burdeos las acompañan con un embutido, una especie de salchicha. La autora queda, parece, extasiada con el chasquido (sic) caliente y picante del chorizo unido a la frescura de la ostra, el todo acompañado de una copa de Graves. Debo confesar que la probatina (una rodaja de buen chorizo leonés picante, asustado apenas en la sartén, como lecho de una ostra) me tienta, acaso solo por insólita.

En el lado oscuro, en el Oyster Bar de Nueva York, en los maravillosos sótanos abovedados, cubiertos de azulejos, de la Grand Central Station, me dejé tentar por unas ostras Rockefeller, grasas y harinosas: incomibles. Ni siquiera el Almax, del que siempre tengo una prudente reserva en mi equipaje, me evitó una noche de ésas que trascurren en el sillón de la habitación del hotel, mientras se maldice a Rockefeller, a sus bivalvos y a la pastelera madre de mi anfitrión.

No, no soy partidario de cocinar las ostras, aunque haría encantado una excepción con las que propone Argingoniz, en su Etxebarri, a la parrilla con algas. Pero ni con Tabasco, ni con apio muy picado, ni en batido, como le gustaban a mi amiga Beatriz. Ni en embutido con gambas, como se hace en Louisiana con una variante del Gumbo, esa contundente sopa. 

Las mejores ostras que he probado en mi vida las comí en Madrid, en el antiguo Goizeko Kabi de Comandante Zorita. Jesús Santos, el patrón, me dijo prácticamente al oído “no dejes de pedir ostras, nos ha llegado un cajón excepcional”. Tan excepcional que no hice ni amago de ponerles limón, como siempre había hecho hasta entonces. Y no he vuelto a regarlas con el cítrico, costumbre que nació cuando había que enmascarar el olor, y el sabor, del pescado que llegaba al centro. 

Las ostras no están en mi menú habitual. No digo que sea plato de celebración, pero pedirlas es poco frecuente, sin saber demasiado bien el porqué. E indefectiblemente las acompaño con champán. Hay quien las toma con un blanco fresco, con vodka o ginebra heladas y hasta con un bloody mary. Nada de ello suena mal, y para gustos, ya se sabe.

Dicen que son afrodisíacas. No suelo dar pábulo a ese tipo de habladuría, pero tienen, creo yo, un algo sí es no es erótico. David Leavitt, en una de sus escabrosas novelas relata una ambigua escena de la película Espartaco, en que Toni Curtis está bañando al amo, Lawrence Olivier.

—¿Comes ostras, esclavo? -le pregunta.

—Cuando las hay, amo.

—¿Y caracoles, esclavo?

—Si no hay ostras, amo.

La escena no se incorporó a la película, claro.

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