El escondite de Amanda
«Cuenta Amanda que, en poco rato, comenzaron a llover orgasmos; así lo dice, elige el verbo sobre una acción literal»
Una voz me gritó por encima de otras voces al otro lado del teléfono. Era Amanda en un bar; que no sabe cuál, me dice. Había salido del hostal dando tumbos, como una cría de gacela que comienza a caminar. Me chilla pero no entiendo lo que dice. Quiere beber y cenar. O solo beber. No lo sé, me cuesta atenderla mientras procuro que los huevos no se me abrasen en la sartén. «Qué coño dices Amanda, habla más despacio, ¡me pillas con la cena!». Amanda salía de los brazos del que iba a convertirse, por motivos reincidentes, en Saúl. Ella no lo sabe aún, pero su risa blanda lo apunta.
Ha sido un parto lento. A más allá de dos años se remontan los primeros mensajes; alguna cerveza compartida; también suspiros al volver a casa; montones de «¡cómo me pone este hombre!» y profundos olvidos después. El juego de las atracciones mutuas tiene muchos tiempos, estadios y caras: la de Amanda con su Saúl se maquilló de compadreo. Se delinearon los ojos con whatsapps vecinales, le aplicaron máscara a los comentarios de doble sentido, tiñeron de rubor los halagos y de rojo labial la curiosidad desperezada.
Detalla Amanda, que subieron al hostal pasadas las cinco para caerse por primera vez sobre el cuerpo del otro. Antes merendaron café y mojaron en él un puñado de besos poco disimulados. «Nos podría haber visto cualquiera, estamos locos, esto no puede volver a pasar». Arriba, en pleno parto de uno para el otro, se embebieron de sus fluidos y rodaron por las camas que terminaron por separarse. Al escurrirse entre ellas, cayeron tan patosos y jadeantes que les hizo «hartarse de reír».
Cuenta Amanda que, en poco rato, comenzaron a llover orgasmos; así lo dice, elige el verbo sobre una acción literal. «Está todo mojado, no sé cómo voy a dormir», me confiesa en una carcajada. Ella habla siempre desde la risa; esta vez se le escapa al compás del temblor de sus piernas. «Me tiemblan las piernas, casi no puedo andar», se rió otra vez.
Amanda tiene unos pechos hipnóticos; le gusta mandar selfies de su cara para indicar lo alegre, triste o aburrida que está; en cada frase inserta siempre un diminutivo, ya sea para animar al que la recibe o para esconder la grandeza de algún enfado; le cuesta admirar el tamaño de sus caderas; y tiene una dulzura que encandila a niños y animales por igual. Saúl tiene la barba larga, no sé mucho más. No conozco los detalles de la polla del amante de mi amiga ni su vientre ni su ingenio ni su acento. Solo sé que Amanda se pierde entre sus piernas y con eso me basta.
Juntos fueron cuerpos nuevos con voces cercanas. Había conocido en lo desconocido. Había ganas contenidas en un tirachinas con el que apuntaron a la vez, para dar en la campana de todas las suertes: un deseo correspondido, a escondidas de sus mundos, en una tarde de hotel.
Me cuenta que no sonríe sola por la calle porque se haya corrido tres veces; más bien porque hablaron confidentes en la búsqueda de cada aliento. Dice que va aturdida, ciega y zombie porque este Saúl, con el que luego quedaría cada semana durante el siguiente mes, era un Saúl con voz y ojos. Anda mira tú, vaya casualidad.
Ahora sale del hostal a cenar algo, creo haber entendido, y me reclama presencialmente para compartir su júbilo. En ese estado, paso de Amanda. Suena a tifón, a alta marejada, a noria de feria estropeada de película de terror. Se le ha acelerado la vida en las venas y habla con el útero en la garganta: una palabra que apenas entiendo con cada contracción. En cambio, yo estoy en calcetines, voy hacia el salón con un plato de comida en cada mano y un teléfono por violín. «Nene, que se enfría», voceo pensando que quiero colgar.
Más tarde y otras veces, Amanda dirá entre amigas que antepuse un par de huevos fritos a su entusiasmo. Las chicas me señalarán acusativas: dos huevos fritos no llegan al mínimo de glamour como para que la historia universal de la camaradería me pueda perdonar. «Discúlpenme señoras de bien, yo los lunes llevo el moño muy alto, la lengua muy corta y las bragas muy anchas», entonaré al son de Sabina.
Yo defiendo que los grandes partos de Saúles se vivan en la intimidad de la propia experiencia pero las chicas siempre se ríen en mi cara cuando me pongo profunda. «De profunda nada, pedante». ¿Véis? Así son.
Han pasado varios meses y desde entonces se siguen viendo en ese hostal. El café ya lo toman ahí arriba, a escondidas, como todo lo demás. Hoy Amanda no puede comerse un dónut de chocolate sin suspirar que le recuerdan a él. Así es la ñoña de Amanda. Esta es Amanda ahora; esta es ella desde él.