THE OBJECTIVE
Internacional

Putin, Crimea y Sebastopol

«Las negociaciones de paz son inevitables, pero no se puede permitir que Rusia escape con ganancias, pues podemos estar seguros de que repetiría la tropelía»

Putin, Crimea y Sebastopol

Vladimir Putin. | Zuma Press

«The true soldier fights not because he hates what is in front of him, but because he loves what is behind him». G.K. Chesterton.

Casi un año ha transcurrido ya desde que la voluntad personal y soberana de Putin desencadenara una terrible guerra en el corazón de Europa. Y no es una mera simplificación decir que la decisión fue personal: él mismo ha alardeado de ello, sabiendo que predica en oídos receptivos que, todavía hoy después de los horrores que hemos visto, aplauden la figura del hombre fuerte, el salvador de la patria, el continuador de la gloriosa historia, que sin duda habrá leído y asimilado las palabras que se atribuyen a Tiberio (o a su sobrino-nieto Calígula, según otros): Oderint dum metuant ([No importa] que me odien con tal de que me teman).

La invasión ha sido a un tiempo criminal e incompetente. El rasgo criminal se puso de manifiesto desde el primer momento, mucho antes de que se descubrieran los crímenes cometidos en Bucha y otros lugares, los bombardeos sistemáticos de objetivos civiles, que hoy siguen incluso incrementados, torturas a prisioneros, y un sinfín de tropelías en el campo de batalla y en la retaguardia. Fue criminal porque Rusia incumplió de manera flagrante y deliberada el Memorando de Budapest con respecto a Ucrania, firmado en 1994, por Estados Unidos, el Reino Unido y Rusia que entre otras disposiciones – y a cambio del cumplimiento por Ucrania del Tratado de no Proliferación (en la práctica, la entrega a Rusia del armamento nuclear soviético en su poder) – «reafirma el compromiso […] de respetar la independencia, soberanía y fronteras existentes de Ucrania» (Art. 1) así como «…la obligación de abstenerse de la amenaza o uso de la fuerza contra la integridad territorial o independencia política de Ucrania, y que ninguna de sus armas será nunca usada contra Ucrania» (Art. 2). Es cierto que el título habla de «assurances», en lugar de «guarantees», término este que fue solicitado por Ucrania y hubiera sido más sólido, lo que ha permitido a los otros dos firmantes evitar la intervención activa a la vista de la brutal agresión rusa, pero ello afecta a las respuestas de las partes que observan cómo otra lo viola, no a las acciones del perpetrador que están igualmente prohibidas con cualquiera de los dos sustantivos.

En todo caso ya en el 2014, con la toma de Crimea y el subrepticio pero notorio apoyo a los separatistas del Donbás (los famosos «hombrecillos verdes») el problema del incumplimiento del Protocolo se presentó, y la manera de solventarlo fue la típica a la que todo político recurre cuando se le afea el incumplimiento de esta o aquella promesa: aducir que las circunstancias han cambiado. Así, Putin declaró que el movimiento llamado Euromaidan, que forzó la huida del Presidente prorruso Yanukovych, equivalía a la formación de un nuevo Estado (nadie más ha percibido tal cosa) con el que Rusia no había firmado ningún protocolo, olvidando convenientemente que, aunque Ucrania es parte del acuerdo, las obligaciones recaen sobre los otros tres firmantes, pues las de Ucrania (entrega de armamento) habían sido cumplidas tiempo atrás. Putin sugería en cambio que el que había violado el Protocolo había sido Estados Unidos, por instigar el Euromaidan. A mayor abundamiento, y en referencia a las provincias de Luhansk y Donetsk, afirmó que dicho memorando «no le obligaba a forzar a una parte de la población de Ucrania a permanecer en ella contra su voluntad».

Todas estas afirmaciones convirtieron de facto los Memorandos de Budapest en papel mojado, suscitando la cuestión más amplia del valor de los tratados internacionales que, cuando las circunstancias cambian (a juicio de una de las partes) sus disposiciones dejan de tener poder coercitivo, lo que es particularmente cierto para las potencias nucleares, que se consideran por encima de cualquier fiscalización de los demás. Como, según relata Tucídides en su Historia de la Guerra del Peloponeso, los atenienses dijeron a los melianos: «Tal como es el mundo, el derecho se dirime entre poderosos, mientras que entre desiguales el fuerte hace lo que le place, y el débil sufre lo que debe». Huelga decir que, hasta donde sabemos, en la invasión del 2022 ya nadie se ha molestado en invocar los Protocolos, Rusia desde luego, pero tampoco los otros dos garantes o fiadores.

