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Opinión

De cómo la neoizquierda acosa a sus adversarios

Un sistema híbrido entre militantes, simpatizantes y ‘bots’ permitió el ciberacoso a decenas de cuentas

De cómo la neoizquierda acosa a sus adversarios

El exvicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias. | Europa Press

En 2007, en el mismo año que Pablo Iglesias recibía la beca a manos del rey Juan Carlos I, el empresario Steve Bannon invertía en el juego en línea World of Warcraft. Según el investigador Joshua Green, Bannon se quedó fascinado con la capacidad que tenían los sistemas sociales de este juego de rol masivo de originar militantes por una causa. Quedaban todavía nueve años para que la conducción de estas redes, su manipulación, permitieran el acceso de Trump a la presidencia de Estados Unidos en 2016.

Hillary Clinton les llamó «los deplorables», en un discurso clasista, claramente pijoprogre, pero resultaron importantes para la victoria del candidato populista. En aquel 2007 solo hacía un año que se había fundado Twitter y apenas tres Facebook, pero ya era evidente que un grupo de individuos motivado, regado por los inevitables bots, podía encauzar la propaganda en redes sociales como jamás Lenin alcanzó a imaginar. Poco después, en 2011, el 15-M sería la oportunidad de articular una oposición en redes sociales a lo que se llamó «la casta» en España y sus ahora discutidos consensos del régimen del 78.

Un partido consciente de estos cambios sería clave a la hora llevar estas técnicas digitales del populismo de derechas al de izquierdas. ¿Su nombre? Podemos.

En esta disidencia al sistema, a los viejos partidos, Internet sería fundamental. Y muy pronto, luego del congreso de Vistalegre en 2014, se organizarían persecuciones a cualquier contrario de la izquierda chavista. Podía ser alguien socialdemócrata, el clásico liberal conservador e incluso el feminismo heterodoxo al identitarismo de género: cualquier adversario de las ideas populistas de
izquierda sufriría el inevitable acoso en redes sociales.

El líder decide la diana

Pablo Iglesias, tan pronto como en noviembre de 2015, juzgaba que las redes sociales hacían redundante conceder «una entrevista» a un periódico de papel. Consideraba, así, solo imprescindible «tener una cuenta de Twitter». No mentía: en
ese mismo año, en las elecciones de diciembre, superaba los tres millones de votos y se convertía en un partido decisivo para la gobernabilidad del país.

Era en aquel tiempo —según los sociólogos Alberto Mora, Mónica Belinchón e Inmaculada Melero— cuando Podemos alcanzaba el millón de seguidores en Twitter doblando e incluso triplicando a partidos consolidados como Partido Popular o PSOE, o emergentes como Ciudadanos.

Pablo Iglesias llegaba un año después a 1.875.375 seguidores a la vez que asistía con el tuitero Facu Díaz a la gala de los Goya, demostrando su alianza con nuevos medios. Díaz, otro latinoamericano —hispano-uruguayo— en la órbita de la alt-left, había sido importante en los inicios de Twitter al crear equívocos en redes sociales. Eran los llamados «trolleos»: engañó con una noticia falsa a El País e incluso llegó a comparar indirectamente al Partido Popular con la recién disuelta banda terrorista ETA.

Existía en aquellos inicios de Twitter una sensación de jugueteo, en parte impune, que permitía amparar cualquier humor de filo: Facu Díaz, en ese sentido, era el perfecto cómico comunista —interesante oxímoron— que servía como aliado para el
cambio político. A falta del talento de Jaume Perich, Facundo Díaz lo resolvería con ataques nada disimulados que coincidían punto por punto con el programa político de Iglesias.

El periodista Luca Costantini, cinco años más tarde, desveló cómo gran parte de este sistema pasó de cierta improvisación, de cómicos contrarios a los consensos del 78, a una articulación vertical en la cual los agentes del partido señalaban el enemigo y mandaban a sus militantes contra él. ¿El nombre clave en esa estrategia? Julián Macías Tovar que, según fuentes a Costantini, creó «toda una estructura de bots en redes» con apenas «cuatro o cinco personas». Un dato: un año antes se desveló que ERC contaba con 150 cuentas falsas que amplificaban su influencia mucho más de lo que un partido regional podía abarcar.

