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El silencio mata

«Tras una escucha larga y cuidada, jamás interrumpida, nunca debemos decirle a nadie lo que debe o no hacer»

El silencio mata

Pixabay.

Orlan las calles los vasitos vacíos de botellones y fiestas en Halloween, orlan los mármoles las flores a nuestros seres queridos, pero a todos nos pasan desapercibidos, por estas fechas, los peores muertos de todos, los suicidas. Las cifras son abrumadoras. Once personas se quitan la vida diariamente en España, una cada dos horas, y el silencio todo lo tiñe de indiferencia, el peor velo posible. Los medios callan sus bocas por el temido efecto llamada. Los familiares lo sufren como estigma vergonzante. Todavía hoy desear la propia muerte es el peor de los pecados. Una locura. 

El mejor acercamiento al tema por escrito podría venir dado por los psicólogos e investigadores Enrique Galindo y Francisco José Celada en las formidables páginas de su trabajo: La dualidad del suicidio. Dejar de sufrir o dejar de vivir (Oberon). Buena parte de nuestra juventud agoniza medicada, desde los inofensivos somníferos y antidepresivos, hasta antipsicóticos y material mucho más pesado. El suicida, en la mayoría de los casos confirma el tópico, no lo dice. Lo hace y no lo cuenta. Lo hace y no avisa. La atención es la linterna que puede iluminar las sombras de quienes tenemos cerca. La vigilancia, cercana al cariño, es la pócima mágica del milagro.

Debemos aprender a escuchar, de entrada, porque si tenemos dos orejas y una sola boca es para justo eso, escuchar el doble de lo que hablamos. La ecuación es nítida: hablar salva vidas y el silencio mata. El suicida siempre quiere ser escuchado, comprendido, se suele llegar a las ideas de muerte tras un proceso en que o no se ha atrevido a hablar o, si lo ha hecho, recibe ignorancia e indiferencia de sus interlocutores. También descalificaciones, también reproches, todo el mundo desea ser escuchado y no oído, donde escuchar es prestar atención a lo que se oye. Oír es un acto pasivo, escuchar requiere comprender, implicarse, voluntad, mucho amor. 

Tras una escucha larga y cuidada, jamás interrumpida por incoherente que nos resulte, nunca debemos decirle a nadie lo que debe o no hacer. Tampoco es aconsejable rechazar las emociones, y es adecuado llorar, abrazarse, besarse, tocarse. Un segundo peldaño seria provocar la duda inesperada, el suicida siempre muestra ambivalencia entre el deseo de vivir y el de morir. Vive acosado por las dudas y solo busca una oportunidad de resolverlas. Finalmente, es preciso hacerle dudar, ganar tiempo es ganar vida, el suicida no suele guiarse por un impulso momentáneo, es la mente la que roe y roe, es la mente quien no descansa. Ganar tiempo es ganar vida. Al postergar la decisión, baja la rabia, baja la desesperanza, baja la intensidad, disminuye el peligro. El Teléfono de la Esperanza hizo su campaña en el 2020 con un solo eslogan: «Te regalo una coma, para que sigas escribiendo tu historia». Era Maupassant quien fue capaz de reducir una noche de amor a un punto y coma.

«Digámoslo en voz baja, muchas veces al día, sin miedo a repetirnos, sin cansarnos: hablar salva vidas, el silencio mata»

Los especialistas ya hablan de contratos de no suicidio, de protocolos de suicidio, de tarjeta cortafuegos. Se busca que el implicado firme un papelito, insignificante y simbólico, donde promete no hacerlo. Tarjeta y contrato sirven de recordatorio. El paso siguiente es buscar sentido a la propia vida herida, es necesario narrar un motivo para no hacerlo, esa fue la tesis de Viktor Frankl, por ejemplo, en su libro El hombre en busca de sentido, tras el encierro en sucesivos campos de concentración nazis. La ecuación es mínima, igualmente: «Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo». La voluntad de vivir se alcanza, debe perseguirse, conviene hablar de planes no realizados, deseos incumplidos, insatisfacciones diarias y pequeñas. 

Debemos empezar a resolver los problemas cotidianos, desde los más simples e insignificantes, la desesperación ante un atasco, por ejemplo, hasta los medulares y esenciales, una ruptura amorosa, cualquier hachazo inesperado. Zurilla y Golfried idearon una técnica de resolución de problemas consistente en cinco sencillos pasos: saber que tengo un problema, definición del problema, creación de alternativas, toma de decisiones y comprobación final. El aroma, el ambiente, el perfume, podría ser el de la lluvia de ideas interminable, filtrar toda acción a realizar desde sus ventajas e inconvenientes, manejar pócimas y armaduras desde la acción inmediata: «Un deseo no cambia nada, una decisión lo cambia todo». No buscamos la solución perfecta sino hacer algo, que es siempre lo contrario a no hacer nada. 

Un mar de mantras aquí abajo puede despejar todas las borrascas allá arriba: ¿quiero morir o dejar de sufrir?, toda crisis es una oportunidad, mi principal enemigo no puedo ser yo. Once suicidas desesperados al día quieren empezar a ver en sus crisis particulares oportunidades y no peligros. No podemos ser el muñeco de peligro de muerte sobre fondo amarillo. Una sociedad donde los chavales se quitan la vida es una jungla enferma. La ideación suicida desaparece con el dibujo de un futuro posible, de un futuro alternativo, de un futuro que diseñamos muchas veces por medio de otras manos, otras voces, otros fuegos. «Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando», escribió Tagore. El peor entierro es siempre el de la esperanza. No hay noche más negra ni llanto peor. Digámoslo en voz baja, muchas veces al día, sin miedo a repetirnos, sin cansarnos: hablar salva vidas, el silencio mata. 

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