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Mi yo salvaje

Pequeña zorra

«Nuestro siempre ya son años, y todavía ocurre, siempre me pasa. Delante de la puerta me paro, necesito respirar»

Pequeña zorra

Un hombre y una mujer en la puerta de un piso. | Freepik

A veces el ascensor estropeado cumplía las veces de un entrenador personal rígido e implacable y los cuatro pisos que me llevaban a Saúl sonaban a paso de elefante pesado. Planta a planta, la respiración tomaba más presencia y revestía de cansancio el vértigo que araña mi estómago los segundos antes de que Saúl me abra la puerta. Otras, apretaba el cuatro dibujado en un botón redondo e iluminado y tenía que hacerme cargo del aire punzante que me bajaba al intestino sin pasar por el pulmón mientras me atusaba en el espejo del elevador. Reviso bien mis manos; me revuelvo un poco el pelo desde la raíz; creo que algo de volumen dulcifica mis rasgos y ya hace tiempo que ese gesto acompaña mis momentos incómodos. Qué putos nervios siempre. Siempre me pasa. Me miro en el espejo para sentirme lo más grande que pueda antes de encogerme como un guisante seco cuando Saúl se asome a la puerta y me golpee con su olor;  antes de achicarme como un jersey de lana ante el agua caliente cuando de la casa de Saúl oiga las notas del vinilo que elige para mí cada vez que voy a él.  Nuestro siempre ya son años, y todavía ocurre, siempre me pasa. Delante de la puerta me paro unos segundos, necesito respirar

Nuestros encuentros han dibujado en el tiempo una manera de vernos; nuestro propio modo de jugar, tan amplio como nuestras ganas. Solo hay dos elementos que se repiten y no pueden faltar: una manicura perfecta y una más perfecta mamada de bienvenida. Cada uno cumple su parte. Yo me arrodillo nada más entrar y él me recibe con la polla erecta señalándome como un niño descarado me señaló hace poco en un autobús.  Yo llevo el esmalte rojo, su favorito, y él no pierde de vista mis manos en ninguna de sus trayectorias a lo largo de toda la noche.  

Saúl me abre la puerta y me saluda con su acento musical y su voz áspera. La música que suena de fondo me penetra los oídos; mis gemidos al hundirme sobre su polla penetran los suyos. Le gimo fuerte, demasiado;  sabemos que es excesivo para el minúsculo piso que alquila en el centro de Madrid pero nunca me pide que me calle.  Son cuatro paredes que nos abrazan entre un pasillo, dos pisos contiguos y un patio interior. Le gimo fuerte en el salón-cocina, en el plato de ducha, en el colchón que le separa sin puerta del salón. Me empequeñezco como una uva seca en este piso diminuto que le aliento a abandonar. Me desinflo como un globo terráqueo que te muestra el mundo entero hasta quedar reducido a una sola casa de una sola calle de un solo barrio de una sola ciudad.  Me reduzco a él, ante él, con él. Solo soy una pequeña zorra vergonzosa que viste sonrojada una malla de lencería rosa con el coño al descubierto.  Al vérmela, me pide que me quite la ropa que la esconde y que baile para él.  Me arden los pezones que boquean atrapados en la red, los carrillos y las entrañas; arde en mí la timidez y siento torpe el bamboleo de mis caderas o los gestos que mi cabeza intenta añadir para resultarle más deseable. No sé  cómo bailarle pero sus ojos brillantes me alientan y siento cómo se me humedece el coño bajo su mirada. Saúl tiene mis teclas; posee las instrucciones que accionan el mecanismo de mi excitación; conoce mi educación religiosa, mis límites, mi moral y con ellas teje los hilos de nuestros juegos sucios. Así los veo yo, sucios, como todo lo que aparece en mi mente que me aterra que sea descubierto. No puedo ensuciarlo todo con lo que mi imaginación vuela y él lo sabe.  Va tirando pacientemente de mi lengua, con una pedagogía forzada que me aplasta entre la espada y la pared para que le cuente, para que formule. Quiere derretirse en mis ocurrencias, le gusta estrujar mis miedos. 

Un encuentro tras otro en un calendario de días en semanas que ocupan meses en años. Todo en el mismo sitio, con ganas de quedarme aunque a veces se me ocurra huir de él, o más bien de mí. Espero su mensaje para volver a los nervios, a las uñas, al salón-cocina que le animó a dejar, a su olor, su vinilo, su erección.  Vuelvo al ascensor, me sacudo el pelo buscando algo de volumen, miro mis uñas recién hechas y me siento muy grande antes de volverme tan pequeña como un ratón. Una pequeña y sucia zorra que le manda una foto de su coño abierto antes de tocar el timbre que la volverá aceituna, un garbanzo seco, una hormiga, un grano de maíz, un botón… 

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