Abro, cierro y vuelvo a abrir
«Pasaron los días lento para los amantes que tachaban los días del calendario para frotarse las narices en el encuentro»
Amanda y Saúl jugaban con un walkie-talkie que él conservaba como un regalo de su niñez. Vencían las cuatro plantas que separaban sus ganas de estar juntos con un abro y cierro continuo que irrumpía directo en lo que suponían grandes motivos para continuar viviendo separados, como la cortezas de un sandwich de cuatro de pisos de grosor. Abro y cierro por la mañana; abro y cierro por la tarde; y un abro y cierro también en las noches que, una mañana siguiente llena de quehaceres, les enfriaba más la cabeza que la entrepierna. «Lo que tienes que abrir son mis piernas» , contestó Amanda en el walkie la noche antes de partir temprano hacia unas vacaciones de verano familiar. «Y lo que tienes que cerrar son las ventanas, que qué culpa tiene el barrio de que al ponerte encima mía y entrarme sin manos, como un equilibrista, se me escape un chillido de rata», continuó antes de cerrar.
Pasaron los días de verano demasiado rápido para el candor del abrazo de los muy queridos y poco visitados; demasiado lento para los amantes que tachaban los días del calendario para volver a frotarse las narices en el encuentro. Irían a esperarse mutuamente a la estación. Amanda, cargada de equipaje con olor a comida de madre, salió a la calle y allí le vio.
Saúl cruzaba el paso de peatones al teléfono, sonriente y distraído. Amanda supo de sobra que no la veía, porque a ella de lejos no le sonríe así. Le dio tiempo a observarle, a reconocerle en su ropa, en la caída de su pelo y en esa simpatía que derrochaba sobre el móvil, esa que solo reserva para algunos. Le dio tiempo a todo eso y a decidir esconderse para mirarlo un rato más. Saúl hablaba risueño. Amanda se bebía cada uno de sus gestos explicativos en los que movía las manos de esa manera suya, como si estuviera barriendo el aire. Pensó:
«Si posando las yemas de los índices una con otra pudiera parar el tiempo, esta fila de coches furiosos se quedaría ahí, inmóvil; la señora de allí no llegaría a subir su segundo pie al taxi, y el señor que le sostiene la puerta no podría aún darle el beso en la mejilla que ella espera; alguien que levanta su maleta para bajar la escalera del metro, se congela con el peso en la mano; las palomas que desde aquí veo, petrificadas a mitad de vuelo; y el aire quieto sostiene invisible un montón de conversaciones a medias. Entonces, ¿sabes Saúl?, habría andado hacia ti, hasta la mitad del cruce. Nos habríamos encontrado en medio de esta avenida de cuatro carriles sin saber cómo ni por dónde empezar a recorrernos. Como no me excita desnudarnos y liarnos a plena luz del día en medio de la calle, por mucho tiempo parado que esté; como sé que no quieres un abrazo casual de tres segundos ni un beso de ladrones, lo que hago es olerte. Te digo hola y te huelo el cuello, el pelo, la camiseta, las manos, la boca, el pantalón, la frente, los ojos. En cada olida sientes como si te chupara hacia adentro entero; como si te desintegraras al inhalarte con la fuerza de una aspiradora. Lo sientes más fuerte cuando me arrodillo para olerte el pantalón. Hay una potencia en mi olfateada que te tira hacia delante desde la polla. Es como si tuvieras una máquina de tragar aire frente a ti y forcejearas con ella para no meterte dentro, para no ceder a su fuerza y ser devorado por ella. En cada olisqueo sientes como si te tocara con las manos; como si te tapara los ojos, te manoseara la cara, te chupara la nariz, el labio de arriba, el de abajo, por partes y para adentro con fuerza. Como si te tirara del pelo, del pantalón, del calzoncillo, de la camiseta y me los aspirara para dentro dejándote desnudo. Entonces, con la piel expuesta, sería ésta la que se tensara más hacia fuera de ti para meterse en mí.
«Sonríes al aire, a unas palabras que no logro oír pero que sé que te placen»
Abres la boca y la lengua se te escapa. Te la absorbe el aire que yo trago y casi se cuela por completo en la mía o en mi nariz. El pelo se te ha revuelto y te cubre parte de la cara como un paseo en los brazos del viento de levante.
De repente, me noto mojada, tanto como si al beber de un vaso lleno en exceso se me hubiera vertido parte sobre el pantalón. Mi pantalón es corto y elástico, una de esas piezas de ciclista que te dan soltura para viajar. La mancha empieza a notarse, es un círculo que se hace más grande cada vez y termina en gotas densas que bajan gruesas, sedosas y lentas por las piernas. No me puedes tocar, solo lo ves. Por lo visto, soy una aspiradora estropeada y pierdo agua, aceite o lo que sea. Sé cuánto te gusta verme chorrear con cada palabra que me respiras al oído. Me alejo y las gotas brillan con el sol. Me retiro untuosa a mi sitio, a éste rincón desde dónde te veo venir a mí.
A ti se te pega de nuevo la ropa y el pelo se te ordena solo, como la habitación de Mary Poppins. Escondida y resguardada del sol, como una espía, vuelvo a unir los índices y el tiempo sigue. Sonríes al aire, a unas palabras que no logro oír pero que sé que te placen. Me gusta que te plazcan las cosas. He sido buena y antes de darle al tiempo de nuevo te he colocado la polla en buen lugar. La aplasté un rato, hacia un lado y aspiré la camiseta hasta que te tapara lo suficiente. Podría habértela arrancado de cuajo y habérmela llevado puesta, pero es que sin el resto, no tiene gracia. No obstante, quizás lo pruebe algún día: un tampón de tu carne que no hiciera falta retirar para nada; que al apretar en cualquier situación no sintiera mi hueco sino tu lleno. Se me erectan las tetas de pensarlo. Justo ahora. Justo ahora te las pondría en la cara mientras te acercas a mí. Ya me has visto. Esa sí, esa sí es la sonrisa de verme. Ven, acércate que me siente sobre tus rodillas a clavarme y clavarte, y abrazarte la cabeza y que me respires un pezón…»
«¡Amanda!», la saludó Saúl con un abrazo, «cuánto te he echado de menos, amor».
Amanda embutió la cabeza en su cuello para respirarle, para abrirse a él y que no se cerrara nunca, para no querer volver a salirse nunca de ahí.