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Lo indefendible

A favor de coger el coche el 23-J por joder

«Convocar unas elecciones el 23 de julio pensando que la gente se quedaría en casa es no conocer al español»

A favor de coger el coche el 23-J por joder

Las elecciones han alterado las vacaciones de muchos españoles. | Unsplash

Hubo un tiempo en el que en la derecha pensaban que el final del sanchismo sucedería por sí mismo, de una manera inevitable, casi astronómica, y que Sánchez se pondría como el sol se pondrá hoy en Madrid a las 21:44. Para mí, las puestas de sol carecen del encanto de otra sorpresa que no sea la esperanza de ver el dichoso rayo verde, que después nunca se aparece. El sol se pone y sale haga uno lo que haga y ese hecho resulta hasta cierto punto desmotivador en cuanto uno no es más que el mísero pasajero de un planeta que da vueltas. La gran foto de la situación decía que Sánchez iba a caer, agotado su momento, derribado por fenómenos cósmicos de dimensiones inimaginables en los que la voluntad de tal o cual votante tendrían una influencia despreciable. Así que la derecha solo tendría que esperar a que se produjera el cambio de ciclo, resignada al papel del espectador, un poco como esa gente que aplaude ridículamente, lánguidos en los ocasos de chiringuito con DJ y ovaciones al astro rey que tan absurdas me resultan.

El antisanchismo se había convertido en una de esas actividades de observación -pájaros, estrellas, gobiernos -, que tan poco motivadoras resulta por lo general. Existía el peligro de que el antisanchista, confiado, se quedara en casa a observar algo que solo con su observación nunca se produciría. Esto, hasta hasta que Sánchez convocó unas elecciones el 23 de julio y vino a conceder a su propio final el punto de épica que le faltaba.

Unas elecciones en verano sonaban a idea de última hora de Moncloa para intentar desmotivar al votante de derechas, un tipo, ya se sabe, tan estacional y de tradiciones que en esas fechas habría migrado a la playa con el Meyba, la camisa de manga corta y la alpargata azul marino, dedicado ese día a mojarse los tobillos, ver cómo juegan en la arena sus veintitrés nietos y confirmar la mesa reservada para comerse un arroz con bogavante salvaje gallego en ese restaurante de confianza en el que el camarero le dice Don Fulano y en el que pide que a los niños les hagan un escalope. 

Lo que sucede es que Sánchez no conoce a esa España, y es posible que a la otra, tampoco. Porque, en realidad, convocar unas elecciones el 23 de julio a sesenta grados a la sombra con medio electorado de vacaciones a 450 kilómetros de su colegio electoral pensando que la gente se quedaría en casa es no conocer al español. Porque para el español, salir de casa un domingo de octubre a 16 grados de temperatura -sol y nubes, borrasca en Las Azores-, con un jersey sobre los hombros y pasear 300 metros hasta el colegio electoral del barrio para cumplir con su deber de ciudadano en otra fiesta más de la democracia puede resultar un aburrimiento, casi una molestia por mucho que el presidente haya pactado con Bildu y hasta con Satán. Ahora, sí, dejar de ir a la playa y salir a votar a cuarenta grados a la otra punta de España puede resultar una tarea estimulante si es por llevar la contraria a un listo como Sánchez. 

Moncloa nunca imaginó a ese tipo al que yo puedo ver con claridad cristalina ahora mismo y que se cruza España para votar el domingo. Estamos ante un rebelde, héroe de su propio cabreo que lleva gestando desde el 29 de mayo y que lo ha empujado a hacer las maletas en la casa de alquiler de Asturias camino de Albacete con el aire acondicionado de la furgoneta roto, 200 pavos gastados en gasolina, los cuatro niños con la tablet preguntando desde Benavente: «Papá, ¿cuánto falta?», y él respondiéndoles con media sonrisa: «Ya falta poco, hijos. Ya falta poco».

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