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Elecciones británicas: ¿Brexit o 'Breturn'?

Lo mejor para todos sería un nuevo referéndum y tratar de volver a la reintegración del Reino Unido en la UE

Elecciones británicas: ¿Brexit o ‘Breturn’?

Ilustración de Alejandra Svriz

En el pasado 4 de julio, mientras los estadounidenses celebraban el aniversario de su independencia del Reino Unido (RU), los laboristas británicos derrotaban muy claramente a los conservadores después de 14 años de dominio de éstos. En las anteriores elecciones, de diciembre de 2019, los tories, habían obtenido una rotunda victoria, que remachaba la decisión por estrecho margen que había obtenido, en el referéndum de 2016, el famoso Brexit, la salida de los británicos de la Unión Europea. En realidad, el Brexit ha sido la cuestión número uno de la política británica durante el pasado decenio; y es muy posible que siga siéndolo durante varios años más.

Parece claro que todo el embrollado del episodio del Brexit ha distado mucho de ser el mejor momento (their finest hour, que hubiera dicho Winston Churchill) de la política británica reciente. Y, con las pasadas elecciones, el votante británico parece haber manifestado esta misma opinión, porque, durante todos estos años, los tories se han venido mostrando a la vez como los grandes defensores del Brexit y como los tenaces agentes de la confusión, la indefinición y la chapucería, que han terminado por hartar a los que antaño les votaron. Y no es que los laboristas hubieran tenido un papel mucho más airoso, porque mientras los tories, acuciados por las huestes xenófobas de Nigel Farage, se escoraban cada vez más en favor de la separación de Europa, los laboristas, capitaneados por el adocenado izquierdista Jeremy Corbyn, eran incapaces de tomar una posición clara y coherente sobre el tema.

También es cierto que las actitudes de los británicos con respecto a sus vecinos de allende del Canal de la Mancha tienen rasgos cuasi-edípicos de amor y fobia que hubieran interesado a Sigmund Freud si éste hubiera decidido aplicarles el método psicoanalítico. Desde hace mucho tiempo, los británicos parecen tener un pie en el Rin y otro en Stonehenge, el monumento megalítico ancestralmente británico. Y es este pie el que, desde lo más profundo del subconsciente colectivo, decide y gobierna a la sociedad inglesa en sus relaciones con sus vecinos continentales. No veo otra manera de explicar las singulares torsiones y contorsiones de la política británica con respecto a la Unión Europea (antes Mercado Común o Comunidad Económica Europea, CEE) desde 1957.

Repasemos algunos episodios de esta fluctuante política. Cuando se preparaba el Tratado de Roma (1957), que estableció la CEE, la Europa de los Seis, el embrión de lo que hoy es la Unión Europea de los Ventisiete (que serían 28 de no haber interferido el Brexit), el RU se mantuvo en su espléndido aislamiento y no se dignó a participar en las conversaciones preliminares. Pero en vista del éxito económico inicial de la CEE, el RU cambió de opinión y solicitó el acceso en 1961; entonces se encontró con Charles de Gaulle, presidente de Francia, que no era precisamente un anglófilo, y le dio con la puerta en las narices, vetándole por dos veces.

El RU respondió al rechazo organizando otra institución a su medida, la European Free Trade Area (EFTA), agrupando a casi todos los Estados europeos que no pertenecían a la CEE. Poco después de morir De Gaulle en 1970, el RU volvió a pedir el ingreso en la CEE, abandonando a su suerte a los demás socios de la EFTA, e ingresó en 1973, para seguidamente someter la pertenencia a la CEE a referéndum en 1975, donde ganó el remain (la permanencia) ampliamente. La EFTA dejó de existir y la mayor parte de sus antiguos miembros fueron luego ingresando en la CEE por su cuenta.

