Hambre emocional: la realidad detrás de comer por impulsos ajenos a la nutrición
Detrás de esa incursión a la nevera a deshora puede haber más razones que las del simple hambre
Una incursión a destiempo a la nevera; un trozo de chocolate furtivo a mediodía o quizá unas galletas, sin venir a cuento, después de la comida… Estos pequeños gestos pueden ocultar una compleja realidad llamada hambre emocional y tiene más que ver con tu cerebro —y su reacción— que con lo que tu estómago pide.
Tan sencillo como entender que comemos sin tener hambre y que, como es evidente, tiene que ver con los trastornos alimentario. De esta manera, la alteración de las emociones o la presencia de determinados conflictos anímicos —como la tristeza o el enfado— se solapan bajo un viaje a la nevera.
Convertido en fenómeno impulsivo y sin control, el hambre emocional es un trastorno que genera una creciente necesidad de comer en la persona que la sufre, pero no porque esté buscando el factor nutricional. Tampoco porque realmente tenga hambre, sino porque hay un motivo evidentemente vinculado a las emociones detrás. Ajeno a una circunstancia meramente fisiológica, pero sí vinculado a carencias internas —somáticas y mentales—, el hambre emocional apunta a llenar determinados vacíos.
Pueden ser ejemplos especialmente perjudiciales como la depresión, la ansiedad o episodios de estrés, todos ellos patologizados. También puede tratarse de casos más puntuales como el simple aburrimiento o episodios de tristeza, pero en cualquier caso obedece a un mismo patrón: comer por comer.
Entendiendo el hambre emocional
Además, cabe recurrir a otra realidad que a veces se confunde al hablar de hambre emocional: tener hambre no es una emoción. Al contrario de lo que puede pasar con conceptos como aversión, felicidad, sorpresa, ira, miedo o tristeza, el hambre no es una emoción.
Todas ellas catalogadas dentro de lo que consideran las emociones básicas, según el trabajo del psicólogo estadounidense Paul Ekman. Por este motivo, cabe la puntualización de comprender que no se trata de una respuesta fisiológica ni un estado de ánimo, sino de algo que va más allá.
Que el hambre no sea una emoción no quiere decir que no influya en nuestro estado de ánimo. Hay evidencias que avalan que el hambre puede provocar cambios emocionales tales como ansiedad, cansancio o irritabilidad. No obstante, todas ellas tienen que ver con reacciones orgánicas en la secreción de hormonas. Es lo que sucede, por ejemplo, con el cortisol, con la leptina o con la grelina.
Sin embargo, de lo que se habla al referirse al término hambre emocional es a una necesidad de comer particular. Siempre de manera impulsiva o incontrolada, que no tiene que ver con la sensación de hambre. De esta manera, lo que se busca es llenar un ‘vacío’ que se ha generado por circunstancia conflictiva y afectiva, a base de comida.
Las ‘dianas’ del hambre emocional
La cuestión es comprobar cómo identificar el hambre emocional y, sobre todo, cómo llegar a controlarla. En este sentido, conviene ser conscientes de que comemos sin sentir hambre fisiológica. Una pista a posteriori es la que nos dará el sentimiento de culpa, provocando esta sensación tras el atracón. De este modo, el hambre emocional se sostiene en el tiempo cuando la persona comprueba que el gesto ha sido inútil.
Como es habitual, el hambre emocional también ‘entiende’ y discrimina diferentes alimentos. Determinados alimentos específicos, generalmente ricos en azúcar añadido, grasas o carbohidratos suelen ser lo más frecuente en estos atracones. Snacks, fritos, chocolate, dulces forman así parte de estas incursiones a la nevera o a la despensa a costa de calorías vacías. Todo lo contrario a lo que se recomendaría con alimentos de alta densidad nutricional.
Cómo combatir el hambre emocional
El problema del hambre emocional, además de a una mala gestión de los sentimientos, también va aparejado a un doble factor. Por un lado, el fisiológico, al que repercute el consumo de alimentos de que deberían ser de ingesta ocasional y esporádica, suponiendo riesgos nutricionales. Por el otro, el mental donde comprobamos que estos atracones no están suponiendo ningún tipo de alivio. De esta forma, se aumenta la bola de nieve de culpa en la persona que lo sufre.
Lo malo, dentro de una situación ya de por sí nociva, es que el hambre emocional puede ser de muy largo recorrido. Quizá surgido durante la infancia o la adolescencia, este tipo de hambre puede haber pasado desapercibido durante años a la hora de hablar de la gestión de las emociones. Por este motivo, contrarrestarlo y ponerle cara ya en la edad adulta puede ser complicado. También y, sobre todo, doloroso al comprobar que lleva siendo una herramienta de evasión desde hace años.
Lo evidente para ponerle cara a esta situación es comprobar que se come de manera compulsiva, no buscando además ningún tipo de goce. A ello se suma esa sensación de culpa posterior, que no va asociada al alivio o la saciedad. Razón que hace que la intervención del hambre emocional no pase desde un perfil nutricional, sino desde un foco psicológico a través de terapia emocional o terapia cognitiva con profesionales de la salud mental.
También combatir estos episodios desde la práctica deportiva, que permite generar endorfinas —la llamada hormona de la felicidad— puede venir bien, además de aumentar el nivel de consciencia de cuándo incurrimos en el hambre emocional.