Sobre la incompetencia en su conducción de la guerra se ha escrito mucho, en especial en los aspectos tácticos y organizativos, y no vamos a aportar ninguna novedad después de casi un año. El desprecio de la vida humana bombardeando objetivos civiles de toda clase, y empleando a expresidiarios del Grupo Wagner para marcar con sus muertos y heridos los posteriores blancos de su artillería (se dice que ya sólo quedan 10.000 de los 40.000 hombres iniciales); el desprecio por los objetivos estratégicos de la guerra y la fijación en cambio en responsabilidades personales, resultados y objetivos locales… todo ello y mucho más ha conformado una conducción de la guerra demencial, incompetente e ignorante de la más mínima ética.

Hay un aspecto más estratégico, sin embargo, que aunque ya ha quedado muy atrás arroja luz sobre otras decisiones posteriores. Me refiero a los meses durante los que una fuerza estimada en 100.000 hombres estuvo desplegada en las inmediaciones de la frontera con Ucrania suscitando el debate de si su propósito era meramente coaccionar o invadir, como finalmente fue, pero para lo que no tenían órdenes hasta literalmente horas antes. Es muy posible que el objetivo fuera efectiva y exclusivamente coaccionar, que la decisión de invadir no formaba parte de ninguna de las hipótesis, y que sólo la tomó autocráticamente Putin de manera improvisada al ver que lo anterior no producía ningún efecto. Ello, combinado con la inflada opinión que Rusia tenía de sus Fuerzas Armadas y la baja estima que tenía de la capacidad de las ucranianas, así como de la moral y espíritu nacional de aquel pueblo, fueron la base de la catastrófica decisión y la incompetente conducción de la guerra inmediatamente después.

En apoyo de esta idea debemos recordar que el 22 de febrero, antevíspera de la invasión, Putin declaró la independencia de los dos oblasti Donets y Luhansk en apoyo de los insurgentes locales, lo que parecía descartar una arriesgada invasión de todo Ucrania por innecesaria. A mayor abundamiento, el 29 de septiembre siguiente, tras siete meses de guerra, Putin reconoció asimismo la independencia de las provincias de Jerson y Zaporiyia, solo unas horas antes de admitir en la Federación Rusa a las cuatro entidades «independientes» (Crimea ya había sido admitida años atrás) creando así la impresión de que la independencia es una obligada condición previa a la anexión, una concesión a la formalidad bastante incongruente con los violentos métodos empleados para incorporarlas. Curiosamente, para una nación que gusta de invocar precedentes más o menos tenues para sus depredaciones, en el caso por tantos motivos similar de las provincias georgianas de Abjasia y Osetia del Sur en 2008 (para lo que invocó Kosovo) Moscú reconoció su independencia –bien que con escaso éxito internacional (Nicaragua, Venezuela, Nauru y Siria) –pero nunca se las anexionó.

Estos métodos, especialmente durante los cerca de cuatro meses de mando unificado en la persona del General de la Fuerza Aérea Serguei Surovikin («el carnicero de Siria», o «el General Armaggedon»), no pueden por menos que evocar las famosa palabras que Publio Cornelio Tácito escribió sobre la manera en que su suegro Cneo Julio Agrícola condujo la guerra en Britannia: «Auferre, trucidare, rapere, falsis nominibus imperium, atque, ubi solitudinem faciunt, pacem appellant» (Destruyen, masacran, secuestran, usurpan, y donde hacen un desierto lo llaman paz). 

¿Es posible la paz con Putin?

Por todo ello, el único resultado de esta guerra (ya hasta el propio Putin de vez en cuando deja de usar el ridículo designador de «operación militar especial») solo puede acabar con la derrota del agresor, la devolución de lo conquistado, la reparación de los daños causados y el juicio de los muchos crímenes de guerra cometidos, para que en el resto de Europa podamos respirar razonablemente seguros de que otra situación como esta no se va a repetir. Y ello, inevitablemente, lleva consigo la premisa de un cambio de líder y de régimen en Rusia. Pero todo esto suscita la importante cuestión de si es posible, de cómo y de cuándo. 

