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Mi yo salvaje

Saúl la tiene pequeña

«Amanda simula con sus labios un coño prieto, donde Saúl la penetra con la inmunidad de los no acomplejados»

Saúl la tiene pequeña

Una pareja se mira con complicidad. | Wikimedia Commons

Saúl tiene un secreto que esconde en su bragueta; uno que guardan, al igual que él, miles y miles de otras braguetas. Saúl custodia para sí una arquitectura fallida sobre la que se construye con cimientos endebles el edificio de la hombría. Saúl la tiene pequeña. 

Se ríe e incluso orquesta pentagramas de bromas rancias que arrancan las risas coreografiadas de otros que, como él, encubren lo suyo. Lo de cada uno pesa y reírse de lo ajeno alivia el lastre de lo propio en el juego común de las apariencias. 

También esconde Saúl el gesto que cambia la cara de Amanda cuando, colocada en su regazo, le lame el colgajo de piel que apenas se le asoma de entre el mullido vello de su pubis. Le gusta jugar a ella a dejarse caer con desinterés, reclamando mimos y caricias en el cuello o buscando una postura más cómoda para sentarse ante el televisor, para bajarle con excusas el pantalón y comenzarle a lamer. La polla pequeña de Saúl se llena de sangre con diligencia y Amanda se relame ante las primeras pulsiones que anuncian una posible erección.  La aprecia ella en primera fila, como el que observa crecer el tallo de una flor a cámara rápida, y se siente orgullosa de la rojez sanguínea que altera el color del glande que ha comenzado a engrosar.  La polla corta de Saúl puede acariciarle el paladar mientras enfunda su rostro entero en él sin ahogarse; mientras le lame las ingles y huele su vello sin atorarse; mientras la hondura estimula la creatividad de su lengua que salta y se retuerce con espacio para poder tragar. Le gusta a Amanda simular con sus labios un coño prieto, donde Saúl la penetre con la inmunidad de los no acomplejados. 

Tampoco cuenta Saúl cómo Amanda se deleita en ejercer de mamífera y le enseña la vulva meneando el culo, desde atrás, para que Saúl le estimule la entrada con golpes de pocos centímetros; para que le acaricie los labios con el jugo que escupe su pene rabioso de ganas; para que se pasee por su ano con caricias tersas y desde ahí, le penetre el esfínter con un agradable empujón. Callan ambos a todos cómo, engarzados por atrás, la picha corta de Saúl la besa por dentro y se le encaja sin arañarle las entrañas; cómo la brevedad de sus centímetros hacen que, bien apretados, Saúl frote su pelvis contra la carne ingrata del culo de Amanda que no responde ya a las horas de gimnasio; y cómo cada tope, golpe y frote les vierte el cuerpo entero de un hormigueo que les lanza clamar su rendición ante cualquier deidad. 

Silencia también este Saúl la entrega de su boca en cunnilingus sin cronómetros; los magreos del coño de Amanda con sus dedos también cortos, también gruesos; las caricias, besos y mordidas en aquellas zonas inesperadas en las que Amanda cierra o abre los ojos con distinción y entusiasmo. Tampoco habla de las palabras que hacen que, en este baile de excitaciones, giren acompasados como en un vals. A veces, la ternura inunda sus ojos oscuros y la belleza conocida de Amanda se le escapa en un «preciosa que eres» ensalivado de cariño y lascivia. Otras, la mira como la hembra en celo que le saca la lengua, le pone el coño en la cara y gime ante cualquier azote; son historias de perras, zorras y putas las que mojan entonces el colchón de los dos. 

Nunca llegaron a sacar el metro Saúl ni Amanda para medir el ingenio de sus encuentros y, por lo que me cuentan, seguirán riéndose de los chistes añejos que hasta el propio Saúl provoca en los círculos que les llenan bien poco la vida a ellos dos.

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