El síndrome del coche oficial
«Otra mentira más, muy barata, para alejarse del pueblo tras haberle zampado los votos a dos carrillos»
El dato es bochornoso. El dato es vergonzoso y vergonzante. El número de chóferes al servicio de los altos cargos gubernamentales no ha dejado de crecer desde 2018 y cuenta ya con 833 contratados, 121 más que en el último Gobierno de Mariano Rajoy. ¿Una izquierda de coche oficial? Suena absurdo. Dos son los únicos males del político en ejercicio: la alfombra roja y el coche oficial. El recién llegado sube a la burbuja del poder y, llega un momento, sí, que el fulano en cuestión no sabe lo que pasa en la calle. Ni idea.
Zapatero se vio en un aprieto cuando le preguntaron por televisión cuánto costaba un café en la rúa. Recordamos a Fernando Morán, que habitaba con su madre un caserón en el centro de Madrid, feo y enmadrado iba todos los días a trabajar en autobús, y era ministro. Recordamos a Marcelino Camacho y Josefina, a quienes el partido o Gobierno puso un chófer para ir a las manifestaciones y, sus fotos bajo la marquesina de bus, rodeados de banderitas rojas, dieron la vuelta al mundo, dejando bien claro quiénes eran.
Podemos quiso una merma considerable de coches oficiales, y muchos de los suyos empezaron a ir en metro al Congreso, porque eran el Gobierno de la gente, porque no había mayor marketing que ese, el de ser vistos, sacarse muchos selfies, estrechar manos y abrazos, así cuentan por lo bajinis cómo esta medida de coches oficiales a granel es una venganza pequeña contra los morados, cuando la pequeña venganza es siempre letal, porque afecta a lo más íntimo, la grieta por la que las intimidades se separan y rompen, apenas unos dedos de espacio negro para la quiebra.
Recordamos al viejo Gerardo Iglesias, como me contaba un histórico comunista, al que Anguita echó por su vida licenciosa: copas, mujeres y algo, supuestamente, de sofá mullido en el Club Siglo XXI, con Visa Oro del partido. Recordamos lo que cantó Sánchez Dragó de sus vivencias carcelarias: el PCE no quería homosexuales en sus filas, y todas las purgas allí dentro fueron morales: el dirigente se debía a un público y a unos ojos públicos siempre abiertos y tenaces. Recordamos los viejos ERES andaluces; fiesta de cubalibres y barras libres donde nadie, suponemos, iba andando, para luego enfermar todos de golpe, a la hora exacta de entrar en la trena, en el fin del fin.
Vuelve, a partir del coche oficial, del chófer sin gorra de plato pero a quienes muchos imponen la genuflexión, varios debates de actualidad política: lo de fuera y lo de dentro, la mentira social y la verdad íntima, si vestimos el traje que nos corresponde o todo es disfraz. A Luis María Anson quisieron pillarle en Abc con una auditoría sorpresa, y el auditor quedó sorprendido de que todas las mañanas acudiera a trabajar en su propio vehículo, y solo desde el trabajo utilizara el coche privado. Sigue el debate de lo que es nuestro, porque lo pagamos nosotros, y lo que no nos corresponde, porque lo público nunca es tuyo sino de todos. ¿Tantos coches oficiales no son acaso un síntoma de una herida oculta? ¿Qué quieren aparentar? Nada más ridículo que un verdadero socialista con coche oficial.
Suena absurdo. Patético. Muy chabacano. ¿Imaginamos a un obrero con coche oficial? Lo lógico (creo haberlo visto en alguna ocasión tratándose de los morados felices con mochila) sería un minibús alquilado que los llevase y trajese de sus cometidos diarios, garantizadas todas las medidas de seguridad en el correcto ejercicio de sus funciones, sin la menor pleitesía añadida. ¿Un comunista en coche oficial? Suena grosero. Otra mentira más, muy barata, para alejarse del pueblo tras haberle zampado los votos a dos carrillos.
«Sería estupendo un informe de coches oficiales trimestral colgado en el portal de transparencia para divertirnos todos un poco»
Franco increpó una mañana a un ministro, Saínz Rodríguez, por ir de putas con el coche oficial. La audiencia fue corta y estuvo presidida por este diálogo: «Sainz Rodríguez, me cuentan que va usted de putas»; «Sí, Excelencia»; «¡Pero qué va con el coche oficial!»; «¡No voy a ir andando, Excelencia!». Muchos no sabemos dónde van y no van los coches oficiales. Recordamos brochazos innumerables de vida licenciosa mezclados con deberes públicos. Resulta sospechosa la cláusula de confidencialidad que firman todos los chóferes oficiales. ¿Dónde van todos esos coches? ¿A qué hora vuelven todas esas ruedas veloces? ¿Hay travesías inciertas en la noche negra y cubierta de grasa? ¿Existen las amistades ocultas y pegajosas? ¿Quién vigila al coche oficial que, tantas y tantas ocasiones, vive sin ser visto? A la ciudadanía le gustaría saberlo. Sería estupendo un informe de coches oficiales trimestral colgado en el portal de transparencia para divertirnos todos un poco con este Scalextric que sigue opaco, privado, pícaro.
Chiqui Montero (achilipú, arsa, miarma) tiene a los becarios felices, contamos ayer por su desembolso de dos mil milloncejos, pero Escriva sufre la pavorosa ira funcionarial. CSIF, principal sindicato de funcionarios, quiere reuniones que Escrivá rechaza. Los empleados públicos pretenden recuperar poder adquisitivo y que los Presupuestos Generales del Estado lo reflejen sin titubeos ni menoscabos. Sus quejas son cuatro: supresión de la tasa de reposición, adecuación de los grupos profesionales, avance hacia la jornada de 35 horas y más teletrabajo. La mayoría sueñan con un coche oficial donde ser felices al volante y quitarse tanto pasto de oficina. Piden, igualmente, mejores jubilaciones, tanto de clases pasivas como de régimen general, y mayor financiación para el mutualismo administrativo. Ninguno descarta cambiar la mesa y agujerito de la ventanilla por un coche molón: alta gama, piel, madera, tuneado.