THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Sobremesa de té y de ti

«Por unos segundos deseo que se envilezca, me agarre del pelo forzándome sobre sus rodillas y me ponga el culo morado de azotes»

Sobremesa de té y de ti

Sobremesa de té y de ti. | Good faces (Unsplash)

Acabo de terminar de comer y justo aparece de nuevo, en este nivel de precisión horaria, mi ineludible excitación genital de sobremesa. Me sorprende siempre al rato de engullir la última miga del almuerzo, en ese preciso instante en el que separo los codos de la mesa, reparo en lo encorvada que andaba devorando y alejo el plato bien rebañado, como siempre, en esta hora tardía. Justo en ese momento de gloria en el que comienzo a liarme un cigarro mientras dudo sobre un postre más dulce o más amargo. Ahí, justo ahí me invade un cosquilleo que abarca el perímetro que va de las rodillas al pecho, pasándome por la vulva y subiéndoseme hasta el alma. Entonces, siento a Saúl al otro lado de la mesa y le suelto a bocajarro y sin opciones que se quite la camisa.

— Quítate la camisa.

— No.

— Quítate la camisa, ¿me oyes?

— Te he dicho que no.

— Mírame — le exijo — . Bien. No apartes la mirada. Ahora, quítate la camisa.

Intenta bajar la vista hacia algún lugar sin interés particular de la mesa mientras tantea el botón más cerca del cuello por donde decide empezar a obedecer.

— Saúl, que no apartes la mirada. Continúa.

Vuelve a mis ojos con una mezcla de odio y deseo que me estimula aún más las ganas de joderle un rato.

— Bien Saúl. Échate para atrás, que te vea. Y quita esa mueca antipática. Tienes los labios demasiado bonitos para un gesto tan grosero. Venga. Hacia atrás.

— Sabes que no me gusta que me observes.

— Te voy a quitar este jodido miedo a ser visto, cansino. Te he dicho que hacia atrás.

Se desabrocha sin gracia y algo aburrido, pero intuyo una sonrisa revoltosa detrás de esos ademanes de fastidio.

— Bien, Saúl, ahora ponte de nuevo la camisa.

— ¿Estás de coña?

— No. Ponte de nuevo la camisa, botón a botón, pero ya puedes mirar a donde quieras. Lo has hecho genial. Puedes esconderte un rato, avestruz.

Saúl, desorientado, algo enfadado, inseguro y, sobre todo, inconsciente de mis próximos pasos, comienza a insertar con la paciencia de los redimidos la hilera de botones en cada ojal. Me levanto riéndome y ofreciéndole un té.

— Me voy a preparar uno, Saúl, ¿me acompañas?

— ¿Sigues jugando? No sé que decirte.

— Dime sólo si quieres un té y luego cállate.

— Vale, ya veo… Sí señora, la acompaño en el té y me callo.

—¿Negro, verde, con azúcar? ¿Mejor un café?

Me mira con esos ojos aniñados y preguntones. Levanta la ceja derecha. Los sirvo y los acerco a la mesa. Se aferra a la taza como si hiciera frío en esta tarde de otoño y buscara algo tangible donde sentirse seguro.  Yo sé leerle y espero que no pierda esa actitud inquieta nunca. Mi taza, de la que nunca he llegado a beber, ha pasado al baúl de indiferencia, al de los juguetes caducos. Me sitúo detrás de él y esta presencia le estremece.

— Tranquilo, Ssssaúl. — le soplo en el oído izquierdo.

Gruñe y me aparta en una sacudida de cabeza como a una mosca pesada.

— ¡Oye! ¡He dicho que tranquilo! — le exclamo en una risa mal contenida.

En un segundo, cambio el tono de mi voz y le repito por encima del hombro mientras le agarro fuerte del cuello que le he dicho que tranquilo, que si se está enterando y que no vuelva a hacerlo. La serenidad de esta orden le explota en el cerebro como lo ha hecho en mis bragas, que se tornan húmedas al percibir la resistencia placentera que precede al abandono de su respiración en mis manos. Le sostengo unos segundos; abre los labios exhalando parte del poco aire que te queda…Le pillé desprevenido y eso le lanzó una erección tan rápida y cónica como un cohete.

No ha acertado ni a soltar la taza que sigue sosteniendo su papel en esta obra. Relajo la fuerza de las manos y le acaricio el cuello hacia el borde de la camisa. Apoya la cabeza en mi hombro, y rozándole las mejillas comienzo a desvestirle, esta vez, entero. 

— Hueles muy bien Saúl. Ahora te vas a quedar aquí quietecito y bien callado, que tengo asuntos pendientes en este cuerpo.

Enlazo la maniobra del último botón de la camisa con la hebilla del pantalón. ¿Qué tendrá ese deslizar del metal por el agujero del cuero? ¿Ese gesto de diabólico padre enfadado al resbalar la correa por cada trabilla? Por unos segundos deseo que se envilezca, me agarre del pelo forzándome sobre sus rodillas y me ponga el culo morado de azotes. Pero ya he llegado a la bragueta, se la abrí y le estoy sacando la polla y los huevos por ese hueco del pantalón.

Quiero mirarle así, por encima de los hombros, expuesto como se exponían a los esclavos, para valorar lo que veo, para decidir qué hacer con tanta carne suya.

Ato sus manos por detrás de la silla. Una sugerencia que me apuntó el alma perversa de su cinturón. Me ha costado,  pero no ha dicho ni mú.

— Bien, Saúl. Bien callado — le asiento, mientras me coloco sobre la mesa, delante de él. Me apodero de su taza de té y le doy un trago largo.

— ¡Está casi frío joder!— y vierto de nuevo el líquido absorbido dentro de la taza.

— ¿Quieres? — le ofrezco, acercándola a sus labios.

Juego con ellos y el borde de la cerámica. Le esperaba rebelde, sin embargo para esta inmovilidad no estaba preparada. Termino por apartarla y sustituirla por un buen lametón que prolongaré hacia una de sus mejillas. Le seco los restos de saliva con el algodón de mi blusa.

— ¿Ves? Te cuido

Ver cómo emana cada centímetro de piel de entre la camisa y el pantalón, en una carretera sin curvas, de asfalto hilado en el vello escaso y descuidado que le recubre, alimenta mi capricho de amarle en esta tarde de entretiempo.

Está atado, descamisado y con el pantalón desabrochado. Su miembro erecto me señala, sus ojos cuestionan quién tiene amarrado a quién. Yo deambulo entre todos los deseos que su imagen y la sangre de esta digestión ligera me sugieren; y cualquier atisbo de pudor que pudiera tener este animal silvestre quedará impunemente anulado de aquí a no sé cuándo. 

— Mi amor, hoy serás Saúl hasta que me harte y te escupa de mis colmillos con un mondadientes. Repite.

— Mi amor, hoy seré Saúl, hasta que te hartes y me escupas de tus colmillos con un mondadientes.

Me quedaré con él aquí todavía un rato. Espero que el sonido del móvil no me obligue a volver a esta mesa vacía y me arranque de raíz de sus entretelas. Ayer compré Nocilla. ¿Tengo pan?

— Saúl, levántate. Vas a hacerme pan.

Pinta una tarde muy larga. 

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