22 años del adiós a la peseta: ¿fue el euro una buena decisión?
«La eurozona ha alcanzado logros notables en términos de estabilidad y crecimiento, aunque algo menores en convergencia económica»
Este mes de enero marca el vigésimo segundo aniversario de la adopción definitiva del euro, una moneda que transformó nuestra vida cotidiana desde los primeros días de 2002. Este cambio no solo materializó la unión monetaria en nuestro propio bolsillo, sino que también simbolizó un hito en la historia económica y política del continente. Hay que destacar que el euro es un proyecto nacido en el seno de la Unión Europea, pero no todos los países de la UE lo han adoptado como moneda, ya sea por voluntad política o por incapacidad para cumplir con los criterios de convergencia que marcan las características que debe tener una economía para que su acoplamiento al euro sea eficiente. No hay que olvidar la crisis económica y el trauma que generó descubrir que Grecia había falsificado los datos para entrar en el euro cuando su economía no estaba suficientemente preparada ni integrada.
Más de dos décadas ofrecen un marco temporal lo suficientemente extenso como para evaluar las consecuencias macroeconómicas de pertenecer a la eurozona. El análisis de las cifras revela tanto aspectos positivos como desafíos pendientes en el camino hacia una unión monetaria plena y óptima.
Uno de los logros más notables es la estabilidad. A lo largo de estos años, la pertenencia a la eurozona ha ayudado a reducir la variabilidad de las macromagnitudes económicas. Este rasgo de estabilidad se ha mantenido consistente en todos los países del euro, independientemente de su fecha de adhesión al área monetaria común. La conclusión es clara: el euro ha contribuido significativamente a la estabilidad económica de los países miembros. Salvando el caso de Grecia, a la que más bien contribuyó a su inestabilidad, aunque su recuperación y acoplamiento está siendo mejor que otros países del mediterráneo.
Además, el euro ha facilitado un crecimiento más robusto. La comparación entre los países de la eurozona y aquellos de la UE que no adoptaron la moneda común revela un aumento más pronunciado en el crecimiento económico para los primeros. Mientras que los países de la eurozona experimentaron un crecimiento sostenido, los no pertenecientes al euro han enfrentado desafíos en la retención de ventajas competitivas.
A lo largo de estas dos décadas, también hemos sido testigos de una reducción de las desigualdades entre los estados miembros de la UE, especialmente entre los países de la eurozona. La convergencia económica ha sido un resultado positivo adicional, evidenciando que la moneda común no solo brinda estabilidad y crecimiento, sino que también contribuye a la reducción de las brechas económicas entre los países miembros.
Sin embargo, estos aspectos positivos no han sido suficientes para amortiguar por completo el impacto de la crisis financiera global que comenzó en 2008. Aunque la estabilidad se mantuvo, la recesión afectó de manera similar a todos los países de la UE, independientemente de su participación en la eurozona. Esta crisis puso de manifiesto la rigidez y divergencia en las estructuras productivas entre los países que compartían el euro, algo que aleja a la zona euro de una calificación de área monetaria óptima.
«Persisten desafíos clave, como la falta de una integración bancaria estricta y la ausencia de una integración fiscal»
En el contexto de la crisis de deuda soberana, surgieron diferencias sustanciales entre los países de la eurozona y aquellos fuera de ella. Un ejemplo paradigmático es el comportamiento del desempleo: mientras la tasa de paro experimentó un fuerte aumento en la eurozona, se redujo en los países no pertenecientes al euro. Esto subraya la rigidez y la divergencia de las estructuras productivas entre los países que comparten la moneda única.
A más de veinte años de su implementación, persiste la pregunta de si la eurozona opera como un Área Monetaria Óptima (AMO). Aunque ha habido avances notables, aún existen desafíos considerables. En primer lugar, no se ha logrado la similitud necesaria entre las estructuras productivas de los países, un requisito fundamental para las AMO. De hecho, el euro ha contribuido a una mayor especialización productiva, en lugar de ayudar a la convergencia real de las estructuras productivas.
La movilidad interna también sigue siendo insuficiente. Aunque ha habido un aumento notable en la movilidad de capitales con la implementación del euro, la movilidad de trabajadores no se ha materializado de manera significativa.
Además, persisten desafíos clave, como la falta de una integración bancaria estricta y la ausencia de una integración fiscal, aunque la mutualización de la deuda con los fondos Next Generation sea un avance en ese sentido. La diversidad en las políticas fiscales dentro de la eurozona sigue siendo notable, especialmente en la política industrial.
En un horizonte lejano, se puede intuir una mayor integración de políticas, coherente con la política monetaria. Sin embargo, desde el intento de aprobar el tratado que instituiría una Constitución para la UE en 2004, los avances significativos han sido escasos.
En conclusión, el euro y la eurozona han alcanzado logros notables en términos de estabilidad y crecimiento, y algo menores en convergencia económica. No obstante, los desafíos persisten, y la pregunta sobre si la eurozona puede realmente considerarse una AMO sigue siendo relevante. La búsqueda de una integración más completa y eficiente, tanto en términos económicos como políticos, seguirá siendo un tema central en los próximos años y uno de los debates de cara a las próximas elecciones europeas de este curso. ¿Fue el euro una buena decisión? Sí, sin duda. Aunque no haya sido todo lo eficiente que podía llegar a ser, en parte por el complejo sistema de toma de decisiones del BCE, sí que ha ofrecido protección y respetabilidad a países cuya credibilidad internacional y monetaria estaba sistemáticamente en entredicho.