Los cobardes digitales
«Cada vez me gusta menos ese mundo virtual en el que reina cualquier abusón, el clásico retorcido de patio de colegio que busca a la gacela coja»
Decir que no es tan fácil como decir que sí, pero a veces, es mucho más fácil no decir nada. Siempre he tenido un defecto capital, querer agradar a todos por igual, no enfrentarme al hecho de que algunas veces sea inevitable caerle mal a algunas personas aunque por dentro quiera demostrarles que no, que en realidad soy un tío cojonudo por muy capullo que les parezca. Si me dejas cinco minutos en una terraza en un bar, te demostraría que no tienes razón, de veras, fíjate lo simpático que puedo ser. Después, con el tiempo, uno se va dando cuenta que da lo mismo el esfuerzo porque igual que hay perros que ladran sin razón, también hay personas que no razonan sin ladrar, y entonces la vida se hace un poco más fácil por muy difícil que ésta sea. Y encima me tocará pagar a mí la cerveza.
También, que no todo el mundo merece esos cinco minutos porque no saldrán de su criterio, nada les moverá de su idea fija porque ni saben ni pretenden cambiar una opinión. Recuerdo una entrevista a don Camilo José Cela en el que un periodista le preguntaba si le afectaba lo que la gente pensara de él. El premio Nobel respondía así: «Pero hombre, por Dios, no, no. De mí se ha dicho de todo en letra de molde. Unos dicen que soy un genio, otros que soy un deficiente mental, y probablemente sea un poco de los dos, pero uno de ellos se equivoca. Si te empiezas a preocupar de lo que dicen los demás estás perdido». Tan cierto y tan obvio que a veces se me olvida lo lejos que estoy de escribir así de bien.
Mi amigo Rodrigo Cortés siempre dice que los escritores estamos un poco más a salvo de las críticas, porque el criticón tiene que esforzarse en leerse nuestro libro, y en ese esfuerzo también convive la medida y la madurez, la comprensión, y el hecho de no juzgar gratuitamente o de forma malévola a alguien. Por supuesto que hay críticas y veneno, en el primero está también el conocimiento mientras que en el segundo perdura especialmente el rencor, y ese no es un apellido que case bien con una persona que merezca la pena. Es una mochila que arrastra y habría que compadecerse de quién la padece porque siempre se lleva la peor parte. Vivir así debe ser una putada, mucho peor que el mero hecho de recibir un insulto o que te dediquen un comentario peyorativo. Ya lo siento.
«De verdad creo que todo esto se nos va de las manos mientras que estamos haciendo una sociedad peor»
En los tiempos que vivimos, políticos y algunos periodistas, se han esforzado en enfrentar a las personas por un puñado de votos o de clics. Venimos reavivando sentimientos que merecen estar dentro del cubo de la basura, aunque no sabría en cuál de ellos tirarlos, ahora que tenemos dos y tres colores para retirar nuestros deshechos. Las redes sociales han culminado este defecto que permite que cualquiera pueda decirle a otra persona barbaridades sin que uno se pueda defender, demostrarle que está equivocado o directamente partirle la cara, como pasaría si no se escondieran bajo seudónimos y kilómetros de 5G. Lo dice alguien que nunca ha partido una cara, pero queda muy bien escribirlo. Lo que está más o menos claro es que cada vez me gusta menos ese mundo virtual en el que reina cualquier abusón, el clásico retorcido de patio de colegio que busca a la gacela coja para ser un poco más gilipollas. Ese pequeño espejo en el que cualquier persona puede decir lo que le venga en gana sin padecer las consecuencias de sus actos, la responsabilidad de sus palabras o la venganza de sus afrentas.
En el mundo que nos ha tocado parece como si hubiera que llegar un poco más lejos en todo: en ser más rico, ser más malo o llegar más lejos al lanzar la piedra, porque los humanos vamos acostumbrándonos a todo, y la tolerancia también va dejando una rodada cada vez más profunda y ya no impacta nada si no es un poco más que la anterior. Pero de verdad creo que todo esto se nos va de las manos mientras que estamos haciendo una sociedad peor. Dicen que la política es un espejo de la calle, de sus votantes y gentes, y es cierto que en algunos perfiles veo el cinismo y el rencor, la mentira y el insulto gratuito como si el Congreso fuese otra red social donde descargan lo peor de sí mismos los voceros que después, al apagar la cámara, se llevan estupendamente porque lo suyo es el teatro y la paguita de dinero público.
Siento no agradarles a todos, pero no he venido a eso a estas páginas, al revés. Creo que la literatura es la expresión libre de nuestro tiempo, el reflejo de lo que veo en la calle y en la pantalla, y muy en especial de todo lo que no me gusta, como vengo diciendo desde que comenzaron a leer este artículo. Es como aquella frase que decía que la razón de que un perro tenga tantos amigos es porque mueve la cola en vez de la lengua. Así que quizá, sería todo mucho más fácil si fuésemos por la vida oliéndonos el culo en vez de ladrándonos como enfermos. Así que haciendo caso a uno de mis escritores favoritos, Lord Byron, me consuelo al saber que «para todos los oficios, excepto el de censor, es necesario un aprendizaje. Los críticos están hechos de antemano».