«Había que buscar un chivo expiatorio al malestar recesivo y la UE se convirtió en el villano ideal»

Pero en el subconsciente colectivo británico pervivía el desasosiego de pertenecer a un organismo extraño donde estaba frecuentemente en minoría (al fin y al cabo, en las Naciones Unidas, el RU tiene el privilegio de ser uno de los pocos miembros fijos del Consejo de Seguridad); el desasosiego creció cuando la Gran Recesión de 2007-15 se hizo sentir: fue entonces el momento en el que el que volvió a prevalecer Stonehenge. Había que buscar un chivo expiatorio al malestar recesivo y la UE se convirtió en el villano ideal. Se difundió la especie de que eran los fontaneros polacos los que estaban causando el aumento del desempleo en el RU, no una recesión internacional originada en Estados Unidos y debida en buena parte a la desregulación de los mercados financieros, que, precisamente por ser capaces de crear dinero, necesitan control.

Parece mentira que los mandarines liberales de la economía norteamericana cometieran tal dislate, y todavía más que la responsabilidad se endosara por el populismo británico a la inmigración de los trabajadores europeos. Mirado con un poco de perspectiva, aquello resultó ser un cúmulo de errores con ciertas justificaciones exculpatorias pretendidamente académicas y realmente populistas.

Ello no quiere decir que el Gobierno británico no tuviera motivos de queja contra el excesivo reglamentismo de la burocracia bruselense. Pero no era sólo el RU el que se quejaba de esto. El intervencionismo de la UE ha sido muy criticado y sigue siéndolo. Hay razones para pensar que sea uno de los motivos que explican el bandazo a la derecha de las recientes elecciones europeas del pasado mes de junio. Pero el RU no era el único Estado que protestaba contra el reglamentismo, ni se encontraba siempre en minoría en sus críticas. Al contrario: con el portazo del Brexit, los británicos volvieron a abandonar a sus compañeros de la vieja EFTA, que les apoyaban en la búsqueda de políticas más liberales (no en los mercados financieros, afortunadamente) por parte de Bruselas.

Pero los dislates no paran aquí. Para mi sorpresa, mis buenos amigos liberales españoles, renegando de lo que habían leído en Adam Smith, aplaudieron calurosamente la espantada británica, considerando que se trataba con ello de dar otro portazo en las narices, esta vez en las de los burócratas de Bruselas. Olvidaban que The Economist, el Financial Times, y muchos especialistas, británicos y no británicos, previnieron de que la separación del RU iba a perjudicar a ambas economías, la de la UE y la del RU, pero sobre todo a esta última, entre otras razones, por ser más pequeña. Y olvidaban que uno de los apotegmas de Smith es que la «división del trabajo» (es decir, la productividad) depende del tamaño del mercado. En palabras sencillas, es más eficiente una economía con un mercado de diez millones que dos economías, cada una con un mercado de cinco millones. La furia anti-Bruselas cegaba a nuestros liberales y les hacía olvidar las enseñanzas del padre de la economía, cuyos principios ellos mismo dicen, y exigen, seguir a pie juntillas.

«La economía se ha estancado, el nivel de vida se ha resentido, las fantasiosas promesas de Boris Johnson no se han cumplido»

Al cabo, la realidad ha dado la razón a Adam Smith, a The Economist, al Financial Times, y a una legión de expertos. El Brexit fue una metedura de pata económica de primera magnitud. La economía británica se ha estancado, el nivel de vida se ha resentido, las fantasiosas promesas de Farage, Boris Johnson y compañía no se han cumplido y la opinión pública británica se ha dado la vuelta. Posiblemente sea demasiado tarde. El cartero a veces llama dos veces, pero es muy raro que llame tres.

Se había dado el encadenamiento de errores desde muy atrás. Tony Blair había alentado el nacionalismo escocés, probablemente tratando de capitalizar y extender el nutrido apoyo que el laborismo tenía en Escocia. Se pasó de listo. El beneficiario de la supuesta magnanimidad de Blair fue el nacionalismo escocés, que aumentó su voto y pasó pronto a demandar un referéndum de independencia. Esta fue la situación que heredó el tory David Cameron cuando los británicos se cansaron del progresismo ilustrado de Blair. Cameron se encontró con una situación que le sobrepasaba: a su izquierda, los escoceses clamaban por la independencia, y a su derecha, los populistas ingleses bramaban por el Brexit. Cameron decidió dejar que decidiera el electorado. Suena muy democrático, pero los referéndums son armas que carga el diablo.

