Ley Celaá: la degradación de la educación
«El problema en realidad es que esta ley no afronta, de verdad, los problemas del sistema educativo, sino que solo aspira a taparlos»
Con la aprobación del nuevo currículo de la Educación Secundaria Obligatoria (comúnmente llamada ESO) la reforma educativa que emprende el Gobierno de Pedro Sánchez sigue avanzando paulatinamente hacia su objetivo final: destruir la educación en general y, en particular, la educación pública. Resulta paradójico que los que se dicen adalides del sistema de enseñanza pública sean los que con más energía estén logrando arrasarlo y desprestigiarlo. Así, el papel de ascensor social que tradicionalmente se ha atribuido a la educación por parte de la sociedad, especialmente las clases menos favorecidas y las medias, queda totalmente inhabilitado si lo que se pretende es recibir una educación pública de calidad gratuita haciéndose cada vez más imprescindible buscar medios alternativos privados para completar y dar calidad a la formación en diversos ámbitos.
Para los que trabajamos dentro del sistema educativo resulta especialmente frustrante cómo a los supuestos principales beneficiarios de estas reformas, los alumnos, en realidad se les está infringiendo un triple daño. En primer lugar, se les transmite un mensaje de laxitud y de falta de esfuerzo para lograr los objetivos que, como bien sabemos, en el mundo real no existe. Además, se les engaña haciéndoles a ellos y sus familias creer que tienen unos conocimientos y aptitudes de los que en realidad carecen porque cada vez más aprobar no significa aprender. Por último, se les otorgan unas titulaciones devaluadas e inútiles, ya que, dado que no hay selección ni rigor alguno, no son indicativos de cualificación o valía.
Por tanto, la Ley Celaá o LOMLOE no es sino un clavo más del ataúd en el que se está convirtiendo este sistema educativo. Este es un proceso de degradación que lleva mucho tiempo pero que cíclicamente se acelera con renovado impulso suicida. ¿A qué es debido esto? Probablemente a que la educación es el espacio más politizado de la sociedad actual, uno de los pocos lugares donde la ideologización y el dogmatismo se mantienen con más fuerza y en el que, por tanto, no se tolera toda aquella visión no ya que se enfrente, sino que simplemente ponga en duda las convicciones que sobre educación unos y otros tengan arraigadas. Por ello la búsqueda del famoso pacto educativo es, sinceramente, imposible porque da la sensación que acordar es capitular y eso en este campo es una cesión intolerable e inasumible.
Además, se le hurta a la sociedad el necesario debate sobre el sistema educativo que se quiere para el futuro. Aunque, seamos sinceros, tampoco parece que nadie en realidad desee esta reflexión habida cuenta de la brocha gorda y tópicos con la que los medios de comunicación abordan este tema (evidenciando un notorio desconocimiento de las características y funcionamiento de la enseñanza) y ante el silencio de alumnos, padres, sindicatos docentes y profesores que aceptan sumisamente todas las barbaridades que se perpetran contra el sistema educativo. Así, cada vez que ha salido a colación una reforma educativa nos hemos perdido en discutir sobre el papel de las asignaturas marías (religión, valores éticos, ciudadanía) en el currículum aquellas que, como sabrá todo aquel que haya pasado por el sistema, sabrá que con estar bien sentado en la silla ya la tienes aprobada, que tienen una mínima carga lectiva y que el alumnado, conocedor mejor que muchos políticos de la realidad, les dedica la mínima dedicación y esfuerzo. O nos enredamos en el debate lingüístico respecto a la enseñanza del castellano en la comunidades autónomas con lenguas cooficiales como si no supiésemos que el problema no es tanto la cantidad más o menos de horas de castellano, sino el uso político que se le está dando en esos lugares al sistema educativo para construir un proyecto de sociedad disgregador además de lastrar las posibilidades educativas de aquellos alumnos que tienen como lengua materna el castellano y a los que se penaliza al no atender esa realidad.
Suele citarse como uno de los problemas más repetidos del sistema educativo los constantes cambios de leyes educativas. Medios de comunicación, políticos y sociedad repiten este estribillo continuamente como explicación de todos los males. Nada más alejado de la realidad. La Ley Celaá no es sino uno nuevo movimiento pendular de las reformas educativas desde que en el año 1990 se aprobó el origen de todos los males recientes de la Educación, la LOGSE o Ley Orgánica General del Sistema Educativo del entonces ministro Javier Solana (curiosamente este hombre es tratado hoy como un gran estadista cuando dejó semejante baldón en la sociedad española). Desde entonces ha habido una especie de complejo Ricky Martin en las reformas educativas: un pasito adelante, un pasito para atrás, pues a partir de aquella ley, cuyo espíritu, organización y filosofía impregnan nuestro sistema educativo desde hace ya mas de 30 años (lo que desmiente de raíz la idea que los constantes cambios educativos son los que minan el sistema) hemos asistido siempre al mismo proceso. El PP, cuando ha llegado al poder, ha tratado de maquillar o reformar algunos aspectos parciales del sistema (aunque sin tocar ni su estructura ni paradigmas) con leyes que nunca se han llegado a aplicar en su totalidad y que, nada más llegar al poder el PSOE o ha derogado (Zapatero) o ha reformado para volver a la casilla de salida de la LOGSE de una forma más o menos maquillada.