Para ese análisis es preciso tener en cuenta que incluso una derrota total del agresor no evita negociar la paz. En todas las guerras, incluso aquellas en que la derrota fue aplastante y sin paliativos, ha habido que acordar los términos de la rendición. La razón es que por total que la derrota sea –pensemos en Alemania o Japón en 1945– al vencido aún le quedan fuerzas, evidentemente insuficientes para vencer, pero suficientes para hacerle la vida difícil al vencedor, aunque sólo sea con una prolongada guerrilla. Esto, el orden y la protección ciudadana en los territorios hasta ese momento sometidos a disputa, y la posibilidad de otras maldades residuales de los irreductibles, es lo que se trata de evitar en la mesa de rendición cuando un lado ha levantado bandera blanca. Nada nuevo para Rusia, que continuamente trompetea su victoria sobre la Alemania nazi en la «Gran Guerra Patriótica» pero que convenientemente olvida el humillante tratado de paz de Brest-Litovsk que Trotsky se vio obligado a firmar en 1918 por las Potencias Centrales, incluyendo la renuncia soviética a Ucrania (aunque recuperada cuatro años más tarde).

Lógicamente, la tarea de identificar bajo qué términos podría acordarse la paz implica analizar cuáles son los objetivos del agresor; los del agredido son evidentemente regresar al statu quo ante, aunque en el caso que nos ocupa hay que considerar si la agresión de 2014 que culminó pero no terminó con la toma de Crimea constituye un todo con la actual, así como las reparaciones que deben restituir la economía a su estado anterior. Los muertos, desgraciadamente, nadie puede restituirlos.

Pero, a estas alturas, el verdadero objetivo del agresor es ya muy difícil de dilucidar: tal parece que ya no es conquistar Ucrania, sino destruirla. Pero si conserva alguna intención de preservar la integridad física, bien que disminuida, de una nación que repetidamente ha identificado como hermana, y llegar para ello a una mesa de negociación, a lo que también repetidamente se ha declarado dispuesto (pero con inaceptables condiciones) Putin se ha disparado repetidamente en el pie al declarar la anexión de las cuatro provincias orientales y la subsiguiente adopción de una postura defensiva. 

En primer lugar ha puesto de manifiesto la falsedad de los especiosos, incluso ridículos, motivos que adujo para atacar a Ucrania, que fueron variando con el tiempo. En orden no necesariamente cronológico (ni lógico): detener el progreso de la OTAN hacia el Este, derrocar un gobierno neonazi, desmilitarizar Ucrania, acabar con el movimiento LGTBI, proteger al virtuoso mundo eslavo de la depravación y decadencia occidental… Todos ellos, que solo se pueden conseguir con la toma del Gobierno y el consiguiente sometimiento de la totalidad de la nación, incluso aunque añadamos el no menos imaginario de acabar con la opresión de los rusófonos, teniendo en cuenta que los hay prácticamente en toda Ucrania (cada vez menos ahora) son incompatibles con una conquista que reclama un 27% de territorio ucraniano (reducido en la práctica al 15% gracias a la liberación de varias zonas, particularmente las de Járkov y Jerson) y se atrinchera en él. Cierto, intentó sin éxito capturar la capital nacional, evidentemente para llevar a cabo un golpe de estado, pero luego abandonó la zona «en un gesto de buena voluntad» como risiblemente dijeron. Sea como fuere, parece que, desde el punto de vista de la «venta» de una victoria a su público se daría por satisfecho con conservar lo que tiene, pues su propiedad es la principal de las inaceptables condiciones que ponen para sentarse a negociar.

En segundo lugar, la anexión ha eliminado cualquier clase de incentivo que Kiev pudiera tener para participar en una mesa de negociación antes de la merecida victoria final que Ucrania espera: nadie en Ucrania aceptaría tamaña claudicación de su Gobierno, que tal vez hubiera sido posible de no mediar esa anexión. Antes de ello aún había intentos dentro y fuera de Ucrania de arrastrarla a la mesa; tras ello, todo el mundo comprende su negativa.

