Ni Lavapiés es lo que era, ni la taberna Garibaldi es una taberna
«Garibaldi no es una taberna, sino un bar Cayetano. Y los rojos que acuden no son rojos, mucho menos obreros»
Dos miradas sobre La taberna Garibaldi
Hoy, o quizá mañana aparezca en este mismo medio, The Objective, un largo artículo de Julio Tovar que habla sobre nuestra visita a la taberna Garibaldi. O, más bien, su visita. Yo entré exactamente dos minutos al local y, en cuanto vi los codazos que se estaban dando los unos a los otros, me entró miedo y me fui. He de decir que solo me atreví a acercarme al local porque iba acompañada por tres hombres (Carlos, Jorge y Julio) y que de ninguna manera se me hubiera ocurrido ir sola.
Es curioso, porque hace años muchos años Pablo Iglesias solía cenar en otra taberna, La Funda Mental. Siempre iba acompañado por guardaespaldas porque decía que tenía miedo de que le agredieran. Sin embargo, hoy son las huestes que ellos han movido desde podemos, lo que la Ministra Montero llamaba «La Furia Trans», los que se han dedicado a amenazar a mujeres. No solo en privado, a través de Internet, sino con pintadas y pancartas muy grandes en la Universidad Complutense, en la Autónoma de Barcelona, en manifestaciones o en los barrios.
Les propongo un ejercicio literario. Lean este artículo sobre La taberna Garibaldi y lean también el de Julio Tovar. Verán que hay párrafos que son prácticamente idénticos porque durante el camino yo le iba explicando a Julio cómo eran las tabernas hace años en la zona. Él es demasiado joven para haberlas conocido.
Las historias en los dos artículos se repiten. Y sin embargo Julio cuenta toda la historia desde un punto de vista más político y yo lo cuento todo desde un punto de vista más nostálgico. Piensen que él es un hombre y que yo soy una mujer. Que él es más joven. Que nuestros puntos de vista políticos difieren. Y verán qué interesante les resulta comparar una historia con la otra. Y sin embargo hicimos exactamente el mismo recorrido.
Mi historia en Lavapiés
La que escribe abandonó las casas de sus padres a los 18 años por razones que no vienen al caso y entonces se fue a vivir a Malasaña. En cuanto Malasaña se hizo demasiado cara, se bajó a vivir a Lavapiés.
Lavapiés entonces era un barrio obrero que acogía a trabajadores y estudiantes. Era tremendamente peligroso. A la autora le atracaron tantas veces que ya no lleva la cuenta, y desde entonces tiene la costumbre de no llevar nada de oro encima, ni nada que se presuma caro. Incluso el móvil lo lleva escondido para que no se aprecie a primera vista.
Una vivió en diversos emplazamientos de Lavapiés hasta que finalmente, tras haber tenido una hija, decidió que no merecía la pena correr riesgos y se subió a la que se supone que es la parte más noble de la zona, la zona de Santa Isabel. Acababa de ganar un premio literario y empleó el premio en comprarse una casa.
La primera vez que viví en un piso compartido en Lavapiés fue en 1987. En los ochenta, Madrid estaba lleno de tabernas. Y se hacía una enorme diferencia entre taberna y bar. Un bar era un bar de copas. El ambiente del bar estaba más orientado a la fiesta, al ligoteo, a la cogorza pura y dura y a la droga, si conseguías pillarla. Los bares de copas y de moderneo estaban en Malasaña. Aunque allí hubiera tabernas míticas -como la Adosa, El Palentino o el Camacho – en general Malasaña es tierra de bares. Locales para aves nocturnas que no servían comidas, ni mucho menos desayunos. Podías pedir cervezas, güisquis y gin tonics (nada de mojitos, pisco sour o ningún tipo de cóctel). Había ron, sí, pero casi nunca nadie lo pedía. Y lo puedo atestiguar porque yo era camarera. Y habían una música sonando muy alta, atronadora. Ni cacahuetes te daban: allí se iba a beber. Punto.
Como he dicho, fui camarera, en la Vía Láctea y en el King Creole entre otros bares. En general no había mesas y si las había eran pequeñas y de baja estatura. Malasaña era territorio de bares, postureo y apabullante modernidad. Lavapiés era más bien zona de tabernas. Las tabernas, estaban pensadas más para comer o cenar, con mesas más grandes que pudieran acomodar el servicio de cena o almuerzo. Eran, establecimientos en los que se podía comer desayunar o cenar, pero en plan económico y funcional, sitios en los que los que no te iban a poner jamás un buen mantel, como mucho un mantel de papel, y en los que a veces había menú del día.