Recuerdo cuando empecé a trabajar en 1998 con la LOGSE en pleno desarrollo. Pues bien, ahora en 2022 viendo la ley Celaá lo cierto es que me siento como un chaval porque voy a volver a tener que hacer lo mismo que cuando empecé a trabajar. Sin ninguna autocrítica ni revisión de los defectos que tuvo entonces la LOGSE ahora la LOMLOE vuelve por los mismos paradigmas. Hay que reconocer que es una tenacidad digna de una mejor causa. Así hay una serie de aspectos que resultan especialmente lesivos que vuelven a reproducirse en al Ley Celaá, tales como la titulación en la ESO con un número indeterminado de suspensos (hasta ahora se permitía titular con dos suspensos siempre y cuando no fuesen Lengua y Matemáticas) agravado además porque, y esta sí es una triste novedad, en Bachillerato también se pueda titular con un suspenso (todo aquello susceptible de empeorar empeora)… Vuelve también la promoción de curso sin límite de suspensos, ya que hasta ahora existía la repetición si se tenían tres o más suspensos en el primer año. En el segundo ya se promocionaba por imperativo legal dando el mismo el número de suspensos. Ahora volveremos a la barbaridad que alumnos con ocho o nueve suspensos pasen el primer año, aspecto chocante que llama la atención pero que se ha vuelto colar sin ningún rubor. Todas estas restricciones desaparecen ahora bajo el eufemismo de la decisión del equipo educativo, que es una forma de decir a los docentes: «Dad el título porque ya sabéis lo que quiere la Administración». Igualmente vuelven a desaparecer las evaluaciones extraordinarias en la ESO, se vuelve a recuperar la diversificación en 3º y 4º de la ESO para regalar el título con más facilidad a cierto perfil de alumnos, vuelve a prohibirse repetir más de una vez por ciclo…
Pero el problema en realidad es que esta ley no afronta, de verdad, los problemas del sistema educativo, sino que solo aspira a taparlos. Así, el problema del abandono escolar se trata de solucionar regalando títulos devaluados en lugar de dar una formación adaptada y de carácter más práctico al perfil de alumnos que la sufren. La falta de calidad del sistema se trata de tapar con un mayor número de aprobados y titulados. Las deficiencias en el aprendizaje de los idiomas o las ciencias se ignoran e incluso se retrocede, ya que se pierde la obligatoriedad que se había logrado en ciertos cursos de la segunda lengua extranjera. No se aborda el papel de las humanidades para tratar de resaltar su utilidad para crear una sociedad más crítica y reflexiva. Se renuncia a testar de alguna manera el funcionamiento del sistema educativo buscando algún sistema alternativo a las temidas reválidas y conformándonos con el bofetón que cada cierto tiempo nos da el informe PISA, que nos indigna ocupando titulares un día y al siguiente ya lo hemos olvidado. De los problemas de conflictividad en las aulas en las que los alumnos sufren situaciones de violencia y agresividad de compañeros desmotivados y profesores desbordados ya ni hablamos, no vaya a ser que descubramos que el rey está desnudo. Y qué decir de la Formación Profesional, de nuevo ignorada, con fondos insuficientes y con un acceso tardío siempre después de la ESO cuando quizás se debería permitir iniciarla mucho antes. Tantas cosas por hacer y tan pocas ganas de abordarlas.
Sería mentir decir que la cosa pinta bien porque las dos leyes anteriores en la que se basa la LOMLOE o ley Celaá, la LOGSE de Felipe González y la LOE de Zapatero, ya cosecharon un notorio suspenso y generaron una clara división. Avanzamos con decisión hacia la degradación de nuestro baqueteado sistema educativo, pero ¿hay alguna esperanza? Pues sí, nos queda una: los buenos alumnos, aquellos que, pese a los mensajes que transmiten las desacertadas leyes educativas, estudian, se esfuerzan, trabajan, se forman pese a todo y contra todos. A este perfil de alumnos no ha habido mala ley educativa que les haya vencido y corrompido hasta ahora. Esperemos que la LOMLOE no sea la primera en lograrlo.
*Jesús Ángel Romero es profesor de Historia en la ESO