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Mi luto amarillo

«Muere el periodismo de autor, y nace el de Zara, donde todos son clónicos y vocean como cabreros»

Mi luto amarillo

El escritor y periodista recientemente fallecido Jose María Carrascal. | Europa Press

Escribía J. D. Salinger, huidizo y neurótico: «Supongo que ningún escritor jamás se deshace de sus viejas corbatas amarillo azafrán. Tarde o temprano aparecen en su prosa y maldito lo que puede hacer al respecto». Nadie hasta que José María Carrascal presentó un telediario con corbata amarilla, su clásico blazer de marinero, botones dorados, sonrisa de oreja a oreja, voz atiplada, aquella dicción por la que comenzaba otra novela.

Decía Francisco Umbral de Luis María Anson en La década roja, el libro de la bronca televisiva con Mercedes Milá: «Casi de adolescente ya era consejero áulico de don Juan de Borbón, el delfín de los monárquicos españoles, y de entonces le ha quedado una voz montada sobre la voz, un noble engolamiento dialéctico que llena de autoridad todo cuanto hace y dice». Esa misma voz, atiplada, dulce y severa, fue la de Carrascal, todos la oímos con solo cerrar los ojos, puro cuento y música.

La brega de Carrascal comienza con la literatura, él busca sobre el papel las mejores palabras en el mejor orden; la belleza entera del lenguaje que busca en el lector un placer puro, inmediato y desinteresado. Luego, en el plan, entran los viajes, era fundamental ser cosmopolita, así empiezan las corresponsalías de prensa y televisión. Finalmente, la brida de todo, el armazón y armadura, es la dicción, la oratoria, la verba caliente. Anson y él se dieron discursos a sí mismos, en plan Cicerón, hasta dormirse y no callar. Contaba también Umbral en Crónica de esa gente guapa, que Javier Pradera, ideólogo de El País, siempre acababa igual con Anson a la altura de los postres: «O callas o te meto una hostia».

Gomoso, ese fue el marbete, Pradera tildó de gomoso a Luis María Anson, príncipe de los periodistas españoles y también al estilo próximo de José María Carrascal: educado, elegante, cordial, maravilloso. Sigue sin perdonarse en España al periodista viajado, leído, lector infatigable, conservador a ratos, rojo de derechas o azul de izquierdas, liberal en lo privado y público. Dijo Eduardo Mendoza, poco después del Cervantes, que lo fundamental para escribir bien eran unos buenos gemelos. Muere el periodista encorbatado, sublime, delicado, ajeno a estopa y pelo suelto de la dehesa, atiplado y templado. 

Todos fuimos niños pequeños escuchando las fábulas de Esopo de José María Carrascal, autor de una veintena larga de libros, televisivo hasta el éxito, premio Nadal en 1972 por Groovy, niño de pueblo, 92 años largos de escritura, piquito de oro desde Alemania y Estados Unidos, premio Mariano de Cavia (1986) y Luca de Tena (2021). Jamás le gustó la tele y su columna vertebral la dejó clara en muchas ocasiones: «Yo no soy un hombre de televisión, a mí lo que me gusta es escribir». También le gustó ser rico, y eso rara vez lo da la pluma, también su aire fue cortesano, también fue monógamo recurrente de sesenta años con la misma mujer, también fue un vicioso de la opinión, lector con tijeritas de columnista eterno. 

«La cordialidad parece un soplo o merengue de tibios. La tristeza es hoy la memoria de una voz, al cerrar los ojos, y la negrura de mi luto amarillo»         

Lo más parecido al desorden fue su paso por el Pueblo de Emilio Romero, cercano a los periodistas de petaca, a los golfos de escritura, documentado por Jesús Úbeda en su reciente Nido de piratas (Debate) donde al llegar un novato a la redacción el gallo del corral solía acercársele oliendo a alcoholes negros y fumando rubio para, entre susurros, llevarse la mano a la verga dormida y gritar entonces: «¿¡Tú crees que con esto que tengo aquí puedo ser monja!?». No hace falta suponer los mohines de Carrascal frente a semejantes rebuznos. Pero fue Pueblo el primer diario que lo manda a Nueva York, tierra soñada, sueldo de oro.

Oímos su voz atiplada, vemos sus corbatas estridentes, sentimos el corsé de sus chaquetas con doble abotonadura para no escaparse de sí mismo, su raya pulcra y sus ojos felinos, siempre la apoyatura del folio trabajado en cualquier locución, solo una rebeldía de corbata loca en mitad de su ironía militar, elegidas por una alemana para pintar el lienzo de un periodista quizá triste, entregado, ordenado, amargado y buena persona. Escribe en su libro Al filo de la medianoche: «La cámara es una señora caprichosa y altiva, feroz o tierna, según le dé, fría y dulce al mismo tiempo, esquiva e impredecible». Siempre estuvo preparado para el fiasco y por eso nunca fracasó. La fortaleza de estar dispuesto a dejarlo sin despeinarse, algo que cantaba con la boca pequeña, con la sonrisa de lado, fuera de ángulo. 

Viguri, el sastre catalán de mucha pastizara y pastizal, se lo recetó a doble renglón: «Usted es bajo, delgado, pero con los hombros más bien anchos. Así que lo que tiene que llevar son chaquetas ceñidas, de hombros recortados, que son las que le harán más alto». Nada abraza tanto como una doble abotonadura, que también Umbral usó por épocas aunque fuese para ponerse el albornoz encima y tirar los libros de novedades a su piscina de la calle Puebla de Majadahonda, donde la llamada Dacha era en realidad un barco.

Muere el periodismo de autor, y nace el de Zara, donde todos son clónicos y vocean como cabreros al comunicarse con el vecino. La singularidad, el traje blanco de Tom Wolfe, vive extinta o agonizante. El buen tono vive teñido por el faltón. Todos estamos polarizados como diría Naomi Klein. Anson y Carrascal no te interrumpían jamás. La cordialidad parece un soplo o merengue de tibios. La tristeza es hoy la memoria de una voz, al cerrar los ojos, y la negrura de mi luto amarillo.         

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