La comida era tradicional, de batalla, nada de nouvelle cuisine ni experimentos gastronómicos. Tortilla de patata, patatas, patatas bravas, migas, bocadillos… Recuerdo que yo estaba loca por los boquerones en vinagre y que en las tabernas no solían tenerlos. Demasiada sofisticación. Y que había muchas tabernas que servían gallinejas y entresijos, que a mí me daban auténtica repulsión y que creo creo que ya no sirven por cuestión de higiene.
En las tabernas había siempre olor a fritanga y grasa en los azulejos. Olor picante y acre a aceite recalentado. Un aroma inconfundible y único, que, como todos los olores muy particulares, inmediatamente despierta un sentimiento. Un sentimiento que nos conecta, como a través de un hilo de gusano, hacia otro momento del tiempo. ¿Y cómo no acudir persiguiendo ése olor, hasta la epifanía del lado más oscuro, más remoto y más borroso, de lo que sucedió hace tantos años?
Qué es una taberna
Las tabernas tradicionales madrileñas provenían casi todas del siglo del XIX y se dice que entonces la mayoría de los taberneros eran manchegos. Por eso había tanto vino de Valdepeñas. Chatos de vino tinto, barato y peleón. Había muchísimas tabernas. En lo que yo recuerdo, la mayoría disponían de un exterior de cuarterón de madera, en tono oscuro, y en muchas ocasiones pintados de rojo (luego me enteré que lo del rojo era para avisar de que se dentro se vendía vino).
Los cuarterones se cerraban con barras de hierro cruzadas, y aseguradas con candado. Yo llegué a conocer al herrero que hizo gran parte de las puertas de las tabernas de la zona, fue una institución en Lavapiés, ya falleció, vivía en Argumosa, en una casa minúscula con su mujer y su hijo.
Hay una historia que se convierte en metáfora de lo que ha pasado en mi barrio: cuando se rompieron los goznes de la puerta del que fue el bar La Ventura, ya no se podían arreglar porque el herrero se había muerto, y no se encontró a quien pudiera hacer el trabajo. Casi siempre, sobre la cornisa del local, y muchas veces en el toldo también, venía el nombre de la taberna y el número de la calle. Solían tener el nombre del propietario: Casa Alberto, Casa Paco, Bar morales, Taberna de Eulogio, Bodegas Alfaro.
La mayoría eran más bien pequeñas. El suelo era de baldosa o hidráulico, pensado para que pudiera sobrevivir aunque le cayera encima vino y vómitos. Las columnas eran de forja. La barra siempre de madera y zinc. Porque el zinc que era lo más fácil de limpiar. En alguna ocasión con mostrador de mármol, pero eso ya era mucho lujo.
Siempre había grifos de cerveza y vermut. Casi siempre, espejos, muchos espejos no me pregunten por qué. Solía haber un espejo detrás de la barra,supongo que para agrandar el espacio, que en general era exiguo.Y mostradores llenos de botellas, muchísimas botellas . Botellas de todo lo posible (vino, brandy, coñac, orujo, licor 43). Nunca faltaba el coñac soberano.
Cuando me vine a vivir aquí, me sorprendió cuanta gente bebía coñac o brandy en las tabernas. Solían ser hombres y mujeres mayores. Recuerdo una señora que ya falleció y a la que yo quería mucho, y que había sido prostituta. Estaba siempre en el bar Morales bebiendo coñac desde las ocho de la mañana. Y cuando se emborrachaba (para las diez ya llevaba una cogorza importante) decía y repetía » yo la vida la he perdido por los hombres».
Ella siempre bebía a coñac, y olía a coñac a kilómetros, mezclado con un perfume dulzón y almizclero que a ella le debía parecer muy elegante, y que dejaba una nube golosa a su paso que se mezclaba con la nota también dulce, pero ligeramente ácida, del coñac. A Julio Tovar le conté esta historia y la encontró muy romántica. Yo la encuentro enormemente deprimente.
Aun quedan muchas tabernas en el barrio y alrededores. Desapareció la taberna de Atocha, que era con mucho mi favorita. Esto lo escribo con honda pena porque era de las más bonitas. Existen todavía la Casa Paco, la casa Ciriaco, Las Bodegas Alfaro, La Carmencita, las bodegas Lo Máximo, La Vinícola Mentridana, la Taberna de Eulogio, La Mina, La Elisa, los Titos, los Gatos, la casa Alberto, la Esperanza, la Taberna del Sur, el bar Morales (que ahora es el Benteveo), el Dragón, el Parrondo, la Santa Isabel (que se anuncia como cafetería pero en realidad es una taberna de toda la vida).
Y me dejo muchísimas en el tintero porque de algunas no recuerdan ni al nombre. El Lamiak no es una taberna de toda la vida, pero lo incluyo porque es excepcionalmente bonito.
