El camarero estornudó y no pudo dar la bienvenida a los que empujaban la puerta de madera que hacía sonar una campanilla al entrar. Orientamos los vasos hacia ellos y brindamos. Se vaciaron de un trago. Otra ronda y los tequilas volvieron a brillar como estrellas titilantes entre una cerveza, la siguiente y otra más. Era agradable abandonar los modales, las pretensiones sobre el flirteo, la compostura de esa que puedo ser cuando quiero ser deseada; rodeada de mis amigos y algún añadido más, ligar se convertía en un verbo que despertaba en mí la pereza como un dulce pecado capital. El «añadido de más» no despertaba un especial interés en mí, más que el hecho de que era tan alto y ancho que yo podría haber sido un botón de su chaqueta; me resultaba imposible no seguirlo con la mirada cada vez que se movía con sus ademanes torpes para andar entre las mesas de un bar abarrotado. No tenía un cuerpo grácil para la tierra firme, parecía más bien hecho para pender de los árboles, de las rocas, de velas, sobre mares. El ancho de su espalda era un grito de rebelión contra los dioses y sobre él podrían azotar vientos iracundos que levantaran tempestades; mucho más y mejor que caminar buscando el baño del bar entre mesas, sillas y perdones a la pelota de gente que le impedía el paso.
Todos le mirábamos al moverse, por su tamaño. Yo le miraba cuando se movía, porque era difícil ignorar visualmente un tío de sus dimensiones, pero fiel a mi dulce pecado, no era hombre, día ni momento de ponerme a tontear. Hasta que, de pronto, estábamos follando.
De pronto, sí. De pronto, de manera repentina, antes de lo esperado, imprevisible y súbitamente me descubrí follando con él. Recuerdo cómo horas antes, sus ojos empequeñecidos por unas lentes de gran lector, aniñados e imperantes, se habían establecido firmes en que el gusano debía ser para mí y para nadie más. Me retan y pico lo que me echen como una gallina hambrienta; gajes del agave. El gusano del mezcal me resbaló garganta abajo. Feliz de escapar de la botella, se zambulló en mi estómago y navegó por mi torrente sanguíneo como una de las almas lujuriosas en el infierno de Dante. Tenía un secreto entre anillo y anillo de su cuerpo segmentado: la abducción terrestre es posible, me dijo. Así que no sé ni cómo ni cuándo ni por qué, desperté con su polla clavada entre mis piernas y el gusto incrustado en mis entrañas. Black out. No recuerdo mucho más que el desayuno amable de la mañana después y mi grosera manera de decirle adiós, eludiendo un prepotente «hasta nunca» porque la resaca me anima a callar.
Días más tarde, al dialogar con mi coño en uno de sus despertares matutinos que tan bien atiendo con mis dedos, me dijo «quiero volver a la nave espacial». El gusano me lo advirtió, que la abducción terrestre podía darse como se dio, y yo y mi coño queríamos volver a aquella gruta en la que Saúl me folló como el trofeo de una noche de caza. Le busqué y me acogió. Me buscó otras tantas veces y nunca pude decirle que no. Nos buscamos y en cada encuentro una orquesta caótica compone una sinfonía perfecta para los oídos del auditorio. Los músicos, sin asiento adjudicado, corren por las filas al grito de tonto el último para sentarse y tocar su instrumento a pleno pulmón. Las violinistas luchan entre sí para ser la estrella de la noche; se escupen sus egos entre tirones de pelo y notas que no dejan de sonar con dedos hábiles y enrojecidos de ira. El director llora en una esquina, pisoteado, sin intentar siquiera coger las riendas de la avalancha de artefactos sonoros que le aplastaron en su entrada al foso y ahora suenan en plena sintonía; una simbiosis desastrosa de balance equilibrado, poético, sonoro y profundo. La armonía de lo anárquico es sólo audible para los que se entregan al momento. Y así eran nuestros momentos; llenos de desnudez, de piel arrancada, de olores a él y a mí juntos, de eternas entradas de su polla en mí. Arrojados el uno al otro como una ola que te devuelve a la orilla una y otra vez. Una y otra vez nadamos hacia el otro hasta volvernos a arrollar. Saúl me folla en posturas que jamás pensé que no me rompieran como un cristal. Yo no sé quién fui en los brazos de Saúl, en sus fluidos, en los míos, en mis gritos y carcajadas, en nuestros orgasmos y en sus babas. No sé quién fui cuando llegaba a casa dolorida, mi cuerpo amoratado por el canto de la mesa, de los escalones, de sus pulgares incrustados en mis nalgas para llevarme hacia él y no poder escapar a sus garras de halcón letal.
« Cómeme el coño», le pedía siempre antes de irme ya bien corrida pero con ganas de más. Y él se apresuraba a hincar de rodillas su rostro entre mis piernas. Le encantaba que se lo pidiera así, como yo se lo pedía. A mí me gustaba que me cazara como un trofeo, cada una de las noches que me abducía Saúl. Así como la primera vez, aquella noche, una noche tonta…