THE OBJECTIVE
EL BLOG DE LUCÍA ETXEBERRIA

De qué hablamos cuando hablamos de salud mental y qué tiene que ver con la religión

«En nuestra cultura sanitaria se ha impuesto un modelo principalmente físico del yo, lo que nos lleva a preferir que los problemas se aborden con pastillas en lugar de con psicoterapia»

De qué hablamos cuando hablamos de salud mental y qué tiene que ver con la religión

Un 5,4% de la población mayor de edad refiere haber acudido al psicólogo, psicoterapeuta o psiquiatra en los últimos 12 meses. | Agencias

Ayer, en twitter, volvió a ser TT por enésima vez, el hastagh «Salud Mental». Y sin embargo, el noventa por cien de la gente que tuiteaba no tenía ni idea de lo que el concepto significa.

La salud mental, implica, por definición, no padecer una enfermedad mental. Las enfermedades mentales, también llamadas afecciones de salud mental o trastornos mentales, son afecciones diagnosticables. A menudo implican un cambio muy angustioso en la forma de pensar, las emociones o los comportamientos de un cliente y pueden afectar la forma en que realiza algunas actividades diarias. Para recibir un diagnóstico que involucre cualquier condición de salud mental, un profesional de salud mental lo entrevistará para conocer los síntomas que estás experimentando, cuánto tiempo han estado sucediendo, el grado de severidad y sus causas potenciales.

Pero la gran mayoría de las personas que llegan a la consulta de un psicólogo no tienen un problema de salud mental. Sufren debido a un problema vivencial, incluso filosófico. Se sienten ansiosos o confusos, pero no están enfermos.

Un 5,4% de la población mayor de edad refiere haber acudido al psicólogo, psicoterapeuta o psiquiatra en los últimos 12 meses. Entre ellos, un 6,1% son mujeres y 4,6% son hombres. según la última encuesta Nacional de Salud publicada por el INE en el 2018. Entre esa población, las mujeres acuden más al psicólogo que los hombres. Las mujeres suelen acudir por problemas relacionales y los hombres por problemas laborales (Garzón Segura 2016; Martínez Farrero 2006; Río Pedraza 2022). Sin embargo, en el centro se da la tendencia contraria. Actualmente entre los pacientes en terapia hay más hombres que mujeres, y empieza a aparecer en consulta un perfil de paciente muy particular que no aparecía antes de pandemia.

El perfil del hombre que se presenta en consulta debido a un problema afectivo y/o relacional que no sabe cómo solucionar. Un hombre que no responde en realidad a un diagnóstico concreto, ni padece remotamente algo de lo que se podría encuadrar en el concepto «enfermedad mental».  Una de las razones que se podrían valorar para este cambio de perfil de cliente (y hablo de cliente dado que el centro tiene una clara orientación humanista) es el hecho de que tras la pandemia se ha legitimado la consulta del terapeuta como un espacio socialmente aceptado para repensarse. Algo que quizá no sucediera antes de pandemia.

 En conversación con Marcelo Mendes, psicólogo clínico, sobre este tema hubo una frase que resulta interesante. Hablaba él de cómo, desde la pandemia, había empezado a presentarse un tipo de cliente con un perfil muy parecido. Hombre socialmente triunfador, católico, conservador, que llegaba a consulta porque tenía una amante. Cuando le pregunté al Doctor Mendes cómo se resolvía el conflicto, me dijo: «Algunos dejan a la amante, algunos dejan a la mujer, pero la gran mayoría mantienen la situación como está. La terapia les sirve para eliminar la angustia que les produce la culpa, no para que se decidan por una o por otra».

Durante siglos en Occidente, cada pueblo, aldea, o barrio contaba con una figura que no satisfacía ninguna necesidad material, ni cumplía con ningún oficio. Ni reparaba ollas, ni fabricaba espadas, ni almacenaba y molía trigo. Él estaba allí para cuidar de «el alma», una palabra que hoy entenderíamos que designaba la parte interna psicológica, el asiento de nuestras emociones y el sentido de una identidad más profunda. El sacerdote era una figura común de la vida occidental premoderna, pero en nuestra sociedad posmoderna ha dejado de ocupar el papel central que ostentaba. Por lo tanto, en Occidente, la gran mayoría de los adultos no cuentan con un interlocutor con quien discutir sobre las necesidades relacionadas con lo que durante siglos se llamaba alma.

