Cierran los bares de barrio
«A paso de carga, sin resuello, vamos todos a ese campo estupendo de franquicias por doquier y precios altos»
El ruido de la persiana al bajar es una mandíbula de silencio, una vergüenza o resignación para siempre, un luto de vino negro o caña rubia bien tirada, un palillo sin olivas verdes en el centro del corazón hinchado por la breva. Catorce mil quinientos bares cerraron en los últimos tres años. Establecimientos familiares, estafetas de afectos, salones de naipe viejo y carajillo moreno, barras enmaderadas y azulejo fresco para el verano, mesas rústicas y oro de vocerío juvenil futbolero. Pronto quince mil figones entre tabernas, bares modestos, hule y metacrilato, cañita y doble, tapa con palillo, olor a guiso, hedor a berza, esa belleza.
Vamos todos a los no-lugares tipificados por Marc Augé, grandes paquidermos arquitectónicos repletos de tránsito y vacío, grandes nadas en el centro y extrarradio de nuestras ciudades, poblados por anónimos y silencio espeso o marmóreo, todos con las manos en los bolsillos, frente a maquinitas que venden agua y comida envuelta en bandeja de plástico. España fue un arcoíris de tascas y tabernas, mesones y bares de viejos, donde la vida a mordiscos ardía entre servilletas por el suelo y gambitas con la cabeza muy chupeteada. España fue una freiduría en la sartén de la felicidad, rebozada de tacto, abrazos y besos entre semejantes, donde la fratría clásica, el grupo, la pandilla, el nosotros, aromaba y fortalecía una estafeta de afectos, inmune al cierre y la perennidad. Quince mil bares menos, qué desastre, avergonzados de lo nuestro, cabizbajos de nuestra identidad, todos con el caramelo europeo colgando de un palo frente al ronzal, para ser europeos que se emborrachan en casa ajena, hoy en la tuya y mañana en la mía, huecos y tristes, vacíos y digitales, profundamente paletos.
Comienza, como una flor negra, la pobreza a florecer en la rúa. A la sombra de la muerte de los viejos figones sigue, en todas partes, muy cerquita, la sala blanca de las rebajas como una planta médica de espera eterna, sin personal, con los chollos acumulados y el aire (esa cata mohosa de aire acorralado) como el peor signo del fatal relámpago. «¿Y sin obreros, de qué viven los señoritos?», pregunta alguien a una mujer de la calle, junto a una farola. «No quedan obreros, hermoso, los que agonizan son búlgaros y rumanos mayormente, con media docena de autónomos dependientes, y todos ellos votan a la derecha porque no soportan a gente como tú, que no quieres trabajar y cada vez tienes menos sitios donde abrevar a gusto», contesta ella, pilingui despeinada, mientras mueve el bolso, las medias rotas, las botas altas, el tinte corrido a brocha.
Llega el mejor agorero: «No te fijes en los bares, mira los chinos, también cierran por vez primera». Ajeno a duelos a florete y al natural, opto por la poesía: «Estoy mudo de luto, déjeme. No hay como el calor del amor en un bar». «No te preocupes, maromo, la sorpresa habitual es que cierra un bar en la ruina y llega el siguiente y monta otro en ese mismo sitio ruinoso», oigo a mi espalda. «¿A dónde irá ahora el pulgoso populacho a hablar de tonterías y dilapidar el valioso tiempo disponible? Nunca fueron necesarios», sigue ese horizonte de ladridos en el punto más alto del olvido bajo un techo de voz cazallera, vieja, sucia, rugosa. Llegan los viejos mantras repetidos en la juventud de pesetas y sin euros: «Europa no tolerará un bar en cada esquina, como ocurre aquí en España, hay demasiados y no habrá riego para tantos».
¿Tomaremos todos ahora copazos de balón a diez euros y cafés a cinco? Me cuentan la nueva ecuación los camareros con cinco carreras universitarias y un máster internacional en cada bolsillo: «Usted, amigo, está muy mal informado. Cierran dos mil bares en España al año y abren mil restaurantes. Desde el 2010, exactamente treinta mil tabernas han echado el cierre. La hostelería, en realidad, crece: vamos hacia establecimientos más grandes, con más empleados y más servicios, la tasca movía muy poco dinero y había que echarle horas al aparato. Es una reestructuración paulatina del sector, caballero. Cierran unos locales, claro, y abren otros que son diferentes. El bar de toda la vida, por mucha poesía que le eche, tenía unas posibilidades muy restringidas. Vamos hacia el gran restaurante, oiga, con muchas opciones comerciales, seguimos contando con una barra por cada 170 habitantes del país, según el INE. ¡Está usted muy mal informado! ¡Más metros cuadrados son siempre más empleos en lugar de la mesa camilla familiar!».
Vamos todos, en tromba, a los centros comerciales de la hostelería. Sigue el sermón académico: «El sector hostelero concentra 1,75 millones de puestos de trabajo, con picos de 1,8 millones durante el verano, cien mil trabajadores más que en 2010, a pesar de haber cerrado quince mil tabernuchas de mala muerte». El remate final me deja tuerto: «Desaparece la taberna porque antes se han muerto todos sus clientes. El sector cambia porque cambia el consumidor. El local queda sin parroquia porque nadie va a jugar la partida ni se busca eso». A paso de carga, sin resuello, vamos todos a ese campo estupendo de franquicias por doquier, de precios altos como europeos que levantan el meñique a la hora de elevar el copazo por encima de la barbilla, y no pasa nada, qué va, porque seguiremos –ese el cuento- gastando el dinero que no tenemos en los bares de cercanías. Menuda fábula. Vaya risa.