En los ochenta y noventa recuerdo que a los que vivíamos en Lavapiés nos miraban con cara rara y que Mario Vaquerizo dijo en una entrevista que nunca bajaría a Lavapiés porque era un barrio de perroflautas. Y lo era. Los bares de modernos estaban en Malasaña. (Esto también se lo he contado a julio).
Pero llegado un momento Malasaña se hizo tan, tan, tan cara (tomada por aquellos hipsters y gafapastas que tan bién retrató en su día Víctor Lenore) que ya era imposible vivir allí, así que la gente se empezó a desplazar hacia Lavapiés. Lavapiés seguía siendo barata, y estaba céntrica. Y poco a poco sucedió como lo del proverbial experimento de la rana, a la que le van calentando el agua de forma casi imperceptible, grado a grado, y la pobre rana no se da cuenta de que debe saltar y huir. Hasta que acaba cocida.
La gentrificación
Montar un bar, si uno sabe llevarlo, es un negocio muy rentable. Un mojito, por ejemplo, apenas cuesta 70 céntimos menos si lo haces con ron de baja calidad tipo «El Alegre Corsario», le echas limón y hierbabuena y azúcar y ya lo vendes a nueve euros. Los cócteles en ese sentido siempre han sido un filón, porque no se necesita alcohol de marca.
Pero es que además en los bares se blanquea, esto lo sabe casi todo el mundo. Porque, en hostelería, Hacienda permite pagar una cantidad fija al año de impuestos, que depende del numero de metros cuadrados, empleados, etc… La famosa tributación por módulos. De este modo y manera, el propietario no tiene por qué abonar el 35% del beneficio generado como harían otras empresas.
Imaginemos que un camello que pase un material particularmente bueno está haciendo quince mil euros al mes, o imaginemos que a mí me ha llegado desde Venezuela una maleta con dólares, o que he conseguido de cualquier manera un dinero en metálico cuya procedencia no puedo explicar .
Lo más fácil es montar un bar, tributar por módulos, pagar una cantidad fija a Hacienda en concepto de impuestos y decir que mi dinero lo ha generado el bar. Yo diría que lo he ganado gracias a una actividad totalmente legalizada, la hostelería. Ahora que casi todo el mundo paga con tarjetas sería un poco más difícil, pero antes era lo más fácil del mundo. De todas formas aún sigue siendo el método más rápido y efectivo para blanquear dinero.
Así fue como poco a poco fueron desapareciendo los negocios locales. Porque se fueron cambiando por bares de copas, que son siempre negocios lucrativos, a la mínima que uno sepa llevarlos bien, y que son buenos para blanquear.
Donde había una frutería ahora hay un bar; donde había una tienda de ropa para niños hay un bar; donde había un almacén de textiles hay un bar; donde había una tienda de antigüedades hay un bar; donde había una tienda de reparación de zapatos y bolsos un bar. Una tienda de ropa, un bar. Una droguería ahora es un bar.
Y no me lo estoy inventando. Estoy recordando de memoria cómo era la calle Santa Isabel hace 20 años y cómo es ahora . Le fui explicando a Julio Tovar, uno por uno, en cada local, qué había antes de que hubieran bares. Si un día tienen tiempo se pasan y la recorren de cabo a rabo: todos son bares. Y bares caros.
Recuerdo, estando yo en la tele, haciendo de tertuliana, que dije que me parecía un despropósito un daiquiri a nueve euros . Y de repente me dijeron los conterulios de la mesa (dos de ellos habían militado en Podemos) que eso es lo normal en Madrid. No no lo era. En la calle Santa Isabel hace apenas diez años un gin tonic costaba cuatro euros. Ahora cuesta seis en El Dragón, ocho en el Lamiak, nueve en la Taberna Garibaldi, que no tiene nada de taberna, y sí de bar muy pijo.
Y por eso casi toda la gente que yo conocí, la que vivía aquí en los ochenta noventa o incluso en los dos mil ya se ha marchado. Porque esto ya no es un barrio obrero ni barato.
Ha habido un éxodo a los barrios Oporto y Carabanchel, que todavía son lugares relativamente céntricos. En Carabanchel están ahora todas las galerías de arte. Y en el bar Yakarta, por ejemplo, la caña cuesta dos euros, y el gin tonic cinco. En el bar Majean un filete con patatas y ensaladas son seis euros y una tortilla son cuatro euros y medio. En la Taberna Garibaldi un plato de ensalada son once euros. En la taberna de Eulogio, por once euros tienes un menú del día completo.
En cualquier caso, desde que el barrio se gentríficó y empezó a llenarse de bares, esto a su vez le sirvió para aparecer reseñado en todas las guías para turistas. De forma que si uno sale de lunes a sábado, a cualquier hora, por la calle Santa Isabel va a escuchar conversaciones en todo tipo de idiomas: inglés, francés e italiano sobre todo.
