Una gripe, grado a grado
«Mira la mano de Saúl, sigue enroscada y tiesa, da entre risa y ganas. A pocos centímetros el coño de Amanda es una olla a presión»
No era agradable sentirle al otro lado de la cama, ocupando todo el espacio que sus piernas y la fiebre necesitaban. Que se fuera a ningún otro lugar tampoco era una opción; tan solo de imaginarle lejos se le encogía el pecho en un suspiro que se alza, se ennuda y no llega a soltarse. «No me aguanto ni yo», pensó a las tres de la madrugada, cuando se desveló porque un escalofrío febril le subía por la espina dorsal. Intentó deshacerse de los pies que buscaban los suyos y en cuanto lo hizo comenzó a echarlos de menos. Una de las manos de Saúl le sostenía la cadera, como cada noche, pero en esta le comenzó a picar y se zafó de ella para girarse y encontrarse cara a cara con sus ojos cerrados. La mano cayó inerte sobre las sábanas y quedó marcando el límite del encuentro entre los dos cuerpos; a unos pocos centímetros más allá, la vulva de Amanda acumula calor grado a grado. Se le va inflamando y le palpita con cada respiración. Ya lleva rato inhalando aire despacio, por si con ello pudiera volver a coger el sueño al mitigar el tremendo dolor de cabeza por el que despertó. Pero el dolor no se le va, no puede levantarse y ocuparse de cualquier cosa que la hiciera aburrirse lo suficiente como para volver a dormir.
Mira los ojos de Saúl, cerrados en paz. Tiene las pestañas muy largas y esboza un principio de sonrisa con la que siempre duerme. Mira la mano de Saúl como un hito que lleva cincelado cada uno de sus nombres. Podría ser la mano de un muerto, y sus cuerpos, los motivos por los que el leal soldado murió. Se ha quedado con la muñeca torcida hacia dentro y los dedos formulan un gesto tosco y desaliñado; pocos centímetros más allá, la vulva de Amanda concentra el calor febril de su gripe grado a grado.
Tiene la boca extremadamente seca. No queda agua en la jarra. Tampoco quedan pañuelos y le están dando ganas de estornudar, pero parece que no, que se le pasan. «No voy a volver a dormir nunca más» , se lamenta, «me duele todo». Reprime las terribles ganas de iniciar una tos que despertaría a un Saúl preocupado, cariñoso y tierno que le traería agua, un antipirético, más pañuelos y comentarios reconfortantes. Quiere toserle suave al oído y captar toda su atención, pero míralo, tiene las pestañas largas y parece que sonría, cómo romperle este sueño… Mira la mano de Saúl, sigue enroscada y tiesa, da entre risa y ganas. A pocos centímetros el coño de Amanda es una olla a presión. La fiebre se le agolpa en las mucosas. Los labios se le inflaman, así tiene la boca tan seca como la vulva; seca, congestionada, abrasada. El clítoris le late como lo hace el corazón en sus oídos taponados. Un pellizco le cruza la base de la vagina hasta el útero, y la cierra y abre Amanda para calmar tensión. Otro hilo le hilvana la base de los labios hasta el monte de Venus y quiere tirar de él para que se le frunza el coño en un pliegue. Así plisado, lleno de dobleces tirantes que se aúnan en un espacio menor, podría quizás concentrar el desasosiego que tiene entre las piernas con más atino. Si tan solo pudiera acercarse al lomo de este animal deforme que es la mano de Saúl, para rascarse un poco sobre él…
Un nuevo escalofrío le sube desde el coxis para quedársele en el cuello hormigueante. Se aprieta Amanda la vulva a intervalos, como si quisiera ordeñarse esos grados de más. Le duele la cabeza y aprieta los dientes para intentar sostenerse mordiendo el aire.
Las pestañas de Saúl alzan el vuelo. «Amanda, ¿estás bien? ¡pero si estás ardiendo!»