«Rusia empieza a notar los efectos –hasta ahora eran motivo de burla– de las medidas económicas, en una nación cuyo PIB es apenas la doceava parte del de los Estados Unidos y disminuyendo»

En tercero, por parecidos motivos, la declaración ha reducido la voluntariedad de cualquier aspirante a mediador: las conquistas de territorio no están bien vistas en el siglo XXI, ni siquiera para los votantes, sean quienes sean, del presunto voluntario a ese desagradecido papel. Veremos quién se presta a ello si y cuando la ocasión llega, y qué motivaciones aduce frente a su electorado. A no ser que se trate de otro autócrata, como Recep Tayyip Erdoğan o Xi Jinping, a quienes la opinión de sus administrados no les importa. Pero lamentablemente (para ellos) el resto del mundo no les consideraría candidatos aceptables. En el segundo de ellos, además, la condonación por parcial que sea de una conquista iría contra las milenarias tradiciones chinas en política exterior.

Finalmente, y tal vez lo más importante, la acción dificulta al propio Putin alcanzar ningún compromiso si las cosas le van mal, como va pareciendo (a pesar de los anuncios hasta ahora siempre positivos de su Gobierno, que debería tener la franqueza de Pirro, Rey del Epiro, quien al ser informado de las bajas sufridas en una batalla ganada exclamó: «Otra victoria como ésta y habremos perdido la guerra»). En efecto, no requiere el mismo nivel de credulidad del público ruso que Putin regrese sin haber reclamado tierras afirmando que al menos se les ha dado una lección a los díscolos ucranianos, que declarar victoria habiendo cedido en la mesa de negociación lo que él mismo ha descrito como «una parte -para siempre- del sagrado territorio patrio».

Por cierto que estos anuncios, hasta ahora ficticiamente positivos, de manera sorprendente están empezando a no serlo. El anterior Presidente y Primer Ministro en alternancia con Putin, Dmitry Mevedev, ha admitido en el contexto de una de sus habituales y demenciales amenazas la posibilidad de una derrota rusa como factor desencadenante del holocausto nuclear. Esta admisión, en un momento en que las ofensivas ucranianas de otoño pasado parecen haberse detenido, debe ser indicativa de las dificultades logísticas, económicas y de moral militar y popular que Rusia debe estar sufriendo. En efecto, Rusia empieza a notar los efectos – hasta ahora eran motivo de burla – de las medidas económicas, en una nación cuyo PIB es apenas la doceava parte del de los EEUU y disminuyendo, y sometida como todas a la constricción que explicó elegantemente Marco Tulio Cicerón: «Nervos belli pecuniam infinitam«

El presidente ruso, Vladimir Putin. | Europa Press

Todo lo dicho, además de la evidencia de que de no ser totalmente derrotado proseguirá la amenaza rusa a sus vecinos, nos dice que no es posible acordar una paz antes de que la derrota sea inocultable, y que los términos de la rendición deben incluir que el agresor pague por la reconstrucción, y sus dirigentes sean entregados al Tribunal Penal Internacional, para responder de su agresión y de sus crímenes de guerra. 

Pero lo que es correcto, ético y deseable no siempre es alcanzable, y ya muchos, probablemente inspirados por el previsible agotamiento de ambos contendientes, guiados por una inexplicable compasión por el agresor («No hay que humillar a Putin», dijo el Presidente Macron en un rasgo de piedad excusable en las relaciones personales pero inaceptable en el mundo de las internacionales) y alarmados por la consiguiente bajada del umbral nuclear para Rusia, contemplan la indeseable posibilidad de llegar a unas tablas, a una guerra congelada, con ambos contendientes exhaustos, lo que obligue a sacrificar la moral, la lógica y la justicia en aras de limitar una pavorosa ruina a toda una nación, algo que a los dirigentes rusos no parece importarles pero que ningún observador puede ignorar.

Llegados a este punto hay que volver a examinar las aspiraciones de ambos contendientes. Y en ellas destaca la Crimea, a mi juicio mucho más crítica para el eventual éxito de unas todavía inalcanzables negociaciones.