Y se dará cuenta de una cosa. La mayoría de los camareros son latinos, la mayoría de la gente sentada en las mesas de la terrazas son turistas. El barrio se ha gentrificado y han empezado a aparecer airbnbs que han proliferado como setas. Sitios donde duermen los turistas que vienen atraídos por los bares como moscas a la miel.
La mayoría de los que fueron mis vecinos y compañeros de farra ya se ha ido. Pero no porque les desahuciaran. No. Se fueron porque les ofrecieron una pasta por su piso y lo vendieron. Con la nueva ley de alquiler alquilar es realmente peligroso, así que prefieren venderlo.
Ninguno de los amigos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos, los conservo. Ninguno sigue viviendo por el barrio, porque nadie puede ya pagarse un alquiler aquí.
El éxodo
El sustituto de Lavapiés, todo el mundo lo tiene claro, es Carabanchel. En Carabanchel está la galería de arte contemporáneo más grande de todo Madrid: la Veta. Y un montón de pequeñas galerías y de estudios que han surgido al calor de la Veta. Está la Nave Oporto por ejemplo. La Belmonte, la galería de Sabrina Amrani…
Un piso que en Lavapiés te costaría casi un millón de euros puedes encontrarlo en Oporto por 230.000. Y si lo que quieres es alquilar, en Oporto, en General Ricardos, en Opañel, en Usera, tienes pisos de tres habitaciones por menos de 1.000 euros al mes. Algo que ya sería impensable en mi zona. Porque Lavapiés ha dejado de ser un barrio obrero y se ha convertido en el nuevo Malasaña.
Y uno no puede dejar de preguntarse por qué un ex político que se supone que defendía a la clase obrera ha querido montar un bar en Lavapiés, y no lo ha hecho en Carabanchel. Y sobre todo ¿por qué no lo ha hecho en su supuestamente amada Vallecas?
Recuerdo que antes de la pandemia yo tenía la costumbre de que cada viernes comía con mi hija en una taberna y cada sábado desayunábamos en una cafetería. Ahora sería impensable, porque en primer lugar no tenemos el dinero para hacerlo, y en segundo lugar el ruido es insoportable .
Los viernes y sábados cada rincón de este barrio está tomado por los guiris. No se oye más que ruido, y ruido y ruido. Un pandemonio en todos los idiomas. Mi hija y yo hemos cambiado la tradición y ahora los viernes compramos sushi y nos lo comemos en casa con una botella de vino. Y los sábados desayunamos en la cama.
Mis amigos me dicen y me repiten que venda la casa en la que vivo, y que con el dinero me compré algo en Carabanchel. Ese es mi plan por si algún día me veo necesitada de dinero, pero de momento no quiero matar a la gallina de los huevos de oro. Mi piso lo compré hace muchos años y salió muy barato porque debajo teníamos un burdel conocido. En menos de veinte años el precio se ha multiplicado por diez. Es el mejor negocio que hice en mi vida.
Lavapiés ya no es lo que era
El Lavapiés que conocí no existe. Es ahora materia de evocación y de nostalgia. A la nueva corriente de bullicio y ruido me rindo, armada con la precaria red de truncados recuerdos y memorias, que todavía insisten en recobrar el perdido territorio de su reino.
Ciertas esquinas y calles son particularmente duras de atravesar porque evocan recuerdos de fiestas y de noches que no van a volver. Como anzuelos borrachos. Pero ya nadie acude a su reclamo ni a su canto promisorio de sirena. A sus susurros que te recuerdan a cuando aquí en Lavapiés jamás veías guiris, cuando veías a niños por las calles y a ancianos tomando el sol en los bancos, algo que ya casi nunca vemos, aunque sí vemos muchos perros. Bancos casi no quedan.
Lavapiés ya no es lo que era ni la taberna Garibaldi es una taberna. No, no es una taberna, sino un bar Cayetano. Y los rojos que acuden no son rojos, mucho menos obreros. Ningún obrero está como para pagar nueve euros por un gin tonic, o diez euros por unos espaguetis (en la Taberna de Eulogio un plato de espagueti cuesta cuatro euros, y ya me resulta caro).
La tierra que pasó dentro de nosotros nadie nos la puede volver a quitar, ni siquiera nosotros mismos. No tiene ningún sentido desandar los pasos del olvido y envenenarse de melancolía. Hay que recordar que estamos siempre de paso y que la tierra es nuestra posada. Que los cielos que nos cubren no son nuestros, que los que comparten barras de bar no son tampoco nuestros, que todo fluye y está en constante movimiento.
Eso lo admito y lo entiendo.
Pero no me digan ustedes que la taberna Garibaldi es una taberna o que los que van son obreros.