THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Dentro, muy dentro del lago

«Los peces le husmeaban los pliegues de la vulva y picoteaban la rugosidad de su ano»

Dentro, muy dentro del lago

Una mujer en un lago. | Wikimedia Commons

Introdujo un pie poco a poco en el lago y luego el otro. Le llegaba el agua por los tobillos primero, luego sintió el nivel del agua en las corvas y fue subiendo por los muslos como la caricia de una pluma mullida. El sol le besaba con melosidad la curva de sus senos. Cerró los ojos y se agudizó su olfato. Olió el néctar que exuberaban las flores que sembraba la orilla de colores amables como el insecto que se relame antes de un banquete. A cada paso el agua se abría camino con los acordes de una melodía líquida sobre los que Amanda entonaba la profundidad de su respiración. El suelo algodonado de la arena empapada abrazaba cada uno de sus pies. 

Y allí, mientras el sol calentaba una templada mañana de otoño y apuntaba sus rayos con todo su esplendor sobre el horizonte selvático del cuerpo de Amanda, ésta se acuclilló. De la impresión, la vulva se le contrajo repetidamente por unos segundos para inmediatamente después abrirse cándidamente mostrando su sonrisa fresca. Ahora la arena acogía el culo de Amanda ofreciéndose esponjosa y cómoda como un sillón de lana.  Su coño escarlata se erigía sobre el suelo como la escultura de una virgen enmantada a cuyos pies arrodillarse para pedirle redención. 

El sol se hundía cada vez más en el cuerpo pálido y desnudo de Amanda. La mañana era dulce y clara. Un banco de peces rodeó su silueta, como invitándola a navegar con ellos; Amanda se movió tanto como una roca de agua dulce con forma de mujer. Lo mismo podrían haber seguido su rumbo hacia un montículo de juncos que se avistaba hacia la izquierda, o merodear por la madera añeja de una barca abandonada que andaba atada a una estaca a pocos metros de donde Amanda yacía inmóvil; lo mismo podrían haber disuelto su expedición, o haberse adentrado en la oscuridad del lago una decena de pasos más allá; pero se quedaron fisgando cada arco, cada curva, cada montículo y cada pliegue de esta nueva figura que había aflorado en este sitio. 

«Ahora la arena acogía el culo de Amanda ofreciéndose esponjosa y cómoda como un sillón de lana»

Amanda siente las cosquillas de sus bocas y orificios nasales como si la anduvieran olfateando para ponerle un nombre, un lugar, una clasificación. Recordó el espejo de su baño empañado por el vapor de una ducha caliente de más y cómo al pasar la mano, se desvelaba en el cristal como un ente nuevo, recién nacido, desnudo, sin nombre ni historia. Recordó el sonido de las gotas de lluvia sobre la persiana bajada de su dormitorio, como si llamaran a la ventana pidiendo permiso para colarse y enfriarle el pensamiento. Se recordó en la espera de que el tiempo pase; en el aburrimiento sostenido por los cojines del sofá mientras revuelve una caja llena de viejos papeles en las que encuentra la carta de un hombre que alguna vez quiso. Los peces han cambiado sus cabezas por sus lomos y se frotan contra su piel dando bandazos por acá y allá, como un gato que hila sus pasos entre piernas y piernas. 

Amanda se deja caer hacia atrás y la cabeza se le hunde hasta el fondo. Mantiene los ojos abiertos y el mundo que conoce se le empaña desde ahí como el vaho del espejo de su baño. Su nariz gotea perlas de oxígeno venciendo la gravedad y el pelo le ondea en varias direcciones como un ramo anudado de serpientes acuáticas que intentan separarse. Extiende sus extremidades lejos de sí; separa brazos y piernas y el manto de peces sobadores amplía su territorio de acción. Rodean el cuerpo de Amanda dando vueltas cada vez más veloces alrededor de ella; le cuelan sus aletas en las orejas, se asoman al arrecife de sus dientes, le husmean los pliegues de la vulva y picotean la rugosidad de su ano.  

Amanda se entrega al cosquilleo de sus escamas; se abandona a las caricias del sol que no han dejado de templarla y sonríe bajo el agua; a la imagen borrosa del cielo que los cubre; a lo que fue.  Los peces siguen girando y girando en un torbellino.  A la derecha, unos árboles encabezan la espesura de un bosque y a los pies de éstos, la ropa de Amanda se diluye como un polvo nutriente para sus raíces. Sonríe Amanda a la imagen borrosa del cielo que la cubre mientras muda su piel blanquecina por escamas, por aletas, cola y branquias con las que comenzar a girar y girar sobre sí misma, junto al resto de peces, en un torbellino que arranca la quietud de la Amanda yaciente para dejarse arrastrar por ellos hacia el interior.

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