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Opinión

El perro leproso

«Un acuerdo sin fotos, sin firma de ambos, Santos Cerdán primero, Puchi después, cuando la última palabra es siempre la que cierra y vale»

El perro leproso

Carles Puigdemont, expresident de la Generalitat. | Europa Press

Escribe, en las claritas del alba y por las almadrabas sociales, el emperador de Waterloo, horas antes de pasar de prófugo a eurodiputado/visa oro: «Dejar de ser aquel perro leproso que lamía la áspera mano que le ha atado tanto tiempo, y convertirse en un único señor: esto es lo que nos mueve desde que hoy hace nueve años empezamos a caminar de nuevo. Indesinenter».  Un poema de Espriu, del pobre Espriu, por el que empezamos esta discoteca. 

Nadie entendió nunca a aquel Gandhi de gafas de pasta dura, sí, que encontró de baratillo a Montale y Quasimodo, y dijo ésta es la mía saltando incluso, voy a hacer lo mismo que los herméticos italianos, impermeables a todo, incluso a mi propia razón. Por ahí, el doble encierro, pajillero eterno en la casa de paredes blancas, semen negro, y unos versos que daba igual leerlos de izquierda a derecha que de derecha a izquierda, de arriba abajo que en zigzag, porque si la oscuridad es buena, la coartada es perfecta. Pla no soportaba a Espriu, al pobre Espriu, rey de la manuela, sin salir de sí mismo, solipsista y feo.

El alba fue para Puchi un poema de Espriu, prestado por un amigo, lo mismo que el anochecer es siempre la ópera de los pobres, en Jaén especialmente. Un acuerdo cerrado a las cuatro y pico de la mañana, telemáticamente, para después cruzar la calle y abrazarse en el hotel contrario, como Espriu se abrazaba a sí mismo o aplaudía, tras haber recitado en casa sin un puto duro. Un acuerdo nacional firmado en otro país, en otra ciudad, porque si no vienen los pitufos y los aceitunos y nos detienen. Un acuerdo sin grilletes, en hotel de lujo, pensando en los grilletes, como Espriu pensaba en pezones duros como gomas de borrar al final del pasillo, donde seguía solo y feo.

Nada nuevo bajo el sol a eso del vermú rojo y moreno, con o sin rodajita de limón: un acuerdo político, meramente político, que pide una redacción de la ley no manuscrita por jueces (como cuando Espriu utilizaba la zurda para imaginarse algo) y que finamente será convertido en valor en esa transacción (con pinza de la ropa para la nariz) de votos por encima de las leyes. Lo que no cuentan –pura elipsis, que Espriu jamás practicó como tropo del lenguaje, porque daba igual, todo era lo mismo- es más divertido, más mullido, mejor aún: todo en el verso tendrá una finalidad anual, convertido en la prosa en una lupa anual, de tal modo que si ese año crítico algo no cuadra, se niegan los presupuestos y a otra cosa mariposa, al bar o a casa de Espriu a escuchar a un ciego loco. 

Todo saltará por los aires, antes o después, estos rehenes de Junts entre medias supieron colocar al alfil. Al mediador, al relator (la guerra es polisemia oscura), al verificador, que debe ser internacional, como si se escenificara un pacto entre dos naciones dentro de la misma. Nadie recuerda cuando Carmen Calvo sugirió eso mismo, un mediador para lo que pasaba aquí cuando las urnas eran cajas de zapatos y las porras sabían a Nivea. Tremendo. Espriu, a propósito, por eso de ser caracol de interior, se echaba mucha Nivea por todas partes, y en una visita cierto bohemio le dijo que se la echase por las gafas, a ver si se aclaraba.

Un acuerdo sin fotos, sin firma de ambos, Santos Cerdán primero, Puchi después, cuando la última palabra es siempre la que cierra y vale. Una amnistía del 2012 al presente, para todas y todos los implicados, menos Boye y Borrás, porque eso ya era imposible y Cerdán dejaba de recitar. Finalmente, en la tarima soleada, embriagado por la sombra de los flashes, sale Puchi a subrayar su victimario, sus persecuciones, la lucha catalana y la sangre de sus mártires, todas las cláusulas de excepción para Cataluña en los pagos, todo el borrón judicial de lo que pasó, mucho típex y cola blanca, empezamos de nuevo, sí. No habrá unilateridadhabrá que celebrarlo– porque la fórmula es que, cuando quieren referéndum, según el articulo noventa y pocos de la Constitución, se pide al Presidente, éste a la Cámara y todos al Rey. Lo mismo le pasaba a Espriu cuando quería una tía, y esos tres eran todos él mismo, para negarla. 

Estaremos sujetos a los avances, dice Puchi antes de las salvas, a las comisiones internacionales que lean año por año si hay o no que firmar la papela. Todo saltará por los aires. El acuerdo de legislatura (mucho hincapié general en subrayar que no es de investidura) rueda en forma de bola del oeste por todas las redacciones de periódicos pero sin llegar a la casa de Espriu, que jamás bajaba a la calle por leche y pan, no fuera a contaminarse y abandonar la celda. Mientras, sí, en Barna, la Cup quería aprobar otra fiesta de urnas de zapatos y azumbre de hostias frescas, hasta que Junts les dijo que ese no era el camino. Que el perro ya no estaba leproso y que era señorito. Increíble. El poeta, después de tantos barrotes, solo quería abolengo, tratamiento y respeto. Quién sabe, igual para ligar o catar coño.

El perro leproso es ya un tigre de Borges. El papel, recién firmado, todavía sigue vigente, aunque se temen lo peor. El perro leproso es el mejor amigo del hombre… que le da de comer. Podía tener su rebeldía como leproso, vino a decir Tardá, sin hacerse caniche y en las suyas, erre que erre, digno, duro, salvaje. Un caniche siempre parece que ha llorado antes. El perro leproso huele el miedo cuando el de al lado está tan cagado. Por eso ríe con los ojos, no ladra y se relame sin prisa.  

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