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Bésame mucho

«He agarrado de la cadera a Saúl procurando afianzar el ángulo para que tropiece dentro de mí»

Bésame mucho

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A lo lejos, dos cabezas se mecen en un baile de rostros aplastados. Se besan. Los amantes se inhalan y exhalan hasta vibrar en el compás de una respiración compartida, unísona. 

Los amantes se besan ante la luz del día y bajo la calidez de la noche. Se besan apoyando la espalda en la pared, uno sobre el otro, en calles poco transitadas o portales oscuros; apoyados en un árbol, recostados en el quicio de una puerta, sobre el alféizar de una ventana. Se rozan los labios y se miran muy cerca, como los cíclopes de Cortázar que desdibujan líneas, curvas, formas y coronan con ellas una nueva armonía de los rasgos, una glorificación de la belleza picassiana.

Otras veces, los que se aman se besan recostados en butacas, sostenidos en los brazos del otro para no resbalarse de las piernas; «ven, sube un poco más». O en cómodos sillones al abrazo del silencio que han dejado los que por fin se quedaron tranquilos y se echaron una siesta. 

También se besan en escalinatas de barrio, sobre el asiento de una moto, en el recreo de colegios e institutos, en la sillas incómodas del cine de verano, en las orillas de cualquier decorado con agua, en el vestuario de los hospitales, en las estaciones de tren.

Las bocas inician un viaje de encajes diversos. Las cabezas se acomodan y detrás cada cuerpo responde a las sensaciones que el roce despierta: piernas que indagan hasta abrirse hueco entre las otras; pelvis que se encuentran, chocan y empujan como los cuernos de dos machos cabríos; manos que cachean y escudriñan huecos, carnes y huesos.

Cada beso es un nuevo diálogo entre dos que se husmean; una llamada de teléfono sin orden; una amalgama de saludos y despidos sin protocolo. Cada centímetro que aleja los labios entre sí enciende la llama para un nuevo acercamiento; un «no te vayas»  y un « estoy aquí» que se suceden ininterrumpidamente en el tiempo, que para esos dos, se para. 

Saúl me mira tumbado. Los amantes también se tumban para besar y ser besados. Saúl se tumba y me mira antes de tirar de mí sobre él. Es ahí cuando mi pecho se aplasta con el suyo y me pide que le bese una y otra vez. 

Se tumban, los que se miran cerca, en la arena caliente o en la hierba fresca; en las camas de otros, en las de uno, en las de ellos; bajo techos, árboles, farolas; con todo a favor o en contra; a la merced del tiempo que sopla como viento sin cautela hacia una cuenta atrás. Se besan las mejillas, las narices, los ojos, las orejas, los dientes y encías para escanearse, para permearse del otro y que se le cale a uno dentro el goce de la existencia compartida. 

Tímidos, curiosos, tanteantes y predispuestos aprietan sus labios, abren sus bocas, cruzan sus lenguas, se comen y beben como hedónicos impúdicos del exceso del gusto por el otro.

He agarrado de la cadera a Saúl procurando afianzar el ángulo para que tropiece dentro de mí. Sonriente, se escapa y me dice que aún no. Le gusta sosegar mi ansia para que no le folle desde Júpiter o Saturno y ahí no me araña aunque se lo pida, ni me escupe fuerte aunque le abra la boca, no. Saúl ahí me mece con la mandíbula desencajada en un beso que me trae a él para que le folle desde mí. No quita su ojo del mío, un horizonte de los sucesos en frente del otro, dos cavidades oscuras que dan paso al universo del otro interior.

Los amantes se huelen, se oyen, se leen, se rozan, se miran, se besan.

Los amantes se olerán, oirán, rozarán, leerán, mirarán y besarán en montes, casas, coches, ríos, baños, aviones, jardines y aceras hasta que el mundo deje de serlo. 

«Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez. Bésame, bésame mucho, que tengo miedo a perderte, perderte después». 

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