La clave es Crimea

La península de Crimea fue invadida y capturada hace ya nueve años, con lo que en cierto modo su importancia relativa ha descendido en la mente occidental. Además, el conflicto del Donbás comenzó más o menos simultáneamente con la anexión de Crimea, recabando la atención que Crimea merecía y relegándola al inferior estatus de un insurrección provincial, como lo eran las de Donetsk y Luhansk. Más recientemente, la anexión de las cuatro provincias –aquellas dos más las de Zaporiyia y Jerson- no ha ayudado tampoco a visibilizar para Crimea la estatura estratégica que en realidad tiene. 

Con todo ello el factor Crimea, con Sebastopol como componente primario, ha sido generalmente olvidado en las voluntariosas búsquedas de una solución negociada. Sin embargo, incluso Sebastopol por sí solo merece toda la atención. Es la más importante, con diferencia, base naval en el Mar Negro, imprescindible para una presencia naval rusa en ese mar consistente con su autoestima, donde han construido sus portaaviones y buena parte de sus otros buques de guerra (no es que sea una hazaña tecnológica, dada su escasa calidad técnica, pero las otras bases fuera del Mar Negro la tienen aún inferior) y es la base logística y operativa de sus actividades navales no solo en el Mar Negro, sino también en el Mediterráneo. 

Pero es que las otras bases navales rusas en el Mar Negro, Taganrog y Novorossisk, no son ni remotamente comparables, la primera por su pequeño tamaño y su encierro en el Mar de Azov, con el Estrecho de Kerch impracticable con una Crimea que de nuevo estuviera en manos ucranianas. Novorossisk, aunque ha crecido estos últimos años y es muy superior a Taganrog, es aún de escaso tamaño comparada con la enorme Sebastopol, y está sujeta al poderoso viento catabático llamado bora,  que de vez en cuando y de manera repentina se desencadena sobre el mal orientado puerto haciendo estragos en los buques atracados. Y sobre todo, ambas bases secundarias están desprovistas del formidable hinterland industrial, indispensable para una base naval, que con los años se ha ido formando alrededor de Sebastopol y que es imposible de replicar en poco tiempo en cualquiera de las otras.

Desde el lado ucraniano, la necesidad de la posesión de Crimea se considera igualmente perentoria, en gran medida por razones especulares a las rusas. En efecto, con Rusia en posesión de Crimea los puertos ucranianos del Mar de Azov (Berdyansk, Mariupol, Yeysk) se hacen inoperantes pues el Kerch, con ambas orillas en manos rusas y un puente que lo cruza reduciendo aún más la zona navegable, es muy fácil de bloquear, lo que no parece estaría por fuera de lo aceptable para una Rusia que, en este caso, habría cantado victoria. Y, aunque carecen de significación naval, un complejo industrial y terminal de producción agrícola sin un puerto que lo sirva pierde gran parte de su valor.

«Hoy la proporción de rusos étnicos es en la Ucrania continental de un 15%, mientras que en la Crimea inmediatamente anterior a 2014 era de un 68%»

Este capital obstáculo a unas hipotéticas conversaciones de paz no ha sido, sin embargo y como decíamos, apenas comentado. Pero la razón no es desconocimiento de su existencia, ni minimización de su importancia. La razón, pura y simplemente, es que la posesión de Crimea por Rusia y consiguiente pérdida para Ucrania se da por descontada para los abogados de la solución diplomática, como Francia y Alemania, que para ello sin duda cuentan con que las fronteras de Crimea son fácilmente delimitables y defendibles.

Pero de más importancia para este análisis es que las fronteras son sin duda las razones históricas, que son las que han creado la distribución poblacional actual. Los tártaros eran los genuinos pobladores autóctonos, de religión musulmana y fidelidad turca en la que persistieron a pesar de su conquista por el Imperio Ruso a finales del siglo XVIII. Por ello sin duda, en 1940 el Gobierno soviético deportó masivamente a los tártaros de Crimea a Siberia, en uno de los crueles experimentos étnicos que estaban en boga en aquellos años bajo el comunismo y el nacionalsocialismo, con objeto de erradicar la todavía existente simpatía por Turquía y cualquier asomo de nacionalismo local. 