La respuesta secular y laica a las necesidades de lo que antes habríamos llamado alma y ahora llamamos psique ha tendido a ser privada e informal: encontramos nuestras propias soluciones, a nuestro propio ritmo, construimos nuestras propias salvaciones como mejor nos parezca. Sin embargo, en muchos adultos persiste el deseo de encontrar soluciones estructuradas más interpersonales que les ayuden a lidiar con los problemas serios que nos presenta la vida (Dariienko 2003). Problemas como la encrucijada de decisiones a la que se enfrenta un hombre que quiera divorciarse u otro que esté atravesando el duelo por la muerte de un familiar.

Probablemente la respuesta comunitaria más sofisticada que la sociedad posmoderna ha ofrecido hasta ahora a las dificultades de lo que bien podríamos seguir llamando «el alma», sin alusiones místicas de ningún tipo, es la psicoterapia. No por casualidad los participantes de un estudio noruego sobre la relación entre espiritualidad y terapia informaron sobre «momentos sagrados» en la terapia y la importancia de la religión/espiritualidad para sus identidades terapéuticas (Mandelkow, 2022). Y esto probablemente sea porque el cliente confía al psicoterapeuta el mismo tipo de problemas que antes le habría dirigido a un sacerdote: confusión emocional, pérdida de sentido, tentaciones de un tipo u otro y, por supuesto, ansiedad sobre la muerte y lo que puede haber después de ella (De Botton, 2012).

Pero los terapeutas aún no son los nuevos sacerdotes de la sociedad secular.

Para empezar, la terapia sigue siendo una actividad minoritaria, fuera del alcance de la mayoría de la gente, demasiado costosa (una sesión de terapia en Madrid oscila entre los 80 y los 100 euros), o simplemente no disponible en el entorno rural. Mientras que en Europa se calcula que existe una media de 18 psicólogos sanitarios por cada 100.000 habitantes, en España son seis (datos de COP Madrid, 2018; INE 2023). En concreto, en Castilla y León, para una población de 70.000 habitantes se cuenta con dos psiquiatras y una psicóloga. (COP Castilla León,2018; INE 2019; Statista Research Department, 2020 ).

El problema no es sólo económico. También es actitudinal. Mientras que las sociedades cristianas se imaginan que hay algo malo en ti si no visitas a un sacerdote, tendemos a suponer que los terapeutas están allí únicamente para momentos de crisis extrema, que una visita al terapeuta supone una señal de que el cliente está desequilibrado y padece un problema mental. No entendemos todavía que alguien pueda acudir a un psicoterapeuta simplemente porque atraviesa una crisis relacional. Porque cuanto mayor es el estigma asociado a la psicoterapia en el entorno, menos probable es que los clientes estén dispuestos a buscar terapia (Dura et al 2023).

Y este estigma no se reduce, como pudiéramos creer, entre las nuevas generaciones. De hecho, las principales barreras de los adolescentes para solicitar terapia son el miedo a una interacción negativa con un psicoterapeuta, el temor a ser confrontado con sus propias emociones, y el miedo al estigma público entre sus pares (Pfeiffer y In-Albon, 2022).   

En nuestra cultura sanitaria se ha impuesto un modelo principalmente físico del yo, lo que nos lleva a preferir que los problemas se aborden con pastillas en lugar de con psicoterapia. Esto no quiere decir que los fármacos no sean importantes en muchas situaciones, pero el tratamiento farmacológico debería ser complementario para la conversación terapéutica, no debería ser el único tratamiento (Cohen et al, 2023). La tendencia a recetar fármacos de manera abusiva (pese a sus efectos secundarios, su coste económico y su dudosa eficacia en algunos casos), adquiere serias repercusiones.

Esta insistencia en anclarse en un modelo de intervención -el farmacológico- que ha demostrado no ser el mejor tratamiento disponible, cuestiona gravemente la calidad asistencial que se ofrece a los clientes (COP Madrid, 2012 y 2018). Parece ser que queda un largo camino por recorrer para que en España se instaure un Modelo de Salud Mental en el que no se priorice el uso de la farmacoterapia, frente a las recomendaciones de las guías clínicas y los resultados de la literatura especializada sobre terapias validadas empíricamente (Ferreres et al 2012). Queda un largo camino para integrar la psicoterapia como algo legítimo y común.

Las religiones han sido expertas en legitimar el papel del sacerdote, como una persona con quien hablar en todos los momentos importantes de la vida, sin que una conversación o una confesión con el sacerdote estigmatice a una persona. Si un fiel va cada semana a hablar con su director espiritual, será muy bien visto en su parroquia. Pero si el mismo fiel acude a terapia semanal se sospechará que hay algo en él que no funciona como debería.

