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Mi yo salvaje

Piernas de invierno

«No se esperaba verle aquella tremenda erección. ‘¿Y esto?’, le preguntó con la inocencia de las curiosas»

Piernas de invierno

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A pesar del frío del invierno, que había comenzado seco y cortante, Amanda escogió una terraza del barrio de Malasaña para su cita. Habían charlado largo y tendido a partir de que el Tinder les abrió la posibilidad de cruzar palabras. No habían sido charlas triviales; tampoco profundas. Sus momentos habían estado llenos de fantasías con vocabulario tosco y habían lubricado la vulva de Amanda como una barca que pierde flote. Quitó Amanda una de las dos sillas que coronaban la mesa y le esperó.

Reconoció a Saúl a lo lejos, sorteando baches y bordillos con una habilidad gimnástica. Reposaban inertes las piernas de Saúl sobre las ruedas que la lanzaban a ella; y a ella llegó azorado y lleno de disculpas por los minutos que le separaban de la hora acordada. Era enormemente atractivo. Mucho más que en las cuatro o cinco fotos que mostraban su rostro en la app de citas. No supo Amanda, hasta más tarde, lo que los ojos de él percibieron al verla. Pidieron algo para cenar y no todo terminó en sus estómagos tensos, llenos de risas nerviosas y excitación. Habían quedado para follar y, a pesar de la obviedad, buscaron frases insustanciales para llenar el espacio que les separaba de ese momento. Se quedaron sin más idea que la que les demandaba el cuerpo: tocarse, y a ello se fueron. 

«Vivo aquí al lado, en un bajo, pero hay cinco escalones que suben sin ascensor», le anunció Amanda. Saúl contestó que como si fueran veinte; «me arrastraría como una babosa siguiendo tu rastro de igual modo». Se le encendieron fuerte las ganas al oírle. Saúl la miraba con ojos de león y a Amanda le gustaba sentirse devorada.

Llegaron a la cama de ella y mientras se quitaba la ropa a media luz, delante de su mirada atenta, Saúl descolgaba sus piernas flácidas y se aupaba en la cama con tan solo dos movimientos magistrales. No se perdieron la mirada. Se recostó él con la espalda en la pared y le indicó con un gesto dónde quería que se le sentara. «No te asustes al tocarme, mis piernas están heladas» y sobre este aviso, Amanda se le subió a un par de pasos de la pelvis. Cierto era; el frío se le caló en el coxis. Lanzó los brazos hacia atrás buscando la manta para cubrirse y al reclinarse le observó desde un poco más lejos. No se esperaba verle aquella tremenda erección. «¿Y esto?», le preguntó con la inocencia de las curiosas. «Esto es lo que traigo desde hace días para ti».

La cogió de la nuca y la besó como si fuera la primera y última vez que se vieran. Se la comió desde el cuello hasta las tetas abriendo sus fauces para tragarla con una tierna violencia que mojó el coño de Amanda hasta hacerla resbalar. Le introdujo dos dedos y la batió con pericia y autoridad mientras el pulgar le presionaba el clítoris en el punto exacto que a ella le gustaba. «¿Y esto?», gimoteó Amanda al sentir cómo las manos de él levantaban su peso como una pluma y se la encajaba en su miembro firme, grueso, largo, vivo.

Ensartada sobre el mástil de Saúl que se le clavaba en las entrañas y vapuleada como una muñeca de trapo por sus manos, boca, lengua y dientes, Amanda se olvidó de los sinsabores que la arrojaron a la cita; de las angustias de no seguir siendo la «Amanda con» que hace unos meses «era con»; se olvidó de que le gustaba follar con historia; y se dejó clavar en el fondo de su vagina un nuevo mantra en morse: «Follar es lo que ahora toca, follar bien, mal y mucho hasta que me ahogue en mis propios fluidos».  Y el fluido le brotó. Saúl la miró satisfecho. «No te salgas», le pidió y comenzó a moverla fuerte de nuevo sobre él, esa y otras veces más. «Dale tu coño sintiente a esta polla inerte que solo puede penetrarte sin parar. Dame tu saliva, tus gemidos, tus fluidos, tus ojos vueltos hacia atrás y despidámonos sin mentiras, para no volver a vernos, Amanda». Y de nuevo crujió en su cabeza el mantra desde el impacto de cada uno de los golpes de esa polla insensible: «Follar es lo que ahora toca, follar bien, mal y mucho hasta que me ahogue en mis propios fluidos». Y el fluido le volvió a brotar.

Las piernas de Saúl estaban frías, heladas, inertes; casi casi tan congeladas como su adiós.

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