No contentos con ello, en 1964 Jruschov consiguió un decreto del Presidium del Soviet Supremo que transfería su administración de la República Socialista Soviética de Rusia a la RSS de Ucrania, con la fantástica explicación – no sólo Putin aduce razones ridículas para justificar sus tropelías – de que se trataba de un regalo para celebrar el tercer centenario de la unión «indisoluble» de Ucrania y Rusia. Con ello, en realidad, lo que pretendían era confundir los sentimientos patrios tanto en Crimea como en Ucrania propiamente dicha, y eliminar así lo poco que quedara de sentido identitario. Solo con la disolución de la Unión Soviética los tártaros empezaron a regresar desde Siberia a la tierra de sus antepasados y a establecer comunidades regidas por sus antiguas leyes y costumbres, pero la confusión de identidad que ha quedado entre los 2.300.000 habitantes de Crimea es considerable, y el pequeño número de tártaros que pueblan ahora su tierra ancestral, unos 277.000, no ayuda.

Hoy la proporción de rusos étnicos (hasta donde se puede diferenciar en Ucrania entre ciudadanos ucranianos de etnia rusa o rusófonos) es en la Ucrania continental de un mero 15%, mientras que en la Crimea inmediatamente anterior a 2014 (hoy es imposible averiguar con un mínimo de fiabilidad) era de un 68%, con un 16% de ucranianos y un 12% de tártaros. La evolución de estos últimos es todo un testimonio de la idea rusa de colonización e ingeniería social: durante los siglos XVIII y XIX los tártaros formaban una mayoría de hasta el 87%, que empezó a decrecer con la Revolución y las deportaciones del régimen comunista hasta el 0,2% en 1979. En 2001 empezaron otra vez a crecer hasta las cifras actuales citadas.

De hecho, cuando Ucrania declaró la independencia de la Unión Soviética en 1992 con el apoyo de los habitantes de Crimea a pesar de ser mayoritariamente de etnia rusa, Crimea declaró a continuación su propia independencia de la independiente Ucrania (es decir, no directamente de la URSS como los demás) a pesar de haberla ayudado a emanciparse. Sólo arduas negociaciones y promesas de autonomía persuadieron a los crimeanos de volver al redil.

Rusia trató seguidamente de sustraer Crimea a la nueva nación, aduciendo que su pertenencia a la República Socialista Soviética de Ucrania era artificiosa y, como mucho, puramente administrativa, argumento que, a la vista del decreto impulsado por Jruschov, no dejaba de tener cierta lógica. Cuando esta pretensión se mostró inviable por la férrea resistencia de la Rada (Parlamento) ucraniana, redujeron la reclamación a Sebastopol y su distrito, que Rusia consideraba parte intrínseca de la Flota del Mar Negro. Ahora bien, Rusia quiso conservar, como legítimo heredero universal de la URSS, la Flota con su base incluida, lo que fue disputado por el flamante Gobierno ucraniano, aduciendo que el 97% de los oficiales de la Flota del Mar Negro había jurado fidelidad a Ucrania. Razón no les debía de faltar, porque pronto se produjo el incidente del patrullero SKR-112, que izó la bandera ucraniana y huyó a Odessa, siendo perseguido y abordado por unidades rusas, pero aplaudido y apoyado por muchos otros; pocos días después, oficiales ucranianos tomaron posesión del nuevo buque de mando y control Slavutych. Las discusiones duraron cinco años, incluyendo intervenciones diplomáticas de los Estados Unidos, declaraciones unánimes de la Duma de irrenunciable soberanía sobre Sebastopol, un período de mando compartido, muchas declaraciones beligerantes de mandos navales y militares, y varias ocasiones en que a punto estuvieron de llegar a las manos seriamente, y que sin saberlo entonces eran un preludio de la guerra que ocurriría años más tarde.

El gobierno de Moscú descarta devolver Crimea a Ucrania
Soldados rusos en Sebastopol, Crimea, en una imagen de 2017. | Europa Press

Como resultado, Sebastopol quedó alquilada por Ucrania a Rusia por el Tratado de Paz y Amistad (sic) de 1997 por un período de 20 años teóricamente prorrogable (que terminó prematuramente en 2014 con la invasión rusa, que en gran medida se debió a la improbabilidad de conseguir la prórroga) al precio de 100 millones de dólares al año revisables. Salta a la vista que, después de lo sucedido, en caso de recuperación de Crimea por Ucrania un nuevo arreglo semejante sería imposible. 