Otro problema con la terapia es que tradicionalmente religión y terapia se han entendido como dos entornos contradictorios y no compatibles, que adoptan una posición exclusivista frente a la cuestión de la transformación moral del ser humano. Muy particularmente desde la neo-izquierda. Políticos que están enarbolando la bandera de «la salud mental» mientras que por ley nos impiden a los psicólogos tratar a adolescentes que presenten disforia de género. Políticos que sin tener ni idea de lo que es la religión católica, pero que arremeten contra ella siempre que pueden

Pero un buen terapeuta debería poder trabajar con diversos clientes de una amplia gama de culturas y saber abordar de manera efectiva y sensible los problemas culturales en la terapia.

Las implicaciones clínicas incluyen la necesidad de que los terapeutas tengan apertura con clientes de diversas culturas y antecedentes (independientemente de su origen étnico, raza, género, edad, orientación sexual, estado de discapacidad… y religión). Y cuenten con la sensibilidad adecuada para tratar cuestiones culturales y evitar o reparar microagresiones culturales (Siang-Yang, 2018).

Las pautas éticas establecen que los psicólogos deben considerar la religión de los clientes en su práctica. Sin embargo, algunos clientes vivencian experiencias negativas con respecto al tratamiento de la religión por parte de los médicos en psicoterapia. Estas experiencias pueden constituir microagresiones, que se han asociado negativamente con la alianza terapéutica y con los resultados del tratamiento entre clientes con diversas identidades (p. ej., grupos racializados, grupos religiosos) (Trusty et al, 2022).

De la misma manera que necesitarías entender el Islam si vas a tratar a una mujer que viene de y contexto islámico, necesitas entender el catolicismo y verlo de forma objetiva, sin la lente del prejuicio, si tu cliente es católico. ¿Cómo si no vas a entender a un cliente que está harto del matrimonio en el que vive pero se siente muy culpable cuando piensa en romper el vínculo porque ha crecido en un entorno en el que se le ha dicho que el matrimonio es indisoluble? ¿Cómo vas a entender su angustia o sus dudas?

Durante mucho tiempo hemos albergado una idea restrictiva de lo religioso como sinónimo de una institución eclesial más o menos alejada de la vida real. Y entendíamos la iglesia, cualquier iglesia, como una institución homófoba o machista, que echaba de su seno a personas que no se adaptaran a un marco conceptual muy restrictivo. Iglesias como la católica, entre otras, estaban -y están- impregnadas de una agenda y de unas categorías poco receptivas al lenguaje de lo cotidiano y a la realidad de la vida social actual. Pero en una sociedad en constante cambio nos vemos obligados a repensar esas fronteras constantemente. Nos queda indagar si hasta hace poco esas fronteras eran realmente más estables, o solo nos lo parecían. Sea como fuere, desde la presencia pública cada vez más central de la espiritualidad, sobre todo en sus vertientes New Age u orientalizantes, pero también en sus versiones cristianas modernas como el cristianismo progresista, los cristianos de base, la teología de la liberación, la iglesia católica ecúmenica, los baptistas o los metodistas inclusivos… vemos que el hecho religioso, en todas sus vertientes, se adapta y se abre a las nuevas realidades.

La psicología es ciencia, pero trata de problemas que muchas veces son filosóficos, y que hace veinte años se hubieran tratado con el sacerdote. Por eso periodistas, teólogos, filósofos, antropólogos, sociólogos e incluso los propios psicoterapeutas llaman regularmente la atención sobre los aspectos religiosos de la psicoterapia, o incluso clasifican la psicoterapia como una práctica religiosa (Ağilkaya Şahin, 2018, Becker, 1973; De Botton, 2012; Gross, 1978; London, 1964; Rosen, 1977; Siang Yang, 2004; Vitz, 1977). La afirmación general de que el psiquiatra ha reemplazado al cura, o que la psicología es una religión nueva, implícita, ya ha adquirido el estatus de cliché.

Y en realidad no debería ser así: psicoterapia y religión no solo pueden coexistir, sino que deben hacerlo.

Por último: ya está en preventa mi ultimo libro. Ha aparecido en una pequeña editorial especializada en psicología, y si no funciona en preventa, va a ser muy difícil que pueda llegar a librerías. Encargarlo en preventa implica que te llega a casa, que te sale más barato, y que te llega con un print dibujado, numerado y firmado por mí (hay cuatro modelos en edición limitada). El libro es muy bueno, lo juro (qué te voy a decir si lo he escrito yo) y puede ayudarte. Pero sobre todo, me ayudarás a mí si lo compras. Quiero implantar la escritura expresiva (terapéutica) en España y podré hacerlo si el libro funciona. Si no lo compras, al menos avisa a tus amigos. Gracias.

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