El referéndum escocés, celebrado en 2014, salió bien por los pelos. Pero los referéndums sobre cuestiones tan trascendentales como el desmembramiento de una nación o de una suerte de confederación internacional con más de medio siglo de historia y cuya integración se ha ido desarrollando de manera progresiva, no puede dejarse al albur de una mayoría simple de votantes. Una decisión de tanta trascendencia requiere una mayoría cualificada de todo el electorado.

El referéndum escocés había desmentido a las encuestas, y lo mismo hizo el del Brexit, pero al revés. Se celebró en junio de 2016 con las encuestas prediciendo una pequeña minoría en contra de la separación y lo que resultó fue una pequeña minoría en favor de la ruptura. Sólo se tuvieron en cuenta los votos, no el censo electoral; resultó así que el 37,4% del electorado sacó al RU de la UE. Un 35,6% votó remain y un 30% se abstuvo.

«Rishi Sunak cometió el error de nombrar ministro de Exteriores a David Cameron, el mayor responsable del desaguisado»

Todo se llevó a cabo con una imprevisión y una frivolidad incomprensibles, algo que se hizo evidente nada más concluir el recuento. Nadie había pensado en los problemas que el Brexit planteaba, además del disparate económico; los que tanto criticaban la burocracia de Bruselas descubrieron que habían creado un laberinto burocrático que a Kafka le hubiera hecho feliz. No se trata de llenar aquí páginas explicando el papeleo y el reglamentismo que trajo consigo la reimposición de aranceles, controles de aduanas y demás, después de cuarenta años de libre comercio.

Lo peor vino cuando los brexiteros se enteraron de que habían vuelto a dividir Irlanda. Los acuerdos que habían puesto fin a la violencia en Irlanda del Norte se habían visto grandemente facilitados por estar tanto el Ulster como la República de Irlanda dentro de la Unión Europea y, por lo tanto, haber desaparecido de hecho la frontera que los separaba. ¿Qué hacer? ¿Se volvía a partir Irlanda, o se separaba económicamente Irlanda del Norte del resto del RU? Después de años de tira y afloja, se llegó a una situación extremamente confusa y siempre considerada provisional. En todas estas laberínticas negociaciones, el gobierno inglés no se lució, y menos aún lo hizo bajo la premiership de Boris Johnson, uno de los grandes culpables del Brexit y cuya ligereza e irresponsabilidad quedaron bien palmarios. Los que le sustituyeron no pudieron salir muy airosos. El último, Rishi Sunak, que parecía discreto, cometió sin embargo el error imperdonable de nombrar ministro de Exteriores nada menos que a David Cameron, el mayor responsable del desaguisado, que había dimitido abochornado años atrás, tras conocerse el resultado del malhadado referéndum. Su nombramiento debió parecer una rechifla más al ciudadano.

Nada tiene de extraño que las recientes elecciones, antes que un triunfo de los laboristas, hayan sido un derrumbamiento de los conservadores, que han perdido más de la mitad de los votos que recibieron en 2019. A juzgar por la alta abstención y por la dispersión del voto, el electorado británico está indeciso; da la impresión de no saber lo que quiere, aunque sí saber lo que no quiere. Keir Starmer, el nuevo primer ministro laborista, ha hablado de reanudar las relaciones y estrechar los lazos con la UE. En mi opinión, en pura lógica, lo mejor para todos sería un nuevo referéndum y tratar de volver al statu quo ante, la reintegración del RU en la UE. Pero la historia pesa mucho y el recuerdo de los últimos 70 años difícilmente se borrará a ambos lados del Canal. ¿Quién podría asegurar que Stonehenge no se rebelaría de nuevo?

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