Pues bien, toda esta complicada historia, esta confusión de las afinidades a uno u otro de los contendientes (e incluso a Turquía), y sobre todo la significación de la base naval de Sebastopol, es lo que ha hecho a Crimea tan disputada y su papel en un eventual tratado de paz tan crítico. Los argumentos legales se oponen a los históricos y sentimentales, y los de seguridad a los que suscita el ejercicio del poder naval. Añádase que mientras que los límites de las provincias del Donbas están sujetos a los resultados de las batallas que se libran en todo un frente que avanza o retrocede con los combates de cada día, Crimea está razonablemente libre de esos vaivenes: es difícil imaginar una situación en esa península similar a la que ocurre en el Este de Ucrania. O se fuerza el Istmo de Perekop, y Crimea está perdida para Rusia, o si no permanece razonablemente incólume, pues Ucrania carece de una fuerza anfibia que pudiera forzar otro tipo de ataque. 

A esto se une que las dificultades para acordar algo son además cada vez mayores. Hasta ahora ha habido tres conversaciones de paz en la frontera entre Ucrania y Bielorrusia (28 de febrero, 3 y 7 de marzo) que no proporcionaron más que endebles y efímeros  acuerdos de evacuación de civiles, y una promovida por Turquía dividida en varias sesiones en Antalya, por videoconferencia, y en Estambul. Esta última fue la única con ciertos atisbos de éxito, a juzgar al menos por las declaraciones del principal negociador ruso, Vladimir Medinsky. Las premisas del acuerdo habrían sido la neutralización de Ucrania a cambio de una garantía concedida por los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (lo que de manera un tanto estrafalaria incluye a Rusia) además de Alemania, Canadá, Israel, Italia, Polonia y Turquía (varios de ellos evidentemente escogidos por su ambivalencia, más que por su influencia real en el caso). Objeto de ulterior negociación antes de la firma habría sido dilucidar qué territorio o territorios de Ucrania permanecerían ocupados por Rusia tras el hipotético alto el fuego, algo que quedó sin concretar, aunque está entendido que Ucrania nunca renunciaría a la reclamación legal de estos. En cualquier caso, la posibilidad de que algo de ello hubiera llegado a fruición quedó anulada con la abusiva anexión de las cuatro provincias.

Uno de los aspectos más chocantes de este preacuerdo nonato es que, a juzgar por lo poco que trascendió, parece tratar de parecida manera los territorios del Donbás y la Crimea, lo que a la luz de lo hasta ahora explicado es incongruente con las notables diferencias en la significación estratégica de ambos.

En efecto, una propuesta que incluyera una Crimea asignada a Rusia sería algo inaceptable para Ucrania, fuese cual fuese la suerte reservada al Donbás, por razones legales y por ser perjudicial para la economía de su costa en el Mar de Azov; una Crimea ucraniana, por otro lado, sería inaceptable para Rusia a causa principalmente de la importancia de la base de Sebastopol, tanto por razones de orden práctico (nunca se volvería a alquilar a Rusia) como de orgullo nacional. No hay un camino intermedio que pudiera sortear o repartir los inconvenientes antes enumerados, ni de trocear Crimea, ni manera de reducir el tamaño del problema al del distrito de Sebastopol con su hinterland industrial.

«La suerte de Crimea, cualquiera que sea su dueño tras la guerra es la parte más difícil e importante de ese acuerdo que debemos empezar a preparar, y que inevitablemente dejará a todos insatisfechos»

Sólo hay un camino que deje insatisfechos a ambos, si es que ese es el objetivo: una Crimea independiente, cuya seguridad estuviera garantizada (no meramente «asegurada») por la OTAN –la pertenencia a ésta de Turquía es de gran importancia, en vista de las residuales afinidades tártaras– además de por Rusia, Ucrania, y otras potencias. Ello debería incluir disposiciones especiales respecto a Sebastopol, sobre la libre navegación en el Estrecho del Kerch, sobre el regadío de la península, que sólo puede ser asegurado por las instalaciones de la ucraniana Kajovka en el río Dniéper, y sobre el propio puente sobre el Kerch, que conservaría alguna utilidad, a diferencia del caso de la Crimea ucraniana, en que probablemente se destruiría.