En 2019, según un estudio de la Universidad de Murcia, se llegaron a contabilizar 825.000 perfiles falsos, estando en la cúspide Vox y Podemos con un 49.84% y 20.66% respectivamente. Según el investigador Félix Gómez Mármol, estos falsos usuarios «podrían haber actuado de forma coordinada» de cara a las elecciones del diez de noviembre de 2019.

Más recientemente, el experto en datos Marcelino Madrigal —asediado por su apoyo a Sumar— hizo un excelente repaso sobre cómo muchas de las cuentas más pesadas de la alt-left en Twitter tenían un componente importante de bots. Como ya advirtió Bannon, no era necesario una infraestructura muy fuerte, sino un grupo motivado, aislado de cualquier influencia, que reforzaran la propaganda de la izquierda populista. Esta, su unidad, pronto se resquebrajaría en pequeñas secciones contrarias unas a otras con fiereza.

Cayeron las máscaras

El historial de defecciones de Podemos podría dar para un thriller político, pero sería este mismo 2019 la fecha clave, al marcharse Íñigo Errejón bajo influencia de Manuela Carmena. Es en este año, precisamente, cuando se filtró cómo Rubén Sánchez -presidente de Facua- articulaba un grupo de Telegram en el cual se establecía a quién cazar y cómo. Estos chats resultan sintomáticos no solo por el odio a las derechas -la tuitera «Protestona» llegó a decir que la política ultraconservadora Cristina Seguí era una «rata a matar»-, sino también por cómo el líder de Facua ejercía de ariete político de las ideas de Podemos en Twitter.

Es la primera vez que se demostraba cómo un grupo de militantes esforzados podría destruir a otros en las redes sociales. Todos los mensajes filtrados en lo que se llamó FacuoGate se ignoraron por ser firmas menores, petimetres de los grandes ídolos populistas, pero es una cápsula testigo de un tiempo donde acosar al enemigo suponía un trabajo lucrativo. Así, al poco, «Protestona» sería parte del efímero diario podemita La Última Hora, desde donde ejerció de vehemente vlogger (esta vez sin amenazas de muerte, afortunadamente) contra cualquier tentación involucionista.

Aunque conocemos el célebre «azotar hasta sangrar» de Iglesias en Telegram, la mayoría de cazas políticas se establecían a través de círculos menores, insistentes, que en los inicios de las redes sociales podían articular una opinión. Con las últimas reformas, con la mejora del algoritmo, estas persecuciones ya no tienen el éxito de antaño. Twitter, en ese sentido reconoció, a través del ingeniero Luca Belli, como amplificaba su algoritmo el discurso populista. Y, además, muy pronto la caza se volvería contra los cazadores.

El cazador cazado

En 2020, en plena caída de votos y prestigio de Podemos, Pablo Iglesias denunció al activista derechista Miguel Frontera por acoso y escrache a él y su familia en el chalé de Galapagar. Poco antes, juzgaba que una concejal de Vox había sido el génesis de esta persecución y a lo largo del pasado mayo de 2022 analizaba con su vehemencia bolivariana las acciones y bulos digitales del opinólogo Javier Negre.

Este último, icono de la alt-right, era al fin la llegada de los métodos del populismo bannoniano a la derecha hispana. La paradoja es que Iglesias, aquel que decía que Twitter hacía «innecesarios» los medios, acabó denunciando la persecución a la que estaba siendo sometido en las redes sociales y en su vida real. En noviembre de 2022, así, bloqueaba a Pedro Vallín, uno de sus mejores valedores, en ese extraño boomerang narrativo de alguien que se sentía perseguido luego de haber hostigado a todos.

Quizá la cita de Michael Corleone de El Padrino dedicada a Iglesias sea el mejor resumen de este sainete menor, un Shakespeare en chancletas, que fueron las redes sociales de 2015 a 2022: «No me digas que eres inocente, porque eso insulta mi inteligencia».

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