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Viento nuevo

Las meonas

«Mear en el bombo sin cámara es causa justificada de patadón en el culo y hasta luego, pero con cámara ni hablar»

Las meonas

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Ninguna emoción superior a la de colocar el hocico sobre el asfalto y, cual buen sabueso, seguir el rastro de una noticia que va haciéndose grande, para sorpresa de todos. La intriga empezó con sus pinceladas baturras y procaces: una empleada de panadería, trabajadora en la estación de Sants (Barcelona), orinaba en los recipientes de amasado del pan, destinados a producto de consumo humano. Ni corta ni perezosa, entraba en la zona de sombras, se acuclillaba sobre la olla, escudilla o bol de metal, y empezaban los ríos del Niágara interno, a mear como una vaca, para luego darle un aclarado feliz y a seguir con la faena morena.

Toda la película habitual de lluvia amarilla fue grabada, pero el salto ocurre cuando el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) ordena como improcedente el despido e insta a la empresa a readmitir a la trabajadora en su puesto o pagar una compensación de veinticinco mil periquitos, por haberla grabado. Viene a decirnos, en román paladino, que las aguas menores es lo de menos, pero gravísimo e improcedente es grabar a nadie sin su consentimiento. Para grabar tiene que solicitar el grabador al grabado permiso por escrito para hacerlo. ¿Y los cacos? ¿Y los ladrones? ¿De qué sirve entonces una cámara de seguridad? Ah, amigo, pero a un trabajador es muy diferente. No se puede así como así vulnerar la intimidad de cualquier posible meona o meón, de los que hacen mucho o poco ruido mientras se alivian, de los que silban o cantan, como si measen las llaves del coche, que diría el maestro José Luis Alvite.

La grabación no es admisible porque viola el derecho a la intimidad de la trabajadora, puesto que la instalación de la cámara no fue comunicada previamente a los empleados. A la meona la echaron por burofax donde se detallaba: «La hemos observado hasta en tres ocasiones en cuclillas, miccionando dentro de un bol, arrojando su contenido por el fregadero, remojando el bol ligeramente en agua y depositándolo con el resto de utensilios limpios usados en tareas de producción para el consumo de los clientes». El pan seco, al parecer, daba el pego. La orina elimina muchos gérmenes, llegaron a explicar mendigos feos a la puerta, riéndose como Paco Rabal en Los santos inocentes de Delibes, mientras invocaba a la Milana bonita. Meona bonita, vuelve, vuelve.

«Esto de la política de la intimidad, de la judicatura de la intimidad, de los vídeos íntimos, es un filón inagotable»

Otra meona célebre, recordemos, salpicó al gobierno de Ada Colau en el 2015. La susodicha, futura directora de Comunicación de la alcaldía de Barcelona, se fotografió fumando un cigarrillo y orinando en la calle como parte de una campaña sui géneris para reivindicar la liberación sexual de la mujer. Se definía, recordemos, como «activista postporno» y pronto fue reconocida y tratada como la Meona oficial. Lo hizo en la Gran Vía de Murcia y hubo por las redes sociales quienes dieron crónica del acto: «Por fin ha llegado el trasvase o la expansión de los Pises Catalanes a la huerta murciana». La susodicha pasó sus años estudiantiles entre Murcia y Barcelona, siendo alumna de los Maristas de la Fuensanta, marbete inevitable con incitaciones hidráulicas. Luego se dedicó al porno, sí, por evitar el yugo paterno y tuvo su heroico posado a medias cuclillas y abrigo rojo, chorro incluido en el suelo y sonrisota.  

Pueden surgir nuevos casos de meonas en todo el territorio nacional, estaremos al quite. La intimidad, quede claro, ya genera jurisprudencia. Mear en el bombo sin cámara es causa más que justificada de patadón en el culo y hasta luego, guarra mía, pero con cámara ni hablar. El pan blando no es veneno, el pan mojado ni se nota con el cocido, el pan una vez amasado viene igual de disfrazado que cualquier otra confitura, delicatesen o joya gourmet. La meona del bol no sabemos si prefirió el dinero o reintegrarse en el sistema acostumbrado, donde el alivio de media mañana aligeraba la jornada, y donde el improvisado orinal invitaba incluso al sueño, siesta y bacinilla, tal vez escudilla atada a la pata de la mesa, bol con cerrojo, no sea que nos lo carguen sin ser vistos, con premeditación y alevosía, en la posición de la gata y la vaca, algo que en la umbría panadera haría escapar a todos los ratones espías, a todos los ojos abiertos, a todas las cámaras tuertas. 

Esto de la política de la intimidad, de la judicatura de la intimidad, de los vídeos íntimos, es un filón inagotable. No queremos ni pensar lo que hubiera pasado si los vídeos meones, el de Barna y el de Murcia, hubieran corrido por las redes sociales sin la autorización de sus protagonistas. Tampoco sabemos si hay más descaro en la meona murciana, famosa y con flashes por todos los medios del terciopelo digital, o en la meona catalana, a escondidas, en el mayor de los sigilos, a media luz, casi a gatas, antes del chorro final de agua del grifo corriente y algo frío.

Otro meón célebre fue aquel diputado que montó el Jaguar delante de los leones del congreso y rellenó media maceta de whisky antes de que un par de polis le dijeran que eso no se podía hacer en la vía pública. Umbral, decían, meaba en los cocteles el whisky de las señoras envisonadas y con collar de perlas cultivadas, para calentar el hielo. Meones y meonas corren en paralelo. Debemos pillarlos, ajusticiarlos, sin cámaras, no lo olvidemos. Lo mejor, en estos casos, parecen ser los testigos presenciales. Ir de frente, secos, serios, y con la cuenta en la mano de lo que se debe. Mea contento pero mea dentro. Quien bien mea, no necesita que el médico le vea. Siempre lo supimos. 

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