Naturalmente, esto negaría a ambos contendientes una parte sustancial de sus respectivas reclamaciones, pero les permitiría afirmar verosímilmente que al menos el otro no ha conseguido sus fines. Por otro lado, la posible decisión sobre la Crimea no afecta ni es afectada por el resto, por lo que la solución para aquello podría muy bien tomarse de manera separada del resto de las disposiciones. Además de que, como se ha señalado antes, la delimitación de sus fronteras es extremadamente simple, y en ambas direcciones (Istmo de Perekop y puente del Kerch). Lo que ello no eliminaría es un perpetuo motivo de resentimiento para el futuro en ambos, agresor y agredido, y en todo caso sólo se menciona aquí a fin de completar todas las posibilidades.

Precedentes para una independencia no faltan: tras la Guerra de Kosovo la OTAN se comprometió a asegurar la estabilidad de esta comunidad de 1.900.000 habitantes con la presencia de la KFOR, garantizando que tras un período transitorio Kosovo volvería a su legítima posición como parte de Serbia. Fue la ONU, evidentemente en la estela de una declaración unilateral de los kosovares, la que alteró este propósito, que correctamente no ha sido secundado por todos, pero no deja de tener su interés. 

La suerte de Crimea, cualquiera que sea su dueño tras la guerra, Ucrania, Rusia o los propios crimeanos, es, pues, la parte más difícil e importante de ese acuerdo que debemos empezar a preparar, y que inevitablemente dejará a todos insatisfechos: a Rusia porque sin duda recogerá el amargo fruto de sus malvadas acciones, y tal vez a Ucrania por la imposibilidad material de obtener toda la satisfacción que, ella sí, merece. Pero la dificultad práctica de llegar a tal acuerdo es enorme.

Conclusión

Es comprensible la ansiedad por promover unos acuerdos que permitan terminar la ruina y carnicería que han impulsado unas imprudentes ambiciones de Putin en ausencia de ninguna provocación ucraniana o de la OTAN. Sin embargo esos deseos no deben de ocultarnos que una terminación temprana del conflicto, cualquiera que sean las disposiciones que lo sustentan, sería presentada por Rusia como una victoria, aunque lo ficticio de su poder militar haya quedado ya irremediablemente al descubierto, y dejaría maltrechas pero vivas sus ambiciones de dominar en lo que considera su legítima «esfera de influencia», donde puede imponer su droit de regard por la fuerza si es preciso. No olvidemos que el Pacto de Varsovia ha sido la única organización militar en la historia que solamente ha invadido a sus propios miembros, y que esa es la idea que Putin y muchos rusos tienen del respeto al derecho que asiste a los demás a escoger su propio camino. 

Este no es ni mucho menos el momento de impulsar unas negociaciones, sobre todo porque ambos bandos mantienen plausibles esperanzas de terminar vencedores, así que ninguno aceptaría ni pensar en ello. Pero el momento llegará, bien por claudicación del agresor, que es el que deseamos, o porque ambos contendientes se agoten y simultáneamente busquen una puerta de salida. En ambos casos, la negociación en una mesa auspiciada por otros es inevitable, y a Rusia, el agresor, no se le puede permitir que escape de esto con ganancias, pues podemos estar seguros de que repetiría la tropelía, tal vez sobre Moldavia, otro vecino amenazado, y quién sabe dónde más. Es preciso tener preparadas unas propuestas que, no solamente dejen insatisfecho al agresor, sino incapacitado para nuevas aventuras imperialistas.

Fernando del Pozo es almirante retirado y analista de seguridad internacional en el Centro para el Bien Común Global de la UFV.

El Centro para el Bien Común Global es un think-tank de investigación aplicada creado en la Facultad de Derecho, Empresa y Gobierno de la Universidad Francisco de Vitoria con el objetivo de contribuir desde el análisis académico a la seguridad internacional, el desarrollo económico y la libertad y la justicia en el mundo.

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